Ulises nació en el seno de una familia de clase media en contexto urbano. Madre médica, padre ingeniero, ambos con bastante trabajo como para dedicarle mucho tiempo de calidad a su hijo único que llegó medio de improvisto, sin mucha planeación. Eso no impidió que se sintiera amado, por lo menos tal y como sus padres pudieron hacerlo dadas sus circunstancias laborales. Nunca le faltó nada, asistió a buenas escuelas, aunque no necesariamente era el más aplicado ni el más popular. Tampoco había mucho dinero en la familia, ya que sus padres venían desde abajo sin herencia o riqueza familiar.
Cuando Ulises tenía 15 años, a su madre le detectaron cáncer de mama. Después de unos meses de incertidumbre y la operación correspondiente, la madre logró salir del cáncer y hasta la muerte de Ulises no tuvo recidiva. Pudo apoyar a Lídia en los cuidados de Ulises, especialmente al final, cuando Lídia más se encontraba en negación y rechazaba la aceptación de Ulises. Su padre, más seco, también estuvo presente, pero en menor medida.
Después del cáncer de su madre, Ulises contrajo un cierto miedo a la muerte y una suerte de enojo contra el Dios que le habían enseñado en la escuela católica. Sí, su madre seguía viva pero no gracias a Dios, sino a los médicos. Se concentró en la ciencia, estudió ingeniería en una universidad pública. Ahí conoció a Lídia, una joven estudiante de derecho. Inteligente, linda, divertida, pronto se enamoraron y comenzaron una relación con los respectivos altibajos. Después de cinco años de relación, se embarazaron y decidieron casarse. Llenos de esperanza, se mudaron juntos y comenzaron su vida matrimonial. Isabel nació sana, Lídia consiguió trabajo en un despacho en el que poco a poco fue ascendiendo, mientras que Ulises comenzó a trabajar para una empresa trasnacional que fabrica maquinaria de excavación para minas.
Ulises no amaba su trabajo. En algunos momentos sentía remordimiento de conciencia, especialmente cuando se ponía a pensar la utilidad de las máquinas que ayudaba a diseñar y a construir. Pensaba que podría estar haciendo algo más benéfico para la humanidad, utilizar sus talentos de ingeniero para ayudar a otras personas y no para perjudicarlas con la construcción de maquinaria que ayudaba a explotar el planeta. No encontraba, sin embargo, eco en Lídia, quien parecía siempre querer un mayor nivel de vida, más seguridad social para ella e Isabel, mejor educación para su hija, etc. Ulises, poco a poco, fue enterrando sus sueños de ayudar a otros, y su confianza ciega en la ciencia, cimentada originalmente en el odio a Dios por haberle enviado el cáncer a su madre, se convirtió en su único disfrute, porque en realidad ya casi no veía a su hija y la relación con Lídia, sin bien respetuosa, comenzaba a enfriarse.
Una noche, después de tomarse un baño de regreso del trabajo, Ulises sintió un dolor extraño en su costado. Al principio no le dio mucha importancia, pero el dolor continuó toda la noche y en lugar de disminuir aumentó. Preocupados, buscaron una consulta médica con un amigo de la madre de Ulises, quien les remitió de inmediato a la sección de oncología del hospital y a las pocas horas se confirmó el diagnóstico: cáncer en fase avanzada. Lo único que había que hacer eran las quimios para alargar un poco el pronóstico de vida.
La pesadilla había vuelto. Ya no era su madre, sino él, su propio cuerpo el que estaba siendo víctima de la aleatoriedad de un Dios caprichoso, que pareciera jugar a los dados con el destino de su creación o por lo menos era todo menos bueno y justo, ¿pues cómo podría serlo permitiendo que personas buenas e inocentes sufrieran? Y peor aún ¡que Isabel sufriera! Podía aceptar que su cinismo al negar a Dios ante la enfermedad de su madre le mereciera esta enfermedad, ¿pero por qué tenía que pagar Isabel por esto? Además, ¿qué hacía pensando en Dios?, ¿no lo había negado justamente hace 20 años?, ¿no creía únicamente en la ciencia?, ¿por qué volvía a aparecer? ¡y justo ahora!
Todo lo anterior y muchas cosas más comenzaron a dar vueltas por la cabeza de Ulises en el instante que escuchó el diagnóstico de los labios del doctor. Lídia lloraba y hacía preguntas. Él, en cambio, simplemente se quedó frío mientras dilucidaba una teodicea en su interior.
“¿Qué le vamos a decir a Isabel?” Se preguntaron en el carro de regreso a casa. No tenían ni la más remota idea de cómo afrontar esta situación. Pasaron los días y Ulises aceptó la quimio. No podía postergar más el diálogo con Isabel. Pronto su cuerpo comenzaría a deteriorarse, incluso podría morir en cualquier momento. Lídia estaba concentrada en preparar la casa para que Ulises pudiera tener su espacio e Isabel no presenciara los efectos del tratamiento. La idea de Lídia era luchar hasta el final, no dejar que su marido muriera, no sin una batalla. Ulises, quien al principio no sentía la fuerza para tomar la decisión por sí mismo, se dejó guiar por las indicaciones de Lídia, a quien consideraba más apta y menos emocionalmente confundida. Cosa que no era necesariamente cierta, pero por lo menos así aparentaba.
Isabel, de 7 años, comprendió que su papá estaba enfermo. Ella había estado enferma antes. Gripa, infección estomacal, era lo que ella conocía. Poco a poco se fue percatando que su padre no se ponía mejor, sino al contrario, empeoraba. Pero veremos esto más adelante, por ahora volvemos a Ulises, quien había aceptado las quimios y, siguiendo el impulso de Lídia, se dedicó a luchar contra el cáncer.
El primer año fue así, una batalla total. Quimios que devenían en noches y noches de pesadilla. Ulises veía cómo Isabel sufría al ver tan mal a su padre. Este se perdió todas las actividades y acontecimientos importantes en la vida de su hija durante aquel año. Y si bien las quimios parecían ralentizar el avance del cáncer, en realidad no se veía que hubiera una salida real de su situación.
Los últimos dos meses de aquel año, sin dejar las quimios, comenzó a buscar terapias alternativas. Dietas, homeopatía, incluso hasta probó meditaciones, reiki e imanes. Estaba desesperado, y no necesariamente por sanar, sino por encontrar una terapia que le permitiera estar más o menos funcional durante lo que le quedara de vida, en vistas a compartir sus últimos momentos con su hija y no pasarla en cama recuperándose de las quimios. Finalmente, no fue una terapia alternativa la que le brindó este regalo, sino lo que Ulises mismo nombró después como “el reencuentro con el Dios que yo había negado por haberlo malinterpretado”.
Todo ocurrió una noche en la que Lídia iba a dejar a Isabel a casa de unas amigas. Ulises venía de unas quimios que lo habían destrozado de forma particularmente fuerte. Se sentía abatido, derrotado tanto física como mentalmente en esta “lucha” en la que había decidido entrar. Su único horizonte, desde que le dieron el diagnóstico, había sido derrotar al cáncer por amor a su hija, pero ahora se daba cuenta de que en realidad tenía miedo. Lo tuvo desde el principio, desde el momento en que la palabra “cáncer” surgió de los labios del doctor un año atrás. Su hija, sí, la amaba, pero en realidad era su escudo para no enfrentar su realidad. Él no superaría el cáncer, a diferencia de su madre, él moriría. Entonces se remitió a la enfermedad de su madre y al momento en que él decidió ya no creer en Dios por considerar injusto lo sucedido. Recordó también la recepción de su diagnóstico, cómo en aquella fría oficina del oncólogo del hospital había pensado en Dios por primera vez en 20 años, aunque sea para volver a quejarse y encararle su injusticia.
“¿Y si estoy equivocado?” pensó. Al parecer nunca había dejado de creer en Dios, simplemente le había hecho la ley del hielo, como Isabel una vez le contó que una niña se lo hizo en el colegio a otra compañerita y las maestras la enviaron con la directora para regañarla. Sabía que Dios estaba ahí, o por lo menos su creencia en Él. Simplemente estaba dolido por el cáncer de su madre y había decidido ignorarlo, sacarlo de su vida, pero nunca había dejado realmente de creer. La prueba era la rapidez con la que Dios había llegado a su mente al recibir el diagnóstico. Pudo haber pensado en cualquier otra cosa. En hacer preguntas, como lo hizo Lídia, o incluso en Isabel, como según él era su prioridad. Pero lo cierto es que no era así. Isabel no era su prioridad, era su escudo, su excusa, para no abordar el problema desde su raíz. No podía sentir miedo porque estaba enojado, enojado con Dios, como si los 20 años entre los dos cánceres, el de su mamá y el suyo, hubieran sido un simple abrir y cerrar de ojos. De pronto era ese mismo joven de 15 años sin mayores herramientas para sobrellevar la enfermedad mortal de su madre. Sí, era el Ulises de 15 años, lleno de ilusiones y sueños, todos destrozados por el peso de una realidad que él no pidió y que no se sentía capaz de cargar.
Por primera vez desde su diagnóstico sintió miedo, miedo de verdad. Un vacío se abría en la oscuridad de su cuarto lleno de medicamentos, ensures y vómito. El suelo se resquebrajaba a sus pies. El abismo se hizo presente. Un vértigo fatal le invadió por completo. Un grito seco, como mudo, intentó salir de su garganta. No era que le faltaran fuerzas, simplemente el aliento de vida había abandonado su cuerpo y no podía expresar el horror que le invadía. Se sintió solo, terriblemente solo, desvalido. En ese momento, aunque hubiera entrado su propia hija o su propia madre a su habitación y le abrazaran, no hubiera tenido ningún efecto de calidez en la glacial ausencia que sentía hasta la más remota esquina de sus huesos.
“Moriré, moriré…” repitió varias veces Ulises en medio de sollozos sin lágrimas.
Pensó en terminar con todo. “¿Para qué esperar?”. Podía poner fin a esta sensación simplemente insoportable. No tenía idea cómo, pero seguramente podía pensar en algo antes de que Lídia regresara. Había visto películas donde la gente se suicidaba, incluso un compañero suyo de la prepa se suicidó tomándose todos los antidepresivos de su padre. Volteó a ver las cajas de medicinas. Bastaba con tomar un cóctel de todas ellas y estaría hecho. Su sufrimiento acabaría y esa sensación de vacío desaparecería.
Intentó alcanzar la jarra de agua para servirse un vaso y entonces la vio vacía. No había agua… no había agua… no había… no…
Algo sucedió en ese instante. Nunca supo Ulises explicar exactamente qué, pero al percatarse del vacío de la jarra de pronto pensó en llenarla de agua y, simultáneamente, se dio cuenta que, al igual que el vacío de la jarra podía ser llenada con el agua, el vacío que él experimentaba en ese momento también podía ser llenado. Desde lo más recóndito de su memoria reprimida, apareció una frase que había escuchado en sus clases de religión en la escuela y que le había llamado la atención antes de la enfermedad de su madre: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados; yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde.”
Las palabras del evangelio comenzaron a fungir como bálsamo. Comenzó a experimentar una paz de la cual no había tenido noticia antes. No sabía de dónde provenía, pero la relacionó con la frase de la Biblia y pensó de nuevo en Dios. Sintió una Presencia a modo de Ausencia, un vacío que podía y pedía a gritos ser llenado. Más aún, percibió como quien sospecha u olfatea algo que apenas capta con sus sentidos pero que sin embargo está seguro que está ahí, que eso que podría llenarlo quería de hecho llenarlo, que era su más grande deseo y que había estado esperando mucho tiempo el permiso para llenar su vacío. “Sí” dijo Ulises en su interior, “sí quiero”.
En ese momento surgió el auténtico sollozo acompañado por lágrimas. Compunción repleta de arrepentimiento por una vida desperdiciada en enojo, en duelo mal llevado, en esconder su miedo detrás del amor a hija, de un matrimonio rutinario y un trabajo que pagaba las cuentas pero no le brindaba nada más. Y en medio de la compunción, la Presencia, la sanación, el abrazo, la aceptación, la erradicación del miedo y una paz perpetua que parecía no se iría nunca.
Esta sensación le acompañó aproximadamente una media hora. Después fue disminuyendo y poco a poco Ulises cayó en un apacible y reparador sueño. Al despertar, a la mañana siguiente, Ulises vio a Lídia a su lado. Estaba sorprendida de verlo tan profundamente dormido. Ulises parecía particularmente descansado y en paz, hasta risueño. “¿Qué había pasado?”.
Isabel se había quedado a dormir con su amiga y era sábado, así que Lídia no trabajaba y tenían todo el día para ellos. Ulises aprovechó para contarle todo a Lídia tal y como pudo. Lídia, primero escéptica, escuchó con atención y cierta condescendencia. “Si le hace sentir mejor, que crea lo que sea, seguro son los medicamentos”, dijo para sus adentros.
Así pasaron la primera semana, que pronto se convirtió en un mes. Lídia comenzaba a desesperarse. Ulises ya casi no quería recibir las quimios, ponía excusas para no tomarlas. Parecía que había perdido su espíritu de lucha, y aunque físicamente iba empeorando, anímicamente se veía bien, pero no un bien de motivación, sino de aceptación de su destino. Eso ella no lo podía aceptar. Para colmo, había estado viendo series con temática religiosa, leyendo novelas basadas en vidas de santos, documentales sobre budismo y todo esto lo compartía con Isabel, quien lo único que quería hacer era llegar corriendo de la escuela para ver este tipo de materiales con su papá. Así pasó el segundo año de la enfermedad de Ulises.
Para el tercer año, Lídia sentía un peso inmenso sobre sus hombros. Los dos años anteriores Ulises había hecho homeoffice, pero ahora ya no tenía fuerzas ni para eso y la empresa, aunque siguió apoyándolo económicamente, ya no le respetó su sueldo y ella tenía que trabajar extra para poder seguir pagando el colegio de Isabel, mientras también tenía que pagar enfermeras para que cuidaran a Ulises. Al llegar a su hogar, Lídia encontraba a un marido enfermo en cama que solo hablaba de Dios y a una hija cada vez más interesada en los delirios de su padre. Ella, en cambio, lo único que le atraía de su casa era el alcohol que sacaba del gabinete al dormirse Isabel. ¿Sexo? Lo deseaba, con tal de sacar el estrés de su cuerpo, pero Ulises no era capaz siquiera de tener una erección, además se había convertido en un mojigato. La masturbación funcionó al principio, pero quería el calor de un hombre, ser penetrada por una verga de verdad y no por un dildo barato que le regaló su prima. En varias ocasiones salía por la noche a bares vestida provocadoramente con la intención de ligarse a quien fuera, pero en cuanto comenzaba a tener entrada con algún hombre sentía un gran remordimiento y rápidamente lo alejaba y regresaba a casa. Nunca se atrevió a abrir este tema con Ulises. Pensó que la juzgaría desde su nueva visión religiosa de la vida, que le contaría todo a Isabel o algo por el estilo. Poco a poco comenzó a crecer un fuerte remordimiento hacia Ulises, por haberse enfermado, por no satisfacerla sexualmente, por no apoyar económicamente, por haberse hecho religioso…
Dos años antes de la muerte de Ulises, éste había comenzado a conversar con personas en internet acerca de su conversión. Hizo un blog en donde diariamente subía alguna reflexión o recomendaba algún libro, podcast o video que le había ayudado en su difícil situación. Isabel estaba fascinada con su papá. Quería que la cambiaran a una escuela católica. Sentía que su papá se iba a curar y de nuevo serían una familia feliz. Lídia, por el contrario, pensaba que la situación iba de mal en peor. Ulises había abandonado las quimios por completo. Ya ni siquiera luchaba, ella tampoco quería que lo hiciera. Una parte de ella deseaba que ya muriera, pero cuando se permitía este tipo de pensamientos inmediatamente los bloqueaba por vergüenza. Lo que sí comenzó a hacer, siguiendo el consejo de sus amigos del trabajo, fue la redacción de un testamento preparando la muerte de Ulises. El testamento estaba bien elaborado dada la situación, pero Ulises se negaba a firmarlo. En realidad solo daba largas. No es que creyera que se fuera a sanar, eso ya le daba igual, simplemente le parecía demasiado terrenal preocuparse por algo así como un testamento. Lamentablemente, Ulises no recibió acompañamiento espiritual después de su conversión, por lo que se dejó llevar por ideas muy dualistas desatendiendo cosas importantes para las personas que le iban a sobrevivir. Lídia no tuvo otra opción más que llevar la situación a juicio. El juez obligó a Ulises a firmar después de año y medio de trámites, seis meses antes de su muerte.
A partir de entonces Ulises decayó. Tenía la misma paz que antes, pero se sentía totalmente abatido físicamente. Lídia y él ya prácticamente no hablaban e Isabel, ya con 12 años, captó que su padre no sobreviviría y comenzó su propio proceso de duelo. Para cuando Ulises murió, Isabel todavía se encontraba en negación y no quiso verlo en sus últimos momentos, los cuales fueron tranquilos pero solitarios.
Arte en portada
Between Darkness and Light, Marc Chagall