REGISTRO DEL TIEMPO
25/6/2025

La oligarquía democrática: ¿el oxímoron judicial?

Elisa Escamilla

La decadencia de lo político parece ser estos tiempos lo común en nuestro país. No ha sido sólo la desiluasión lo que ha desplazado al sujeto político mexicano hacia una postura distante y pasiva frente a las instituciones y las leyes, sino también la corrupción, la demagogia y más que nada la concepción errónea de que los mecanismos procedimentales —como el voto— son el único criterio democrático capaz de hacer frente a las exigencias del pluralismo contemporáneo y a la coadyuvancia del bien común.

En febrero del año pasado, el gobierno de México propuso la ejecución de una serie de modificaciones constitucionales para afrontar la corrupción mediante la restructuración del poder judicial. De esta manera, la elección de jueces federales, ministros de la Suprema Corte de Justicia y magistrados del Tribunal Electoral quedaría sometida al voto popular y ya no dependería de la aprobación del Senado.

Además, se propuso reducir el número de ministros de 11 a 9 y eliminar el Consejo de la Judicatura Federal (CJF), sustituyéndolo por el tribunal disciplinario: un nuevo órgano encargado de la vigilancia de los jueces encabezado por ciudadanos elegidos, a su vez, a través del voto popular. De acuerdo con lo estipulado por el ex presidente López Obrador, la búsqueda de la democratización del Poder Judicial fue el hilo conductor que orientó la propuesta. Sin embargo, tras su aprobación en septiembre del mismo año, cabe preguntarnos si estamos frente a un intento de revitalizar verdaderamente el ejercicio democrático, o por el contrario, cara a una estrategia para centralizar aún más el poder.

Aunque tuvo cierto respaldo, la reforma suscitó críticas importantes. En primer lugar, por su complejidad logística: someter a votación jueces, ministros y magistrados representaría una tarea casi titánica en la que tendrían que brindar a los ciudadanos 6 boletas federales y 3 locales en la Ciudad de México con 881 cargos judiciales a seleccionar. ¿Cómo puede esperarse la deliberación y la comprensión frente a una cantidad tan abrumadora de de información y cargos por elegir? En segundo lugar, por sus riesgos institucionales: la eliminación del CJF —que fungía como contrapeso institucional— abre la posibilidad de que el partido dominante controle la designación de jueces sin regulación alguna. Así, lo que se presenta como un proyecto democratizador, asoma más bien la fachada detrás de la cual se gesta una oligarquía disfrazada de democracia.

Tan sólo el pasado 1 de junio, tras las elecciones judiciales, la poca participación ciudadana  mostró la ineficacia y la farsa de la supuesta estrategia para erradicar la corrupción en los procesos democráticos. No es coincidencia que únicamene el 13% de la población acudiera a votar. Esto constituye, en la reciente historia de México, una expresión sintomática de desafección política y, sobre todo, de una desapropiación ciudadana orquestada voluntaria y estratégicamente.

Si bien bajo sus ideales más generales la democracia no puede operar de forma directa en contextos tan plurales como el contemporáneo, es un error suponer que la adopción de un modelo cercano al plebiscitario equivale a la democratización del poder judicial. Trasladar la elección al pueblo sin mediaciones como sucede en un plebiscito, donde la consulta popular es directa y sobre temas políticos puntuales, no es equivalente a democratizar.

Mientras se reduzca la intermediación institucional y se apele a la voluntad popular como principio de legitimidad supremo, aumenta el riesgo de desmantelar los contrapesos, eliminar la pluralidad, y permitir que los jueces electos respondan a intereses políticos o partidistas. El CJF funjía como filtro regulador; al eliminarlo se desdibujan los límites institucionales y se politiza el sistema judicial bajo la lógica de poder.

Aunque la democracia representativa implica un proceso electoral, debe sostenerse en la existencia de instituciones y órganos capaces de garantizar la legalidad, pluralidad y equilibrio de poderes. Para que esto se garantice, no pueden depender directamente del voto popular.

El argumento detrás de la reforma judicial ha puesto en equivalencia a un proceso electoral plebiscitario junto con la democratización. Admitir esto es arriesgar el ideal de autogobierno democrático, que consiste en una participación activa de los ciudadanos articulada necesariamente con la comprensión crítica, la identificación y la apropiación de las leyes, las instituciones y los procesos políticos. Sin esto, los mecanismos procedimentales y electorales de la reforma judicial solo aíslan al sujeto político porque impiden que la toma de decisiones sea analizada críticamente, comprendida, y asumida como parte de una  construcción de lo común. ¿Es posible tomar una conciencia crítica cuando el proceso implica enfrentarnos a cientos de candidatos desconocidos, reglas inciertas para el proceso electoral, y criterios oscuros para la selección de los mismos? Esto parece ser más bien una forma sofisticada de propulsar que haya una deferencia ciega en la toma de decisiones para centralizar el poder: el pueblo vota pero sobre opciones diseñadas por quienes ya detentan el poder.

Este oxímoron de la oligarquía democrática se sustenta en una serie de hechos simultáneos: aunque los ciudadanos pueden elegir a sus jueces, ministros y magistrados mediante el voto, se enfrentan a la necesidad de analizar previamente a una cantidad exhorbitante de candidatos; al eliminar los organismos reguladores y sustituirlos por otros sometidos al voto popular, se erradica un elemento esencial de la democracia: el garante de la neutralidad institucional.

Lo que está en juego en México, no es solamente la arquitectura institucional de la democracia sino la posibilidad misma de lo político como ámbito de sentido, de responsabilidad y de pertenencia. La distancia dicotómica-antagónica entre Estado y pueblo se ha acentuado cada vez con más impetú y los resultados de las elecciones lo hicieron visible, pues si se pretendía recobrar la participación y el voto popular, ¿Por qué más del 85% decidió abstenerse?

La apatía, lejos de ser una simple falta de interés, es el somero síntoma de lo que verdaderamente sucede en México: una opresión silenciosa que se impone mediante el caos burocrático y la incertidumbre normativa. El ciudadano deja de reconocerse como agente activo, abrumado entre procesos que deja de comprender, pero de los cuales “puede” participar.

Así, bajo la apariencia de participación, se configura un modelo de concentración de poder cada vez más evidente. Aunque el ciudadano puede votar no puede eludir la inminente oligarquía derivada de esos mismos procesos y opciones previamente delineadas por los que ya dominan el sistema. Si los candidatos a la Suprema Corte están vinculados a Morena —el partido impulsó la reforma— y si además se viola la ley mediante sobrerrepresentación legislativa, cabe preguntarse, ¿el futuro de México está verdaderamente en las manos del pueblo?

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