REGISTRO DEL TIEMPO
24/9/2025

Los niños quemados de Gaza

Sylvain George
“Se puede quemar niños sin que la noche se conmueva.”
Robert Antelme

Lo que está ocurriendo hoy en Gaza no es simplemente un crimen de guerra, ni siquiera una masacre con fines genocidas. Se trata de un acontecimiento estructural, un momento en el que las categorías modernas del derecho, la historia, la imagen, la memoria y el sujeto se desactivan desde dentro.

Cuando los niños son blanco de ataques aéreos uno por uno, reducidos a cenizas o fragmentos, cuando explotan en su cama o arden en llamas en las ruinas, cuando una mujer muere con su niño de pecho en un pasillo, cuando un herido que pide ayuda es rematado por un disparo de precisión, ya no se trata de una simple lógica de dominación o de una política del terror. Lo que se persigue no es únicamente la destrucción de un individuo, sino de la posibilidad misma de que esta vida haya contado, haya sido accesible, transmisible, susceptible de ser llorada (Judith Butler, Didier Fassin, Gayatri Chakravorty Spivak).

La destrucción de los niños palestinos no es secundaria. Es fundamental en la configuración colonial actual. Lleva a cabo una triple operación:

Una erradicación física: reducción a cenizas, pulverización de los cuerpos, supresión de los registros civiles, desaparición de familias enteras en campos de distribución humanitaria;

Una anulación simbólica: desaparición del nombre, disolución de la singularidad, producción de imágenes sin destinatario;

Una inhibición de la memoria: saturación de representaciones, disociación afectiva, asfixia estadística, que transforman el dolor en espectáculo anestésico según la misma lógica de la estetización política que Walter Benjamin reconocía en los regímenes fascistas.

Este acto de quemar, fragmentar y borrar condensa la forma contemporánea del poder letal. Se compone de violencias que entremezclan la violencia mítico-religiosa, reactivando las lógicas sacrificiales, las excepciones bíblicas y la sacralización de la tierra, y la violencia secularizada, basada en la gestión de los umbrales, del derecho diferido y la neutralización algorítmica.

La modalidad micro-focalizada de la masacre es su núcleo teórico: disparar a los niños, uno tras otro; matar a las mujeres, una por una; aniquilar a familias enteras, no en una abstracción estratégica, sino en una operación visible, repetida, metódica. Cada misil lanzado para asesinar a un solo ser, cada nombre borrado de los registros civiles, cada cuerpo quemado hasta quedar irreconocible, no es un exceso de poder, sino la forma misma de la biopolítica contemporánea. Es aquí donde el pensamiento debe arriesgarse. En esta escena en la que la racionalidad tecnológica se encuentra con la voluntad sagrada de aniquilar, donde cada destrucción individual es en realidad la desactivación de un mundo entero, no un mundo genérico, sino el mundo posible que este ser llevaba consigo.

Estos niños son a la vez:

Niños-blanco: imposibles de inscribir en una memoria común, cada disparo de precisión borra toda huella de reconocimiento o de filiación;

Niños-interrumpidos: portadores de un futuro silenciado antes incluso de haber podido llegar a ser, figuras de un lenguaje y de una palabra impedidos incluso antes de ser pronunciados;

Niños-borrados: singularidades disueltas en una fábrica de anonimato, sin nombre que transmitir, sin imagen que reconocer, sin relato que comunicar.

Estos niños convertidos en blanco, abatidos, dinamitados, desmembrados, no son figuras, sino cuerpos reales, destruidos, arrancados del mundo, sujetos que exceden toda designación biológica o compasiva y rompen con estos dos tipos de encuadre dominantes.1 Su muerte repetida y sistemática pone de manifiesto en qué se ha convertido Gaza. No solo un escenario de guerra, sino un lugar de borramiento, donde no se mata para conquistar, sino para aniquilar toda inscripción posible. Lo que revela el exterminio de estos niños es la fusión contemporánea entre un mesianismo religioso activo (tierra prometida, guerra santa, mito de los orígenes) y una racionalidad secularizada del asesinato (cálculo tecnológico made in USA, umbral de proporcionalidad validado por la Unión Europea, neutralidad jurídica de la ONU). El acto de matar se presenta aquí como un gesto legítimo, administrado, profético y algorítmico a la vez. Una operación al mismo tiempo ferviente y fría.

El asesinato de estos niños no solo suspende una vida, sino que desarticula lo que permitiría que esa vida entrara en un relato, un derecho, una memoria, un lugar de reconocimiento. Es el punto ciego del orden del mundo. Nombra lo que Occidente, en su complicidad activa o su silencio estratégico, se niega a mirar: ya no solo el colapso del derecho, sino la producción industrial de una ausencia. Ahí donde el poder colonial no puede tolerar lo que Frantz Fanon llamaba un exceso de humanidad, es decir, la afirmación de una existencia plenamente humana donde el orden colonial no puede reconocer más que un objeto que dominar, negar o borrar, este poder pone en marcha una operación de neutralización sistemática: la desaparición de los nombres, el borrado de los archivos, la elusión de las imágenes, la desactivación de la memoria.

Estas son algunas escenas de la desactivación: familias enteras masacradas en los campos tras haber sido desplazas innumerables veces; niños huérfanos, algunos de tan solo cuatro o cinco años, que deambulan solos entre las ruinas; niños asesinados mientras transportaban recipientes con agua; cientos de personas hambrientas ejecutadas mientras esperaban la distribución de un poco de ayuda alimentaria; heridos graves rematados mientras pedían ayuda; miles de cadáveres sepultados bajo los escombros…

Y así llegamos a esto: perros vagabundos, hambrientos entre los escombros, abandonados a la desolación de las ruinas, desenterrando y devorando a los muertos sepultados. Una escena extrema, no de un colapso simbólico, sino de una disposición de desintegración activa, donde las fronteras entre lo vivo y lo muerto, lo humano y lo no humano, son absorbidas en una lógica de devastación organizada. Esos mismos perros, a los que Michaux señalaba como nuestro último refugio, se convierten en los agentes involuntarios de un desarraigo programado. Esta profanación no tiene nada de fortuito. Es el efecto de una política de desubjetivación llevada a su extremo, que retoma, bajo formas secularizadas, las técnicas nazis de dislocación y borrado, hoy en día integradas en la gestión militar y jurídica israelí. Hasta ese límite, todo está organizado para imposibilitar la confianza, la imagen, el lugar de reconocimiento. Esta escena, que en un relato sobre la Shoah suscitaría el horror, aquí se produce en directo, sin que la historia apenas vacile.

Gaza no es solo un lugar, es el laboratorio visible de un nuevo régimen de desaparición, una máquina para desactivar lo viviente, para incorporar la destrucción al lenguaje del derecho, para elevar la saturación a un principio de neutralización.

Hay algo que, sin embargo, subsiste, no como huella, sino como tensión irreductible. Eso es lo que llamo lo vulnerable inalterable.

Lo inalterable vulnerable no se refiere aquí a un sujeto, una esencia, una subjetividad asignable o restaurable, sino a un remanente irreductible, un “operador” de desarticulación, en la línea de los undercommons de Stefano Harney y Fred Moten;2 aquello que, incluso aniquilado, desactiva el cierre simbólico del crimen; aquello que impide que todo sea corregido, clasificado, archivado, olvidado. No se trata aquí de recuperar un sujeto. Se trata de pensar desde una desarticulación viva, un lugar donde la subjetivación se ve impedida, pero persiste irreductiblemente. Este lugar sin fundamento, sin reconciliación, sin ontología, es un punto de resistencia inmanente.

No se trata de documentar la violencia según sus propios términos, su propio régimen de inteligibilidad, y producir imágenes compatibles con la economía humanitaria o la indignación espectacularizada. Se trata de documentar contra el borramiento, de fijar lo que el poder quiere volver improcedente, es decir, los nombres tachados, los cuerpos sin sepultura. Documentar se convierte entonces en un acto de desobediencia epistémica, que sustrae pruebas al régimen escópico dominante para convertirlas en armas de desarticulación conceptual. Se trata de pensar Gaza no como desastre localizado, sino como operador crítico de un mundo en el que el archivo ya no repara, en el que el derecho legitima el borramiento, en el que la imagen ya no lleva a cabo una ruptura.

Hacer hoy de Gaza una “causa universal”, sospechosa y tardía, tras meses de negación, difamación y criminalización de quienes intentaban nombrar, parece a veces como un propedéutico del cambio de bando, un consenso tardío producido sobre los escombros de un silencio inicial, mientras la Unión Europea financia las excavadoras, Estados Unidos suministra bombas de fragmentación y el derecho internacional guarda silencio. Sin embargo, el pensamiento no puede seguir esta trayectoria. Debe rechazar el consenso retrospectivo. Debe designar la aniquilación por lo que es, es decir, no como un hecho, sino como un dispositivo, como una operación de desactivación de lo decible, a la vista y con el conocimiento de todos.

No basta atestiguar. Hay que nombrar, sin ninguna duda. No para encerrar lo real en un marco de sentido, sino para desactivar sus coordenadas instituidas. Solo a este precio puede un pensamiento mantenerse en el intervalo mismo de la catástrofe. Un pensamiento de la disyunción, de la interrupción, del remanente.

Es importante rechazar la ontologización de la violencia. Pensar Gaza no es una cuestión de una mística del desastre, ni una invocación de lo indecible o lo irrepresentable. Lo que está en juego allí no es un no-mundo abstracto, ni una falla ontológica en el Ser, sino un proceso histórico, situado, organizado; una disposición política, tecnológica, jurídica y teológico-colonial. Lejos de cualquier pensamiento esencialista, se trata de desactivar los marcos que sacralizan la devastación, ya sea en forma de silencio sagrado, de sufrimiento intransmisible o de colapso de lo humano en general. La desobediencia teórica consiste aquí en mantener el desastre en el orden de lo que se puede compartir, aunque esté desfigurado, en convertirlo en un operador crítico, no en un horizonte ontológico. A la ontología de lo inhumano hay que oponer un pensamiento profano del borramiento, una cartografía de los dispositivos de ilegitimización y una política del remanente, del nombre, del lugar de reconocimiento. Gaza no es el otro nombre de la nada, sino el lugar de una batalla material contra del hecho mismo de compartir un mundo.

Lo que ha sido destruido en Gaza no se puede reparar. No hay que repararlo. Hay que impedir que se cierre lo que debe permanecer abierto, no como pura negatividad, sino como potencia crítica. Una potencia crítica no fundacional, sin trascendencia, sino profana; un desgarramiento situado, irreductible, que desafía los marcos establecidos de lo visible, lo decible, lo compartido. Pensar desde esta desgarradura, mantener este punto no como una verdad revelada, sino como un lugar de desestabilización, como una tensión viva en el seno mismo de lo que se pretende estable, como una falla activa en toda verdad constituida, en el corazón de toda legitimación: esa es la tarea. Lo que ahí persiste, irreparable, imprescriptible, no reclama ni deuda ni promesa. Vuelve ilusoria toda repación y criminal todo cierre.

Los niños arden sin que la noche se conmueva, salvo por la vigilia profana que desafía el borramiento.

Antelme tenía razón.

Publicado originalmente en el diario digital AOC.

Traducción: Humberto Beck.



Arte en portada
Peasant war print 6: Battlefield, Kathe Kollwitz


Notas a pie

1 1) La designación biológica: aquella que reduce el niño a una categoría de edad o de estado biológico (menor, vulnerable, no adulto), como si se tratara de un hecho neutro del desarrollo humano. Sin embargo, el “niño” en este contexto no es un estado natural, sino una posición construida en y por la violencia colonial. No se apunta al niño en tanto niño, sino al niño como imposibilidad de un archivo, como umbral inasignable de reconocimiento, como exceso de humanidad (en el sentido de Fanon y Fassin). 2) La designación compasiva, que tiende a encerrar la figura del niño en un registro afectivo, sentimental o humanitario (la piedad, la indignación moral, las lágrimas mediáticas). Este registro depolitiza. Transforma la destrucción en patetismo, la masacre en imagen, el acontecimiento en causa lamentable. Sin embargo, lo que este texto pretende decir es que estos niños no deben ser abordados desde la emoción, sino desde el pensamiento…

2  El término undercommons, desarrollado por Stefano Harney y Fred Moten en su libro The undercommons: fugitive planning and black study (2013), designa un espacio crítico, subterráneo e insumiso, donde se construyen formas de conocimiento, vida, comunidad y resistencia al margen de las instituciones dominantes, en particular el Estado y el capitalismo racial.

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