REGISTRO DEL TIEMPO
11/6/2025

El fuego de Dios

Carlos Mendoza-Álvarez

Misiles, drones y francotiradores israelíes arrasan Gaza y Cisjordania en nuestros días para llevar a término la destrucción total del pueblo palestino.

Son ya 77 años de Nakba o catástrofe, iniciada en 1948 con la creación del Estado de Israel y la expulsión del pueblo palestino de su territorio. El ejército israelí da nombres bíblicos a esa nueva artillería de guerra de aniquilamiento, concebida por mente humana, pero ejecutada con precisión por la inteligencia artificial. Un reciente ejemplo fue el operativo “Carros de Gedeón” anunciado por el presidente Netanyahu para atacar al grupo terrorista Hamas, implementado en 2025 por el ejército israelí. Ese nombre rememora la batalla de un campesino hebreo que reunió a 300 hombres para hacer la guerra a los madianitas en nombre de Dios para ocupar un territorio “prometido por Dios” como ideología de la época. Esa historia de hace más de tres mil años contada por el libro de los Jueces (6-7) es evocada ahora por el poderío israelí para justificar el genocidio en curso.

Como expresión de este control del imaginario del pueblo judío de hoy podemos ver los videos que circulan en redes sociales, mostrando a militares y colonos israelíes jugando a matar a la niñez palestina como si se tratase de un videojuego de los millennials. Tal vez esos actores del horror de hoy crecieron desde pequeños en ese mundo artificial de guerras donde el vencedor vive en el espacio aséptico de una pantalla digital. Para colmo, el horror de hoy toma apariencia “mesiánica” festiva pues se trata de una “guerra santa”, acompañada con coros en hebreo y danzas tradicionales judías de quienes se burlan de la basura que representa el enemigo. Hay que aniquilar a ese pueblo para liberar a la tierra de Israel (eretz Yisrael) de sus invasores. Ya lo contaba la Biblia cuando un pueblo esclavizado en Egipto creó la historia de la promesa divina que le daría “una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3: 17) interpretando un mensaje simbólico como un mandato de conquista de territorio.

Una versión parecida de colonialismo militar con manto ideológico religioso dio nacimiento a los Estados Unidos en tiempos modernos. Los colonos ingleses que huían de guerras religiosas y hambruna llegaron a tierras de los Powhatan y los Massachussets en la costa Este con una retórica “mesiánica” para adueñarse de esas tierras con la supuesta bendición de Dios. Los discursos de los padres fundadores están inspirados en citas bíblicas, como los actuales discursos incendiarios de Trump, sobre todo después del atentado de 2024, cuando de manera abierta el habitante de la Casa Blanca se dice enviado por Dios para “salvar al mundo libre”. Ese mismo delirio religioso lo expresó Bolsonaro en Brasil hace unos años para justificar un régimen racista con discursos de odio.

Y entonces el supuesto fuego divino que inspira al estado sionista, al gobierno estadunidense y muchos líderes populistas de hoy lanza “llamas de fuego” para aniquilar a quien se oponga a su misión divina que, en realidad, enmascara el colonialismo de hoy en su forma más brutal y cínica.

Pero la Biblia cuenta otras historias del fuego de Dios. A lo largo de miles de años el pueblo hebreo primero y la comunidad cristiana primitiva después fueron discerniendo entre el fuego guerrero de los falsos dioses y el fuego divino del Eterno que recibieron profetas y poetas, curanderos y apóstoles, que interpelaban al pueblo en nombre de Dios, curaban sus heridas y anunciaban esperanza mesiánica no violenta en medio del horror.

Ese fuego divino es una llama que no destruye, sino que edifica desde el interior, experiencia iniciada por los profetas de Israel, desde Elías hasta Jeremías. Ese fuego interior es como una chispa que participa de la llama del Eterno, donde mujeres y hombres en trance, iluminados por esa luz divina, anuncian cosas nuevas para un pueblo oprimido y desesperanzado.  Ese fuego no es militar, sino divino. Hace ver y actuar a quienes lo reciben con osadía, imaginación creadora y compasión amorosa.

Un fuego distinto al de los drones se torna luz, resplandor y fuerza, como en la historia de Jesús el Galileo, que “se transfigura” en el monte para revelar su ser profundo, preparándose para ir a Jerusalén en un momento crítico de su misión, centro del poder religioso de su época, para dar testimonio ahí, en el corazón del imperio, de la gloria (קבֹד kabod) de su Abbá. Gloria que no es poder, sino vida.

Aquel fuego divino animó a Jesús y su comunidad para tejer una cercanía liberadora y amorosa con los invisibles de su tiempo: pobres, mujeres, forasteros y enfermos. También les permitió denunciar la corrupción en curso, sobre todo la perversión de la religión del Templo y, más tarde, de los fariseos que se decían maestros de la Torá.

Un fuego otro que, tras la ejecución atroz de Jesús en una cruz romana con la complicidad de la turba enardecida y algunas autoridades religiosas, se posó en la cabeza de la comunidad aterrada por el miedo a sufrir el mismo escarnio que su Rabí. Tras un tiempo de duelo y miedo, ese fuego les abrió la mente y el corazón para comprender lo que estaba sucediendo. El crucificado estaba de vuelta, vivo de otro modo. Había despertado y acompañaba sus pasos, balbuceando con sus discípulas y apóstoles otro mensaje, realizando señales de vida nueva en medio de comunidades nuevas, dentro y fuera de los límites del pueblo hebreo. Esas comunidades en diáspora lo fueron reconociendo como Mesías crucificado al releer las escrituras hebreas y al partir el pan en su memoria, actos simbólicos para proseguir la obra de la redención divina en el corazón de los pueblos sufrientes y esperanzados.

Ese fuego divino no es exclusivo de nación alguna, ni monopolio de ninguna institución sagrada, sea secular o religiosa. Tampoco justifica guerras de conquista y colonización. Mucho menos es fuego destructor que aniquila a las otras naciones.

Ese fuego es cosecha jubilar. Se trata del potente simbolismo del ciclo de cincuenta días del calendario hebreo y cristiano. El año jubilar hebreo que cada cincuenta años perdona deudas, deja descansar a la tierra y libera a los cautivos para abrir paso a la gloria de Dios. Cincuenta días después de la pascua de Jesús, la comunidad cristiana celebra la sobreabundancia amorosa de Dios que no lanza drones ni misiles para destruir a sus enemigos, sino que comunica llamas de fuego divino para “levantar del fango a los humildes de la tierra”, como cantaron Ana y María en ambos testamentos (1 Samuel 2:10 y Lucas 1:52).

Fuego divino que recrea la faz de la tierra desde los sobrevivientes de la historia de horror, quienes entretejen vida con memoria, dignidad y cuidado mutuo, en medio de la muerte que les rodea.

Dichosa fiesta de Pentecostés.


Ciudad de México

8 de junio de 2025

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