REGISTRO DEL TIEMPO
19/10/2023

El uso de las víctimas

Javier Sicilia

“Las víctimas —escribí alguna vez en la revista Proceso (“El retorno de la criminalización”)— somos incómodas”. Lo somos para el Estado porque nuestra presencia lo acusa. Señala su fracaso o su maldad. Lo somos para los otros porque traemos a sus vidas y sus alegrías el horror y la muerte. En ambos casos, la respuesta es el rechazo o el olvido. Primo Levi, uno de los primeros y más importantes testigos de los campos de exterminio nazis, tardó muchos años en encontrar un editor que publicara el primer libro de su imprescindible trilogía sobre Auschwitz. Pueden ser también cómodas si las víctimas se refieren a un país distinto. Señalan la barbarie de los otros y nos hacen sentir, hipócritamente, nuestra civilidad. En Estados Unidos, nos recuerda Susan Sontag, hay un Museo Conmemorativo del Holocausto y el proyecto —no sé si se realizó ya— de un Museo y Monumento al Genocidio Armenio sucedido a inicios del siglo XX. Pero no existe un Museo de la Historia de la Esclavitud. “Contar con un museo que haga la crónica del colosal crimen de la esclavitud africana en Estados Unidos de América sería reconocer que el mal se encontraba aquí”. Yo agregaría, que el mal está todavía allí de otra manera. La violentación a los derechos de los afroamericanos en ese país se ha vuelto a actualizar con la guerra contra las drogas. El libro de Michelle Alexander, The New Jim Crow. Mass Incarseration in the Age Colorblindness (2012), es, en este sentido, inequívoco. Los estadounidenses, dice Sontag, prefieren imaginar que el mal de la esclavitud nunca habitó en Estados Unidos, una nación única, sin dirigentes de probada malevolencia a lo largo de toda su historia. 


México no es la excepción. Si ha podido documentar la memoria de sus guerras —la de Independencia o la de la Revolución—, se niega a documentar sus crímenes. El horror que desde hace más de una década vivimos —desapariciones y desapariciones forzadas, asesinatos tan cruentos como aterradores, migraciones inmensas, maltrato, desprecio y desapariciones de migrantes centroamericanos— es un asunto que el Estado y sus gobiernos buscan ocultar frente a la imposibilidad de desaparecerlos de ciertas memorias colectivas o de administrar —es el caso de Ayotzinapa— hasta que logren reducirlo a un anécdota más, a un caso aislado, como el propio movimiento de Ayotzinapa se ha encargado de hacer, por desgracia.


El mismo Museo de Memoria y Tolerancia, el mejor que tiene México sobre varias de las más espantosas masacres del siglo XX, no tiene, como Estados Unidos en relación con la esclavitud, una sala que muestre el horror de lo que nos sucede. Ciertamente ha hecho algunas exposiciones —la que conmemoró los tres años del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad o la de los papalotes que Francisco Toledo produjo en memoria de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa—. Pero no hay una sala permanente y en constante actualización que documente la barbarie del país. No hay allí una memoria abierta que todos los días nos enfrente con lo que no queremos asumir y buscamos olvidar. 


Esto, por desgracia, muestra no sólo la incomodidad de las víctimas cuando pertenecen a nuestra historia o su comodidad cuando nos son ajenas, sino su uso. El recuerdo del horror que sucede o sucedió en otras latitudes y el borramiento o el recuerdo intermitente —otra manera del olvido— de lo que nos sucede como país funcionan en la lógica de los Estados y de la mayoría de los ciudadanos como una forma de fingir que se mantiene una estabilidad social y de que todo, no obstante, está bien. Por el contrario, mantener viva la memoria de lo que nos sucede no es sólo peligroso para el poder, es también una manera de romper la indiferencia de los que se niegan a ver, a asumir y a comprometerse. Enfrentarnos a nuestra barbarie, hacernos sentir cada día que quienes sufren son seres humanos como nosotros y gente que vive con y entre nosotros es obligarnos a salir de nosotros para detenerlo y evitar el innoble uso que hacemos de las víctimas.


Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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