REGISTRO DEL TIEMPO
6/8/2025

Manos que dialogan aparte

José Manuel Velasco

En las primeras páginas de su Carta al Greco, Kazantzakis escribe que la memoria de sus padres habita en sus manos: “Solo en mis manos habita su presencia: mi padre en mi mano derecha, mi madre en la izquierda”. Esta confesión es parte de la biografía que Nikos Kazantzakis hace de sí mismo y que, entre otras peculiaridades, expresa cómo el pasado encarna y se manifiesta en las distintas partes y rasgos de nuestra anatomía.

Si bien es común heredar orejas, ojos o nariz de esta o aquella familia; hablar de las manos es infrecuente, quizá porque —como sugiere Kazantzakis— estas tienen una suerte de independencia o autonomía, como si las manos fueran, cada una por su lado, criaturas aparte, dotadas de inteligencia y voluntad propias. También porque las manos se asocian a una huella personal, al modo particular en el que cada quien se hace cargo del mundo; por eso, heredar las manos de otros puede ser inquietante.

Este motivo lo han explorado cineastas y escritores desde hace tiempo (ahí están La Mano Encantada de Nerval, La Mano de Guy de Maupassant, la Mano-Dedos de la Familia Addams, Las Manos de Orlac y tantas otras manos malditas, ladronas, pervertidas, asesinas, mágicas o milagrosas). Todas ellas, manos que reclaman su titularidad, que actúan siguiendo un impulso propio y que, al hacerlo, compensan el individualismo meritocrático del self-made man y desmontan el mito del ser humano que se esculpe de la nada.  

De algún modo, la afirmación de Kazantzakis conlleva una crítica a la presunción de quienes alegan que —gracias a la razón— han vencido a los fantasmas de su pasado. En cierto sentido, puede leerse como una sugerencia análoga a la del inconsciente freudiano o a la de los linajes homéricos en el segundo canto de la Ilíada: recordatorios de que actuamos impulsados por quienes estuvieron aquí antes que nosotros y que, en ocasiones, la tarea de una vida consiste en reconocer y reconciliar estas fuerzas subterráneas.

Pero lo escandaloso es que sean las manos (no la cabeza ni el corazón), las que parecen determinantes en nuestra biografía, lo cual me hace pensar que —antes que ideas o prejuicios— lo que recibimos como legado de nuestros antepasados son, precisamente, esos comportamientos que hacen las manos, pues son ellas las que dan y reciben, las que señalan, perdonan o lastiman; son las manos las que nos enseñan la ternura, la determinación, la vergüenza, la calma y la agitación; y son ellas, también, las que se encargan de educarnos en los límites, en la confianza, en el miedo o en el amor, cada vez que estas se aferran a lo viejo o se abren a lo desconocido.

Que las manos tienen su propia inteligencia es algo que no se dice lo suficiente. O cuando se dice es para engordar el estigma de las manos ladronas, de las manos mañosas y lascivas. Suele ser menos frecuente escuchar hablar de sus milagros, de sus talentos curativos; de las manos que tejen, restauran y conversan entre sí. Cuando lo cierto es que nuestras manos están animadas por una polaridad complementaria: es verdad que siguen siendo puño y garra; pero son también refugio, espejo y herramienta para sembrar.

Si lo anterior no basta para convencernos de su dignidad, habrá que agregar que son las manos las que saludan; por lo tanto, son ellas las que nos salvan, la que dan la salud (del latín salus), concepto que —como señala Raimon Pannikar— tiene su génesis en la raíz sánscrita sarva, que refiere a aquello que está completo, íntegro y colmado, y de ahí pleno. Siguiendo esta línea, podemos decir que una sociedad que ha renunciado a sus manos es una sociedad enferma, condenada a perder aquello que la hace más humana.  

De aquí se desprende la defensa del trabajo manual hecha por Gandhi y por tantos otros: si los trabajos manuales se relegan a la base de la pirámide social —señaló el Mahatma— rápidamente se impone el espíritu de lucro y la injusticia: unos pagan para que sean otros (usualmente los más pobres) quienes se ocupen de estas tareas. Lo terrible es que, al hacer esto, son unos y otros los perjudicados: los primeros porque no tardan en perder la fe en el poder de sus manos; los segundos porque otros les han cooptado ese poder.

Así llegamos a las sociedades urbanas del siglo XXI: hormigueros programáticos en donde abundan seres que morirán sin conocer el potencial de sus manos; pues tal parece que nuestro prestigiado pulgar oponible, al que tanto debe la evolución de los homínidos, ya solo es capaz de pulsar pantallas y botones. Por ende, no debería extrañarnos que las manos que no se usan (para sembrar, cocinar, limpiar, pintar, etc.) sean manos adormecidas; manos que han olvidado, entre otras cosas, cómo consolar o dar una caricia.

Esto mismo fue lo que descubrió la pedagoga italiana María Montessori al ver cómo una niña se entretenía jugando y amasando unas migas de pan. La anécdota (un hito en la historia de la pedagogía) cuenta que en el momento en el que un adulto se acercó para regañar a la niña, Montessori se interpuso y lo detuvo, albergando desde entonces la certeza de que las manos son el instrumento de la inteligencia, como diría más adelante.

Según esta historia, lo que María Montessori reconoció aquel día es que las manos son puentes, redes, copas, árboles y órganos tentaculares complejos que se recrean interpretando la diversidad infinita de lo real; pero yo supongo que, sobre todo, percibió que las manos dialogan aparte, que por sí solas ellas son capaces de resolver cualquier problema, bajo su propia lógica e intuición.

Por eso, para generar vínculos entre dos o más personas no existe mejor aglutinante que el trabajo manual: preparar una sopa, cultivar un huerto, pintar un muro, limpiar una bodega, construir una mesa, etc. Y es que mientras las manos trabajan, nuestras fijaciones identitarias pierden fuerza. Quizá nunca se diluyan por completo, pero es seguro que lo decisivo será el lenguaje de las manos: cómo ellas se arreglan con la materia del mundo y cómo reúnen y concilian en sus palmas una multiplicidad de pareceres.

Así, mientras se mueven y se entrelazan, al captar todo tipo de frecuencias con sus antenas dactilares, las manos nos dan una cátedra de diálogo: extendiéndose para completar nuestras frases o aclarar nuestros entuertos. Son ellas, misteriosamente, las que nos hermanan y nos abren al otro, a lo otro; pues son las manos las que piensan, sueñan, enmiendan y amansan a los ejércitos que luchan a muerte en nuestra consciencia.

Cuando Kazantzakis o cualquier otra persona mira y se asoma al fondo de sus manos, hace algo parecido a lo que hicieron nuestros antepasados al grabar sus palmas en el vientre de cuevas y montañas: unos y otros reconocen que de ellas emana una fuerza y un lenguaje que nos trasciende. Se trata de la misma intuición clarividente que tuvieron Gandhi y Montessori cuando señalaron, cada quien a su modo, el menosprecio de las tareas y de los oficios manuales. Ahí, en tus manos —dicen todos ellos— está la clave: el portal que conduce al fuego, la salida de la caverna y el fin de la soledad y la alienación.

Arte en portada
Mask of Camille Claudel, Francois Auguste René Rodin

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