REGISTRO DEL TIEMPO
9/7/2025

Contra el disimulo ilustrado *

Armando Chaguaceda

[Este texto puede resultar incómodo a alguna gente, incluidas personas que aprecio y que me importan. No deseo lastimar a nadie, en particular. Pero si mis palabras (les) resultan molestas, la realidad lo es todavía más. Y nos lastima a muchos. Escribir esto es, en parte, la confesión de un fracaso personal. El reconocimiento de una derrota colectiva. La amarga constatación de que —como sociedad y en particular como academia— en México no supimos, pudimos o quisimos detener lo que nos ha traído aquí. Incluso, que lo propiciamos ]

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Cada profesión necesita ciertas condiciones —materiales, institucionales, culturales y hasta morales— sobre las que desarrollar su quehacer. No toleramos un galeno asesino, ¿verdad? Tampoco a un ingeniero analfabeta en matemáticas, ¿cierto? Mucho menos un piloto con fobia a las alturas, ¿correcto? ¿Por qué, entonces, debemos naturalizar que se impongan, en una academia mexicana crecida —en el último cuarto de siglo— bajo las condiciones de una imperfecta pero real libertad, los usos y costumbres de la servidumbre voluntaria?

Entiendo perfectamente la multiplicidad de pulsiones humanas. Existe el miedo, fundado en las amenazas cada vez menos veladas de quienes hoy mandan. Pulula el cálculo, de quien apostó —junto con sus padres— a forjar un patrimonio familiar desde la profesión universitaria. Sobrevive la creencia, rayana con la estupidez y el fanatismo religioso, que sublima una ideología falaz para maquillar la más vulgar e implacable ambición de poder. Todo eso —temor, ambición, dogma— forma parte de la peor faceta de la condición humana, en cualquier sistema social. Máxime en uno que se enrumba, de modo raudo pero extrañamente silencioso, al despotismo.

Pero lo que en realidad me enerva, de todo lo que nos rodea en la academia y las universidades —y no solo en “la provincia” — es el auge del disimulo. Ese acto de aparentar que no pasa lo que sucede. Que no hay colegas censurados o sancionados, que no hay temas vetados, que no hay instituciones capturadas hasta la mediocridad y desfiguradas hasta la ignominia. Que en no pocos planteles e institutos de Derecho, Ciencias Sociales y Política se realicen ahora eventos vacíos de sentido, repletos de bostezos, reducidos a rituales. Tribunas donde parece que vivimos, en efecto, en Dinamarca, en vez de en algo a medio camino entre nuestro pasado reciente y el presente venezolano.

Lo de Venezuela, por cierto, lo conozco muy bien. Allí las universidades decidieron resistir desde muy temprano, lo que se les venía encima. Mal les fue, mal les va, dirán algunos, por abocarse a hacerlo. Los desmiento: gracias a ello, aun quedan allí notables academias y académicos, en medio del terror, dignos de tal nombre. No se si será ese nuestro futuro. Veo, en su lugar, algo parecido al presente de Rusia. Mucho imperio, poca civilidad. Demasiada anuencia y, recalco, disimulo.

Me duele y molesta escribir esto, porque tengo varios amigos en la academia enredados en tan perversa dinámica. Son muchos: varios son directivos, la mayoría investigadores y profesores de planta. A algunos les he intentado alertar: si no quieren enfrentar háganse a un lado, pero jamás convaliden con su voz y su cargo. Pero en su mayoría creen, ingenuamente, que sobrevivirán —ellos y sus instituciones— ejerciendo el arte del disimulo. Aplaudiendo y aconsejando gentilmente. Sin asumir que cuando conceden, cada mañana, aumentan el costo de su genuflexión a la jornada siguiente. Complican el futuro del país que van a legar a sus hijos. Y elevan, con su rendición prematura, el precio de la resistencia colectiva, cuando la aceptación se vuelva intolerable.

Nací y crecí en una dictadura. Conseguí desarrollar mi profesión en las oportunidades de una democracia imperfecta. Puedo reconocer, desde lejos, el hedor insoportable del miedo, la sumisión y el abuso autoritarios, en mi carne y la ajena. Los huelo hoy cada vez más, en mis proximidades. Por todo eso, sin la más remota vocación de mártir, he decidido renunciar a la idea de sumarme a la normalización, a la adaptación pasiva a los “nuevos tiempos”. Resistiré, en tanto encuentre en ello algún sentido, práctico o moral. Diré adiós, cuando entienda que no hay solución en los plazos y formas de mi propia vida.

Pero no me conviden, colegas, aun con sus mejores intenciones, a sumarme al disimulo. No me inviten más a un evento, a un libro, a una ceremonia, forjados desde la simulación miserable de aquello que no ocurre. No mientras nos están jodiendo a casi todos, en casi todo, casi todo el tiempo. Porque con la suma de esas pequeñas traiciones personales y cotidianas, tantas veces repetidas, bordamos el manto trágica de nuestra rendición colectiva.

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