-“Un soldado tolerará penurias innombrables en el campo de batalla a cambio de un simple pedazo de tela de colores”,
Napoleón Bonaparte
En el marco del bicentenario de la fundación del Heroico Colegio Militar en México, y sin duda en el espíritu de opacar el júbilo de dicha celebración, se estrenó el día 21 de septiembre de 2023 la película ‘Heroico’, una recolección de testimonios de las prácticas de tortura y violencia física, psicológica, económica y sexual que se viven al interior de los planteles educativos militares y navales.
Sólo una diminuta fracción de los casos de tortura vividos en el marco de la formación castrense han llegado al público en general: La recomendación 2/2016 de la CNDH fue emitida en contra de la SEDENA por la violación de un cadete de la Escuela Médico Militar. En 2017, el cadete de artillería Jorge Eduardo Sánchez Ortega murió intoxicado por una novatada conocida como la ‘coca artillera’ en el Centro Nacional de Adiestramiento. En 2018, la cadete Mary de la Escuela Mecánica de Aviación Naval fue agredida sexualmente.
Las estadísticas de incidencia de prácticas de tortura no son públicas, sin embargo, existe amplia evidencia estadística indirecta de que el personal militar no está de acuerdo con ellas. De acuerdo con la información pública de SEDENA, entre 1985 y 2022 se han desertado 402,104 soldados y otros 82,820 han solicitado su baja voluntariamente. Teniendo en cuenta que en promedio la SEDENA cuenta en promedio con 250,000 elementos, la totalidad de 2 ejércitos mexicanos se han desertado o dado de baja por completo en el lapso de las últimas 3 décadas:
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El dato es impactante, dentro o fuera de los canales legales, en al menos 2 ocasiones la totalidad del personal de la SEDENA ha dejado la institución. Si la vida castrense fuera de verdad tan plena, satisfactoria y edificante como la propaganda de reclutamiento afirma, la estadística sería muy diferente.
Los testimonios del personal que deja la institución son muy similares entre sí. Hartazgo ante las extorsiones (conocidas en el medio como ‘sangradas’), las golpizas, el robo de sus pertenencias, el trato desigual (algunos soldados están dispuestos a intercambiar favores sexuales a cambio de no montar servicios), la precariedad de la vida, el abuso psicológico, etc.
La película ‘Heroico’ narra sólo la superficie de la violencia que viven los cadetes y reclutas de nuevo ingreso a la SEDENA y la SEMAR. Muestra apenas lo mínimo que es aceptable para no convertir la película en un filme gore, pero muchas de las formas de tortura más sádicas de los planteles educativos militares nunca se muestran en pantalla. Faltaron las chavelitas, las marías, las judiciales, las cocas artilleras, el herrar al potro, la bolita de la amistad, el hacer salsita en el comedor, docenas de creativas y crueles formas de maltrato que por sí mismas ameritarían una serie de películas.
La apología en torno a la necesidad de estas prácticas viene acompañada de una concepción muy particular del valor y la masculinidad. La andreía, la virtud propia del varón soldado, exige la tolerancia de vejaciones y heridas que ponen en riesgo la vida para desarrollar el temple que necesitará en la batalla, para tomar decisiones en medio del fuego enemigo, para resistir mientras sus amigos agonizan a sus pies y persistir hasta la muerte o la victoria.
La realidad, sin embargo, es bastante menos romántica. Las novatadas/potreadas/torturas practicadas en estos ritos iniciáticos cumplen 2 propósitos más mundanos. El primero es desensibilizar al personal al sufrimiento humano. A base de repetición y práctica el elemento se convierte en un auténtico hijo de Marte, dios de la guerra, profesionista del arte del homicidio.
Ciertamente no es la única profesión que requiere de cierto grado de desensibilización. El cirujano, por ejemplo, no puede paralizarse ante cada tragedia humana que se encuentra. Su parálisis no es benéfica para el paciente, el médico es un hombre de acción, mientras es el rol de la familia empatizar con el paciente, el médico tiene como propósito la intervención para salvar la vida.
Los estudiantes de medicina sufren también de múltiples ritos iniciáticos y formas de violencia eminentemente psicológicas: el desvelo, el maltrato, la invalidación, los gritos, pero cuando menos la relativa cercanía con el público en general impone cierto límite de urbanidad a la violencia que se puede ejercer contra ellos (que sigue siendo inadmisible, siendo prueba de ello las huelgas de residentes en la historia mexicana). Los cuarteles militares en cambio están siempre alejados del público, patrullados por centinelas armados, y es en la opacidad donde hacen sepsis las prácticas más putrefactas de cualquier institución. Los vuelos de la muerte durante la guerra sucia, los asesinatos de estudiantes y opositores políticos, la desaparición de cuerpos en crematorios militares, la tortura de detenidos, la fabricación de culpables, son algunos de los pecados de los hombres de verde olivo cometidos tras sus muros de concreto y alambres de púas, ocultos del ojo público, cometidos en servicio de la lealtad y la obediencia.
El segundo propósito de las potreadas es instruir al recluta en la mecánica de su labor más esencial, la tortura y el interrogatorio de detenidos. Mientras SEDENA y SEMAR muestran una cara de sus temarios oficiales: supervivencia, esgrima con bayoneta, manual de operaciones en campaña, el verdadero aprendizaje profundo de un plantel educativo militar es la pedagogía de la tortura. Bajo eufemismos como el “obtener inteligencia”, los soldados salen a las calles bajo órdenes (siempre verbales, nunca por escrito) de obtener información del modus operandi de la delincuencia y exterminarle a como dé lugar.
Libros como “La tropa” de Daniela Rea y Pablo Ferri narran la tragedia de los soldados que cumplen sin chistar estas órdenes y, cuando son descubiertos por la prensa o el ministerio público, son abandonados a su suerte por el instituto armado. Los hijos de este bien calibrado sistema de pedagogía de la violencia se sienten traicionados, no porque se les hayan dado órdenes ilegales, no porque se les haya convertido en profesionistas de la tortura, sino porque la propia institución reconoce que los frutos de este sistema no pueden abrazarse ni comendarse en público. El ejército obra a través de los individuos pero puede prescindir de éstos. Si ejecuciones como las de Ayotzinapa, Palmarito, Tlatlaya o Nuevo Laredo se vuelven públicas, al ejército poco le cuesta sacrificar a algunos de sus humildes hijos con tal de preservar el frágil prestigio de las fuerzas armadas.
Para muchas personas dentro y fuera de las fuerzas armadas, la tortura en los planteles educativos militares no es un defecto de fábrica sino parte constitutiva del proceso de producción de tropas. La justificación con la que la defienden sigue una argumentación similar a la del sofista Gorgias: 1) La tortura en los planteles militares no existe. 2) Si acaso la tortura en los planteles educativos militares/navales existiese, sería para bien de los cadetes. 3) Quienquiera que denuncie la existencia de estos delitos (cuya existencia puede que ni si quiera estemos dispuestos a admitir), se asemeja en su conducta a los homosexuales y a las mujeres. Quien alza la voz para criticar esta pedagogía de la tortura es puto, es una niñita, estaría mejor en un colegio de monjas. El verdadero macho mexicano, el siervo de la patria es quien tiene la apertura de ser agredido sexual, física, económica y psicológicamente para dejarse moldear en el yunque y crisol formador de hombres de guerra que es el sistema educativo militar.
El problema de esta apología de la tortura es que aplica igualmente al entrenamiento de sicarios a manos del narcotráfico. Miles de los soldados desertados se han incorporado a las filas de la delincuencia organizada, siendo el caso más célebre el de ‘los Zetas’, integrado originalmente por personal de fuerzas especiales del Ejército Mexicano. Los soldados mexicanos han exportado estas novatadas a los campos de adiestramiento de sicarios, y muchos supervivientes de los campos de reclutamiento forzado de los cárteles narran haber recibido los mismos sacramentos de iniciación a la violencia durante su tiempo en cautiverio. Tablazos, privación del sueño, castigos colectivos, sirven igualmente al propósito de preparar al sicario para las balaceras, interrogatorios y desapariciones de enemigos del cártel.
El soldado mexicano y el sicario se entrenan con los mismos métodos, a cargo de los mismos personajes (militares), y trágicamente también provienen de los mismos orígenes y carencias.
Los ejércitos del mundo sobreviven a base de ofrecer a los más vulnerables de la sociedad las oportunidades que la justicia distributiva les ha negado: seguridad social, educación universitaria, comida, identidad y refugio. El ejército romano prometía ciudadanía y una pensión a todo aquel que sirviera un mínimo de 20 años en las legiones. Todo ejército ofrece por un lado una contraprestación económica (lo mismo que a cualquier mercenario), pero también ofrece un alimento al alma. No sólo de pan vive el hombre, portar un uniforme, llenarse de medallas, sectores e insignias, satisface la necesidad de reconocimiento inherente a cualquier ser humano.
El cártel también ofrece un pago similar a sus integrantes. Un sueldo superior al precario salario mínimo de la ley laboral mexicana y la promesa de pertenecer a una organización que le dotará de prestigio y reconocimiento. El narcocorrido, la versión más contemporánea de la épica, inmortaliza a los sicarios en leyendas de hazañas de muerte y gloria. El cártel convierte a los pobres jóvenes mexicanos en individuos que deben ser temidos y respetados. Si el joven antes, por su condición humilde era despreciado por la sociedad, se convierte al recibir un arma en juez y verdugo de sus propias causas. Todo valle puede ser elevado y todo monte puede ser reducido con la fuerza de las armas. Las armas son el árbitro supremo de todas las injurias, pueden iniciarlas tanto como pueden terminarlas.
De forma muy similar, el joven que causa alta en las fuerzas armadas es ungido de un aura de reconocimiento. Su uniforme, su estatus y su arma son la fuente de su reconocimiento social y prometen suplir todas las carencias económicas y afectivas.
Las fuerzas armadas mexicanas están compuestas por cientos de miles de víctimas y victimarios. Víctimas, porque todos, hasta los hijos de generales y almirantes, han tenido su dosis de los ritos de iniciación castrenses. Victimarios, porque todos en mayor o menor medida han replicado estas violencias en sus subordinados y en los ciudadanos con los que lidian. No es infrecuente que personas detenidas por los soldados lleguen con glúteos negros o huellas de electrocución, métodos de interrogatorio que aprendieron al ser reclutas, al ser las víctimas de las potreadas.
En septiembre de 2014 causé alta como cadete del Heroico Colegio Militar, y en ese sentido, soy testigo de primera mano de las vivencias relatadas en la película ‘Heroico’. De entre todo el infierno que viví, quizás una de las experiencias más impactantes de esa vivencia era atestiguar la escisión de la consciencia y la personalidad de mis superiores. Durante los días de franquicia (día libre), eran jóvenes de entre 19 y 24 años comunes y corrientes, con amigos, parejas, seres humanos perfectamente normales. Al regresar al Colegio se convertían en una pandilla de delincuentes y asesinos incapaces de la menor empatía con el sufrimiento humano. El Colegio era un universo separado, al que no le aplicaban ni las prohibiciones del derecho penal, ni del derecho militar, ni del derecho internacional humanitario. Ahí no había derechos, ni humanos, sólo obediencia, sumisión y silencio.
Esta disonancia cognitiva, esta escisión de la consciencia no siempre puede mantenerse, y con frecuencia la persona militar acaba por contaminar a la persona civil. Los militares, por ejemplo, tienen altísimos índices de violencia intrafamiliar donde ellos son los perpetradores. Recuerdo vívidamente el caso cercano de un general que llegando en estado de ebriedad, llamó a su hijo y le puso la pistola junto al oído. Al accionar el arma, le reventó el tímpano y lo dejó sordo para siempre de ese oído. El general evidentemente nunca pisó la cárcel por su delito, para las familias agredidas denunciar nunca es fácil no solo por el temor a represalias, sino también porque el agresor no es una persona cualquiera, es un ser querido.
Quienes claman por mayor fuerza y contundencia contra la delincuencia organizada ignoran que el Ejército ya lleva 17 años implementando estos métodos de tortura y desaparición forzada y han fracasado. No hay nada más que el ejército pueda contribuir a la guerra contra el narco, sus métodos ya llevan 17 años en las calles. Defender la militarización de la seguridad pública y la tortura en los planteles educativos militares implica desdibujar la línea que distingue a los criminales de las autoridades. Si como sociedad estamos dispuestos a claudicar nuestras leyes y valores para justificar la tortura de jóvenes de entre 18 y 22 años para convertirlos en asesinos profesionales ,la guerra entonces ya está perdida, deja de ser un esfuerzo de pacificación del país para convertirse en la mera confrontación de una pandilla armada (los cárteles) con otra pandilla (el Estado) por el control de un territorio.
Esa es la advertencia que realiza San Agustín en Civitate Dei: “Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de criminales a gran escala? Y esas bandas ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos. Abiertamente se autodenominan entonces reino, título que a todas luces les confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda profundidad le respondió al célebre Alejandro un pirata caído prisionero, cuando el rey en persona le preguntó: ¿qué te parece tener el mar sometido a pillaje? Lo mismo que a ti, le respondió, el tener al mundo entero. Solamente que a mí, que trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador.”