Toda sociedad necesita principios éticos que orienten su convivencia, brújulas normativas que definan lo justo, lo deseable y lo inaceptable. Sin embargo, estas guías, esenciales para la cohesión social, corren el riesgo de convertirse en dogmas inflexibles. Cuando esto sucede, sus intérpretes, que deberían ser guías reflexivos, se transforman en autoridades morales incuestionables, un fenómeno que erosiona los fundamentos de la deliberación democrática. En las últimas décadas, gobiernos de izquierda, centro e incluso centro-derecha, en busca de legitimidad y sensibilidad social, otorgaron este estatus a un grupo de intelectuales, activistas y académicos provenientes de las humanidades posmodernas. Creyeron que serían aliados inofensivos, bienintencionados y manejables. Se equivocaron.
Lo que comenzó como un gesto simbólico —incorporar nuevas voces al discurso público— se convirtió en una cesión sustantiva de autoridad moral. Los gobiernos asumieron que podían delegar la definición de lo correcto e incorrecto, lo ofensivo y lo legítimo, a un grupo compacto de pensadores y activistas. Por ejemplo, en Canadá, el gobierno de Justin Trudeau adoptó rápidamente el lenguaje de la inclusión y la diversidad promovido por académicos y activistas, integrándolo en políticas públicas como guías de lenguaje inclusivo para funcionarios. En Reino Unido, bajo gobiernos conservadores y laboristas, se implementaron protocolos similares en instituciones públicas, desde la BBC hasta el sistema educativo, para reflejar sensibilidad hacia nuevas demandas sociales. Sin embargo, esta concesión, que parecía estratégica, terminó por minar la pluralidad democrática. En lugar de fomentar un debate abierto, se erigió un nuevo sacerdocio secular, con la facultad de bendecir o condenar discursos, personas e instituciones.
El error no fue meramente táctico, sino epistémico. Los gobiernos subestimaron a estos nuevos actores, creyendo que serían dóciles, útiles para apaciguar conflictos sociales y proyectar empatía frente a sensibilidades emergentes. En Estados Unidos, por ejemplo, universidades como Yale y Evergreen State College se convirtieron en epicentros de este fenómeno en la década de 2010, cuando estudiantes y profesores activistas comenzaron a dictar normas sobre lo que era permisible decir o enseñar, exigiendo la censura de conferencistas o la remoción de profesores por opiniones disidentes. Lejos de ser moderados, estos actores perseguían una transformación moral profunda, no para convivir con las instituciones existentes, sino para reemplazarlas. No se veían como consejeros, sino como jueces.
El resultado fue el desplazamiento del debate público por una liturgia moral. Las preguntas legítimas sobre políticas públicas, justicia o redistribución económica fueron reemplazadas por imperativos morales no negociables. Por ejemplo, en debates sobre políticas migratorias en Europa, cuestiones prácticas como la capacidad de integración o el impacto económico fueron subordinadas a juicios morales sobre quién tenía derecho a opinar. El matiz, la ironía, la duda y el escepticismo —herramientas esenciales del pensamiento crítico— comenzaron a ser interpretados como complicidad con opresiones históricas. En 2017, la filósofa Rebecca Tuvel enfrentó una campaña de descrédito por publicar un artículo académico que comparaba el transracialismo con el transgenerismo, no por errores factuales, sino porque se consideró que no tenía la “identidad adecuada” para abordar el tema. Así, quienes fueron invitados a aportar sensibilidad terminaron imponiendo una ortodoxia rígida, no a través del diálogo, sino del anatema.
Los gobiernos que los habían acogido como consultores morales quedaron atrapados en sus propias concesiones simbólicas. Lo que parecía un gesto progresista —adoptar el lenguaje de la justicia social, incorporar movimientos emergentes, cederles espacio en la esfera pública— se convirtió en una camisa de fuerza. En Australia, por ejemplo, el gobierno enfrentó críticas internas y externas al intentar moderar políticas de lenguaje inclusivo en escuelas, ya que cualquier retroceso era visto como una traición a los valores progresistas. Una vez que estos prefectos morales adquirieron estatus institucional, no toleraron críticas, solo exigieron adhesión. La mínima disidencia era una afrenta, y la corrección no era una opción: solo quedaba el arrepentimiento público o el ostracismo. El caso de J.K. Rowling ilustra este fenómeno: sus opiniones sobre el sexo biológico, expresadas con matices, desencadenaron campañas de cancelación que la acusaron de traicionar causas que ella misma había apoyado durante décadas.
Se construyó así un ecosistema ético autorreferencial, donde la autoridad moral no emanaba de la deliberación ni del ejemplo, sino de la pertenencia identitaria. No importaba la solidez del argumento, sino la posición desde la cual se enunciaba. En las redes sociales, plataformas como X se convirtieron en arenas donde la validez de una opinión dependía de la identidad del emisor: solo ciertas voces podían hablar de ciertos temas. En 2020, por ejemplo, la escritora estadounidense Jessica Krug fue expuesta y condenada no solo por mentir sobre su identidad racial, sino porque su trabajo académico sobre comunidades afrodescendientes fue invalidado retroactivamente por su “usurpación de discurso”. Se instauró así una política de privilegio epistémico absoluto: quienes no cumplían con los criterios identitarios eran descalificados automáticamente, sin importar la calidad de sus ideas.
Los gobiernos, atrapados en este régimen simbólico que ellos mismos ayudaron a crear, perdieron margen de maniobra. No podían disentir sin parecer reaccionarios ni moderar sin ser acusados de complicidad. Los debates dejaron de ser espacios de intercambio: se transformaron en ceremonias de absolución o condena, presididas por un tribunal moral cada vez más severo y menos representativo. En Francia, el gobierno de Emmanuel Macron intentó en 2021 abordar el impacto de las ideologías “woke” en las universidades, pero cualquier crítica era inmediatamente catalogada como retrógrada, limitando el espacio para un diálogo genuino. Cuando los gobiernos intentaron recuperar el control, ya era tarde: los prefectos morales se habían vuelto autónomos.
Estos nuevos cleros no se conformaron con administrar los símbolos morales; también buscaron controlar el lenguaje, las categorías con las que pensamos el mundo. En instituciones internacionales como la ONU o la Unión Europea, se reescribieron manuales de estilo para prohibir términos considerados ofensivos, como “mankind” en inglés, reemplazándolo por “humankind”. En las universidades estadounidenses, se impusieron protocolos comunicativos que regulaban desde el uso de pronombres hasta la descripción de temas históricos, bajo la premisa de evitar “daños” emocionales. En nombre de la inclusión, se excluyeron palabras, tonos y dudas, asfixiando la posibilidad del pensamiento libre. En 2019, la Universidad de California emitió guías que desaconsejaban frases como “el mejor hombre para el trabajo”, por considerarlas sexistas, limitando la espontaneidad del lenguaje cotidiano.
Muchos ciudadanos, incluso aquellos que apoyaban las causas defendidas por estos grupos, comenzaron a sentirse políticamente huérfanos. No rechazaban la justicia social, sino la imposibilidad de expresarla en sus propios términos. El nuevo léxico era excluyente, tecnocrático y severo. En España, por ejemplo, el uso de términos como “violencia de género” se volvió obligatorio en el discurso público, y quienes usaban alternativas como “violencia doméstica” eran acusados de minimizar el problema, aunque sus intenciones fueran similares. Quienes no dominaban este léxico eran tratados como ignorantes o insensibles, rompiendo el vínculo entre las causas justas y su legitimidad democrática.
En nombre del bien, se criminalizó la imperfección humana. En lugar de reconocer que toda sociedad es un mosaico de desacuerdos, se impuso una lógica de pureza moral. En las redes sociales, campañas de “llamadas de atención” (call-outs) se convirtieron en herramientas para señalar errores menores, como el uso de un término desactualizado, transformando debates en juicios sumarios. Esto no solo inhibió la participación pública, sino que desalentó la construcción de consensos amplios. En lugar de fomentar el diálogo lento y el aprendizaje compartido, se prefirió la condena rápida y la censura moral.
Hoy, muchos gobiernos que cedieron su brújula ética a estos prefectos morales enfrentan las consecuencias. Algunos, como los laboristas en Reino Unido, han sido fagocitados desde adentro por facciones que exigen pureza ideológica. Otros, como los gobiernos centristas en Escandinavia, han quedado paralizados, incapaces de conciliar su vocación democrática con la tiranía simbólica que ayudaron a instaurar. Los ciudadanos, testigos de este colapso moral, comienzan a desconfiar no solo de los nuevos cleros, sino de la política misma. Encuestas recientes, como las de Pew Research en 2023, muestran un creciente escepticismo hacia las instituciones democráticas en países occidentales, parcialmente atribuido a la percepción de que el discurso público está secuestrado por élites morales desconectadas.
Es tiempo de reaprender una lección antigua: la moral pública no puede administrarse como un dogma. Debe surgir de un debate abierto, plural y continuo, donde las voces no sean silenciadas por su identidad o su falta de ortodoxia. No necesitamos nuevos sacerdotes que dicten la verdad; necesitamos ciudadanos capaces de pensar con autonomía, disentir sin temor y deliberar sin tutelas. Solo así recuperaremos una ética pública que no sea una trampa, sino una brújula compartida, capaz de guiarnos hacia una convivencia más justa y libre.
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