REGISTRO DEL TIEMPO
14/5/2025

El apagón

Luis Bazet

― ¡Viva México!

― ¡Viva!

Nuestro grito fue tan efusivo que debió confundirlos. Como para asegurarse de que ahí había algo, y que no solo nos habíamos dejado llevar, de la ventana de los vecinos de mi amiga volvió a escucharse:

― ¡Viva México!

Respondimos en especie. A modo de explicación, mi amiga añadió:

― ¡Tenemos un mexicano!

― ¿Mexicano? ―seguíamos gritando; omito los signos de exclamación por sencillez―. ¿Ah sí? ¿De dónde?

― Chilango ―tercié.

―Ah… chilango…

Risas en el balcón, seguidas de silencio.

― Yo soy de Jalisco, ¡cáiganle!

― Dennos el número y vamos.

― Ya están ―y nos lo dio―. Traigan chupe y hielos, si tienen.

― Tenemos vino como para matar a un elefante.

― Pues tráiganselo.

Nos terminamos lo que estábamos bebiendo, comimos un poco más de queso y cantamos una más; después pusimos las cuatro botellas de vino que nos quedaban (nadie especificó el tamaño del elefante) en mi tote bag amarilla de La Vaquita Negra del Portal, agarramos el candelabro doble de mano y nos pusimos en marcha.

Yo estaba en la fila del supermercado cuando ocurrió el apagón. Había hecho la compra para varios días y, como no tenía ganas de hacerla otra vez, me esperé a ver si volvía la luz. Los demás se dieron por vencidos bastante más rápido. Al final el personal me tuvo que correr.  

Hallé apaciguamiento, dentro de mi frustración, en reencontrarme con el protocolo latinoamericano de tener que mirar a un conductor a los ojos a través del parabrisas para acordar quién iba a pasar primero, dada la irrelevancia de los semáforos. Lo primero que realmente me llamó la atención fue ver a tanta gente en la calle con el celular en la mano y cara de desasosiego; noté antes eso que el hecho de que yo mismo no tenía señal. Por lo demás, no me preocupé. No me preocupé nunca, ni por un instante. Ni siquiera cuando pasé junto a la clínica dental y vi a los dentistas salir todavía con los guantes en las manos.

Cuando me terminé el segundo cigarrillo en el balcón de mi casa, llegué finalmente a la conclusión de que no iba a poder trabajar en el futuro cercano. Tenía tanto trabajo ese día, y tan urgente. No podía ni avisar que no iba a trabajar. Así que me senté junto a la puerta del balcón, que es la única entrada de luz natural al departamento, y me puse a leer. Terminé el ensayo de Margo Glantz que aparece en El ensayo. Núm. 1, antología de la UNAM, y después me eché a dormir.

Me despertaron los golpes en la puerta del departamento. Había apretado el switch para que la luz me despertase al volver, pero el cuarto seguía a oscuras. Volví a abrir la pueta del balcón para poder ver algo en el depa, y fui a la puerta.

― Padrino ―dijo mi roomie―, lo vienen a buscar.

Mis amigos entraron y se pusieron cómodos en nuestras sillas miserables.

― Vinimos a ver cómo estabas. Nos preocupamos ― esto último ya sonaba a broma, con la sonrisa que han puesto al decirlo―. ¿Quieres salir a jugar con nosotros?

Verdad es que, desde que dejé de jugar, nadie ha venido a tocar a mi puerta.

― ¿A poco ustedes también están sin luz?

― Luis, se fue la luz en toda la península ibérica.

Lo que sea que les pregunté después, lo grité. Nunca había escuchado de un país entero que no estuviera en guerra y que no tuviera luz, y ahora había al menos dos. (¿Andorra tenía luz?). Se me informó también que se estimaba que la electricidad tardaría en volver unas setenta y dos horas.

Me dieron permiso de bañarme. Tomé mis accesorios de aseo personal, me calcé mis sandalias de Bob Esponja, y tomé un baño de agua fría a oscuras. Luego fuimos a visitar a una amiga de mi amiga; no se nos unió. Después de ello, en el mismo supermercado del que poco tiempo antes me habían corrido y que ahora había decidido prender su generador, compramos queso, papitas, galletas y dos botellas de vino por cabeza, y nos fuimos al balcón de mi amiga a disfrutar del sol del fin del mundo.

El prospecto de no poder trabajar durante tres días fue, por decir lo menos, emocionante. Era realmente urgente lo que tenía que hacer y genuinamente me hubiera gustado hacerlo. Pero el hecho es que, desde que empecé a trabajar, no sé si he pasado tres días enteros sin trabajar algo, un par de mails al menos. Me dejé llevar.

Otros vecinos de mi amiga salieron a tomar el sol y platicar. Cuando cayó la noche y uno de ellos consiguió por fin prender un asador a la luz de las velas, sus amigos le aplaudieron; después le aplaudimos nosotros, y luego otros vecinos, y así inició la serie de vivas gracias a la cual fuimos invitados a la fiesta. ¡Visca Catalunya!, ¡viva Argentina!, ¡viva Pedro Sánchez!, ¡viva México! Resultó ser que el de Jalisco ni siquiera vivía ahí; como otros varios de los presentes, también era invitado. Peu importe. Compartimos el vino y nos conocimos.

A una chica del departamento el apagón le había tocado en su primer día de trabajo.

― Lo que me da miedo es que durante la noche vuelva la luz y tenga que ir a trabajar mañana.

― Mañana no trabaja ni dios.

Dios sí obró, empero. Hacia las dos de la mañana, cuando ya todos de cualquier modo nos estábamos yendo a casa, alguien vio luces en los otros edificios, y prendió la de la sala. El apagón se acabó.  

― Me cago en el misterio ―dijo toda la península ibérica.

Todos los que estaban en Portugal o España tienen su historia de aquel día. Algunas de estas, válidamente, presentan punzantes reflexiones y moralejas edificantes. Un tic que debo a mi formación quisiera propulsarme en una dirección similar. Pero, aunque se olvide con frecuencia, el compromiso de los filósofos no es con la profundidad ni con la inteligencia. Es con la verdad. Y la verdad a veces —quizás las menos— es un disfrute soso, una indolencia.

Arte en portada
Alabama, Noeman Lewis, 1960

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