REGISTRO DEL TIEMPO
29/10/2025

Gaza: saber que vas a morir

María Carolina Maomed

Michael Polanyi escribió que “la característica más sorprendente de nuestra propia existencia es la sensibilidad”. Quién sabe. Hace un par de meses, el titular de la portada del diario El País, denunciaba: “Gaza se muere de inanición: ¿Por qué nos están matando de hambre?”. En la nota, del periodista palestino Mohamed Solaimane, se incluye la imagen de Yazan Abu Ful, un niño de dos años cuya famélica silueta en “proceso de disolución física, espiritual y social” parece recordarnos que “el mundo ya no necesita esperar el infierno”. Un niño muerto en vida. Una figura que hiela la sangre y nos sume en un abismo.

El niño permanece de espaldas. ¿Sus ojos estarán abiertos?, ¿sus cuencas, desnudas? ¿Mirará a alguna parte? ¿Tendrá fuerzas para hacerlo? ¿Qué mirada será la suya, la del miedo, la del rencor, la de la muerte? Hay algo impenetrable en la fotografía que proyecta un horror mudo sobre el dilatado silencio sobre el genocidio. ¿Por qué no “vemos” el mal en el infierno de Gaza? Simplemente porque “el mal no puede distinguirse del fondo de un universo cotidiano moralmente indiferente” (G. Anders).

¿Cuál es la relación de la imagen con la realidad? No sólo postula calles y casas fantasmales, el martirio del hambre y la crueldad del porvenir, con más precisión describe un universo interior resquebrajado, brutal y vacío que sucumbe ante sí: cuando el campo visual de la foto se amplía, lo que vemos es el interior mismo del ser humano. Lo que revela es aquello que permitimos, lo que estamos dispuestos a soportar, eso que somos. Como ésta, las imágenes de la atrocidad nos hablan, dicen “esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo” (S. Sontag).

¿Qué más podemos interpretar de la fotografía? La simpleza de su jerarquía perceptiva contrasta con la enormidad de sus significados: el inexorable espanto de la guerra, la abyección de los intereses dinerarios, la postración de las naciones, la negligencia, la debilidad, el olvido, la ceguera, la indiferencia, la degradación de todos nosotros. Ante el poder ilimitado de los opresores, de los depredadores y tesoreros de la tierra, de los que observan y sentencian, escurren por el demacrado rostro del mundo críticas discretísimas como lentas lágrimas de abatimiento.

“Los inquebrantables, ¿cómo lo hacen? Los imperturbables, ¿de qué están hechos? Cuando todo ha terminado ¿qué respiran? Cuando el silencio se impone, ¿qué escuchan? Cuando lo caído no vuelve a levantarse, ¿cómo caminan? ¿Dónde encuentran una palabra? ¿Qué brisa les acaricia las pestañas? ¿Quién abre para ellos el oído muerto? ¿Quién susurra el nombre helado? Cuando el sol de los ojos se extingue, ¿Dónde encuentran luz?” (E. Canetti).

Las víctimas de Gaza son conscientes de que la población mundial las observa desde lejos. Saben también, como todos, que nadie irá a salvarlos, que un huracán de silencio los mantendrá ocultos en los sótanos de la humanidad. Saben, ni duda cabe, que morirán de inanición o por el fuego israelí y que las respuestas que buscan en el cielo caerán como misiles. Para nosotros, los que cobardemente respiramos y miramos de reojo, los que nos escandalizamos con moderación y dormimos a pierna suelta porque las bombas caen siempre lejos, esa certeza del fin es, dolorosamente, el espejo del oprobio de ser humanos. Puede que nuestra moral occidental, más pronto que tarde, tenga que reconocer, como escribió G. Anders, que “las éticas religiosas y filosóficas que han existido hasta ahora se han vuelto, sin excepción, completamente obsoletas; ellas estallaron con la bomba en Hiroshima y fueron exterminadas con las víctimas en Auschwitz”. Y en Gaza.

El infierno tiene sus cifras: casi todos los hogares destruidos, prácticamente toda la población desplazada, miles de niños asesinados, decenas de miles de personas muertas, cientos de miles en estado de hambruna.

Más allá de la semántica del color y la forma, reconocemos en esa textura de tinieblas el gesto pendular del siglo: que la vida ya no significa nada. Si acercamos el oído escucharemos el ruido de los huesos que se rompen, los nervios que se disuelven, los órganos que ya no se acomodan al cuerpo, el cerebro que estalla, el alma que sobra.

¿Acaso se puede hacer otra lectura de este turbador reflejo de nuestro ser? Ante un espectador inalterable, un Clov paralizado y penoso, resuena el eco sombrío de un profético Hamm de los tiempos que corren: “Un día te dirás, Estoy cansado, voy a sentarme, y te sentarás. Luego te dirás, Tengo hambre, voy a levantarme y hacerme la comida. Pero no te levantarás. Te dirás, No debí sentarme, pero ya que me he sentado permaneceré sentado un poco más, luego me levantaré y me haré la comida. Pero no te levantarás ni te harás la comida. (Pausa.) Mirarás un momento la pared, luego te dirás, Voy a cerrar los ojos, quizá duerma un poco, después todo irá mejor, y los cerrarás. Y cuando los abras ya no habrá más pared. (Pausa.) Lo infinito del vacío te rodeará, los muertos de todos los tiempos, resucitados, no lo llenarán, y estarás allí como una piedrecita en medio de la estepa. (Pausa.) Sí, un día sabrás lo que es eso, serás como yo, salvo que tú no tendrás a nadie, porque no te habrás apiadado de nadie y porque ya no habrá nadie de quien apiadarse” (S. Beckett).

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