REGISTRO DEL TIEMPO
18/6/2025

Ser poeta no es ambición mía /es mi manera de estar solo: nota sobre Fernando Pessoa

Sofía Garnica Esteva

Sería muy difícil hablar con la justicia que Fernando Pessoa merece sin terminar omitiendo en una tarea como ésa eventos decisivos de su escritura, de su vida. Más por incapacidad y falta de destreza en una empresa como aquella —me resulta inabarcable—, decidí no reseñar por entero ni su escritura ni su vida. En cambio, me he propuesto conversar tan sólo sobre un pasaje de su vida y de su escritura, sobre una de las facetas del escritor de los muchos rostros, la del poeta campesino, Alberto Caeiro. Quizás porque me he interpela especialmente en días como estos en los que a propósito de su nacimiento pareciera que incluso la lluvia se ha vuelto un entidad apacible y constante, omnipresente.

Esta faceta de su escritura a la que me refiero se encuentra contenida en El guardador de rebaños, poemario con el que Pessoa consolida las bases fundantes de su poesía, pienso, no solo como proyecto estético sino como pathos, se trata de una manera de observar el mundo, el que —se hace evidente— no es uno distinto del poeta que lo produce.

Aquí Pessoa pone de manifiesto el carácter artificioso de una distinción generalmente aceptada, el de la separación entre las ideas y el cuerpo, entre el individuo y el mundo exterior —que aparece asequible bajo la racionalidad moderna— también, entre los versos del poeta y los hechos del mundo que parecen suceder con independencia. La reconstitución de estas piezas se hacen patentes en El guardador en voz de Caeiro y así, surge lo que empecé a llamar, por decirlo de alguna forma, poesía natural. Con todas las comillas que merece la denominación. El término, en cualquier caso, alude a la pretensión de superar esta división cartesiana, la relativa a las cuestiones del cuerpo y las del mundo en calidad de materias diferenciadas. Así, el mantra o el rezo que parecen circundar sus versos adquirió muy pronto un sentido interior, una especie de enseñanza sobre cómo mirar al mundo, un mundo que antes de aparecer en calidad de idea era una certeza que anidaba en el pecho, cerca del corazón. Igual que la alegría, la tristeza, la rabia, también el amor. Naturalmente.

Fernando Pessoa es Alberto Caeiro Da Silva y, Alberto Caeiro Da Silva es Fernando Pessoa. El autor portugués —solo el primero— realmente nació en Lisboa, Portugal un 13 de junio de 1888 pero será hasta marzo de 1914 en que nacerá Caeiro de quien Pessoa dirá fue su propio maestro, así como el de todos sus demás desdoblamientos, metáfora recurrente para referirse a los heterónimos con los que solía firmar sus obras publicadas, en calidad de autores completos.

Sin embargo, Caeiro, el poeta campesino, el otro Pessoa, se supone nació en Lisboa un día de abril de 1889 bajo el signo de un carnero o un toro, animales que emulan su naturaleza más evidente: la figura de un pastor que carga consigo un cencerro y una flauta, como habituaba a hacer el propio Pan, mezcla de sátiro y hombre, dios que pasea entre los campos y los rebaños.

La descripción anterior recuerda en gran medida al proyecto de una iniciática poesía bucólica que se encuentra ya en un autor como Hesíodo o de manera posterior, en Virgilio, a quien el propio Caeiro reconoce e incluso critica cuando dice, “Los pastores de Virgilio […] nos dicen, yo nunca leí a Virgilio/ ¿Para qué lo habría de leer?”.

El guardador de rebaños es transparente. Escrito a inicios del siglo, se trata también de la declaración de principios de una nueva poética, una nueva poesía natural, hija de su tiempo. Tiempo que se instala en los inicios de un nuevo siglo, época en la que escribe el poeta, plenamente moderna y contraria a los tiempos que él invoca, en donde los trenes ya surcan la tierra de un extremo a otro y los aviones como grandes aves de metal emprenden sus primeros vuelos al cielo, confundiendo a los gorriones y a los pastores que, al mirarlos, no les dicen ya nada sobre las estaciones y su paso.

La avanzada reconstitución de la técnica en el mundo y sus consecuencias, sus innovaciones, ha dado ya el tajo —y para siempre— en la conciencia de la sociedad entre la idea de lo natural y el mundo de los hombres y mujeres, la cultura, haciendo de ambas cosas algo decisivamente distinto. Esta nueva disposición del mundo, un mundo moderno, aflige a su amigo Césario Verde, del que cuenta “era un campesino/ preso en libertad por la ciudad”. Caeiro habla de la naturaleza del campo antiguo y reconoce, a un tiempo, que éste ha sido vencido por la ciudad: opuesto del estado hesiódico que no se afincaba en la predominancia de la modernidad por encima de la tradición o bien, por encima de la vida de los agricultores, los sembradores, los pescadores, los pastores.

Por todo esto, la pregunta que dota de un sentido único a El guardador se interroga por lo que significa la naturaleza en tal estado de las cosas, más aún, si acaso la naturaleza significa “algo”. Su respuesta es lo que declara Caeiro en sus 49 poemas de verso libre.

La transparencia de sus versos permite observar el punto de vista de esta poesía natural: el poema es una cosa en el mundo tanto como lo son todas las demás cosas, como los árboles y los ríos, los rebaños o las ideas. Sin embargo, en esta aparente sencillez de agua clara se oculta un proyecto que pretende, al declararse, subvertir otras poéticas, profundamente analíticas, pertenecientes al dominio de una racionalidad decimonónica —el proyecto por antonomasia de la modernidad—:

Yo nunca guardé rebaños,

Pero es como si los guardase.

(…)

Ser poeta no es ambición mía.

Sólo es mi manera de estar solo.

(…)

Escribo versos en un papel que está en mi pensamiento,

(…)

Mirando mi rebaño y viendo mis ideas

O mirando mis ideas y viendo mi rebaño, (…)

Este poeta lo es porque es también el patrono de los campos y los pastores, recuerdo del viejo dios Pan, y así es como sus versos se enuncian siendo tan sólo la materia viva de lo que este resguarda y cuida, su rebaño o sus versos.

Caeiro no propone reunir una totalidad manifiesta y accesible pero dispersa por el mundo, como si las flores y las ideas fueran objetos que en un estado anterior y lejano hubieran estado juntas. En cambio, es frontal con su proposición: tanto el observador como la cosa observada no son más que la misma entidad, la racionalidad es un velo que ha escindido, desde los tiempos de Descartes, la mente del cuerpo, al cuerpo del mundo. Como si mundo y cuerpo fueran dominios distintos de lo real. Siendo ambas, cosa y parte, al mismo tiempo. Por ello es por lo que él dice, en cambio, “Lo que vemos de las cosas son las cosas. ¿Por qué habríamos de ver una cosa si hubiera otra?”, Caeiro niega fervientemente el hecho del alma como una entidad que se encuentra oculta, un misterio; se burla de los poetas místicos y sobre lo que estos dicen respecto al secreto del mundo.  Por ello habla —con mucho más que ligereza, más bien se trata de cercanía filial— incluso sobre el niño Jesús simplemente como un pequeño niño, el niño que todos hemos sido:

gozando nuestro común secreto,

que consiste en saber por todas partes

que no hay misterio en el mundo

y que todo vale la pena.

Pero niega también que exista algo divino y separado de todo lo evidente, porque los ríos y los campos, allá donde alcanza la vista son divinos ahora, no después en un paraíso ulterior —una especie de topus uranus en el sentido platónico—, puesto que no hay ensayo ni representación en la vida, ni en las ideas, ni en las ovejas y los trigos.  La vida tan sólo es.

Tampoco invoca con complacencia que la naturaleza, así sea comprendida como un racimo verde, es divina. Aunque lo admita de una forma similar en algún momento, pero tan solo para hacerse comprender mejor:

No creo en Dios, pues no lo vi jamás.

(…)

Lo llamo flores y árboles y montes, brillo de luna y sol;

Porque si él se hizo, para que yo viera,

Brillo de luna, sol y flores,

Es porque quiere que lo conozca yo

Como árboles y montes, como flores, brillo de luna y sol.

Llama en verdad a dejar de pensar en eso que los filósofos —modernos y antiguos— admitían, en la naturaleza como manifestación de la divinidad, pensando en ésta también como una primera forma de religión. En la naturaleza de Caeiro—contemplación que no distingue a los cuerpos de los cuerpos de agua, o de sol, o de matas verdes—, no hay observación de la naturaleza, los ojos no miran, no han crecido en el rostro para pensar sino para ser.

El poeta campesino proclama su verdad, la respuesta a sus preguntas, una verdad transparente, una verdad que no es verdad, ésa que encontró “al no buscarla”, esto es: no existe la naturaleza. “La naturaleza es partes sin todo/ ése es quizás el misterio de que hablan”.

En la antigüedad de las campiñas, los dioses y sus oráculos naturales, materia viva en mano de quien la trabajara, eran los medios por los que la sociedad de hombres y mujeres asentaban un sentido común sobre sí mismos, sobre su comunidad. Esto es, un sentido social. En la modernidad, en cambio, proclamada la muerte de todos los dioses paganos y en su momento también la del dios único del cristianismo, tal como lo auguraba un temprano nihilismo, será la razón que tome su lugar, la ciencia, y sucesivamente el caos.

¿Qué es entonces la naturaleza al lado de todo aquello? La naturaleza es una segunda cultura, reflejo de una humanidad que, perdida, cree aún en que aquello no es producto de su propia creación.  Pessoa lo expresa con sencillez: “Desenredarme y ser yo, no Alberto Caeiro/ sino tan sólo un animal humano que ha producido la naturaleza”.

Sin embargo, comprende de las dificultades que esto supone. La existencia se enfrentará siempre al constreñimiento del lenguaje obligándonos a mediar e interpretar el mundo en los términos de su propia mecánica, de ahí que los versos de Caeiro con simplicidad se alejen de la enfermedad excesiva de las formas. La poesía de Caeiro y su proyecto son, como el dios Pan, una poesía de la vida, dionisiaca por sí sola, que rehúye los caminos de la interpretación porque entiende que la vida no puede ser contenida en la vasija de las palabras escritas, tal y como ya lo advertía Friedrich Nietzsche en unas líneas de La voluntad de poderi:

“El mundo existe…

(…)

este mundo es la voluntad del poder y nada más. Y ustedes no son más que la] voluntad de poder y nada más.  

Nunca dejó de devenir y nunca va a dejar de devenir; nunca comenzó a devenir.

El mundo”

Su poesía natural como la vida —cualquier vida— es pura apariencia, no encierra secreto ni esencia, ello demuestra que esa distinción es también impostada. La vida, como la poesía, es algo que ocurre tanto como perderse al merodear por los bosques, zambullirse a voluntad o accidentalmente en el agua fría de un río en primavera, el dolor o en el llanto porque “Hay que ser infeliz de vez en cuando/ para intentar ser natural”. No hay secreto en lo que dice sobre sus versos, “la poesía es algo que me ocurre”, como caminar.

Referencias

Nietzche, Friedrich. La voluntad de poder, Edaf Editores, 2006.

Pessoa, Fernando. El guardador de rebaños, Los poemas de Alberto Caeiro I, trad. Juana Inarejos &Juan Barja Abada editores, Madrid, 2011.

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