REGISTRO DEL TIEMPO
27/8/2025

La paradoja populista

Mario Gensollen
Populist politics involves magical thinking. The belief that a strong leader, with contempt for the democratic process, divisive rhetoric, relaxed about the truth or otherwise of his or her utterances, ignoring the conventions of normal politics, appealing directly to the people, blaming the state of the nation on some subgroup of the nation, or perhaps on neighboring nations and peoples, and speaking not to the better angels of our nature but to the worst, can restore a nation’s former greatness—that is magical thinking.
Jonathan Sacks, Morality: Restoring the Common Good in Divided Times

El populismo nace del cansancio: de la percepción de que la democracia se redujo a trámite y de que la representación se volvió un teatro de voces ajenas, donde unos pocos hablan por los muchos sin escucharlos jamás. Su impulso inicial no es trivial: responde a una fractura real entre instituciones que se blindan y ciudadanos que, aunque votan, no se reconocen en las decisiones que afectan su vida. Allí donde la tecnocracia cerró puertas y la oligarquía monopolizó beneficios, el populismo promete devolver la voz, abolir los rituales de la distancia y recolocar a “la gente” en el centro de la vida pública.

Esa promesa se encarna en símbolos poderosos: el líder que “traduce” el malestar de los olvidados; la plaza que sustituye al despacho; la asamblea y la consulta convertidas en liturgias de cercanía; el lenguaje común que desarma el dialecto árido de los informes técnicos. En ese escenario de reconexión, la política vuelve a sonar como conversación y no como memorando. Muchos descubren ahí, tras años de silencio, a un interlocutor que los mira a los ojos y los llama por su nombre.

No conviene desdeñar esas virtudes. El populismo lubricó engranajes que la tecnocracia había dejado oxidar: redujo las barreras de entrada a la participación, desterró el miedo a hablar en público, desarmó la superstición de que la complejidad justifica la opacidad. Recordó que la democracia no puede reducirse a un cálculo pericial ni a un automatismo legal; que hay agravios que solo se nombran con la voz quebrada y desigualdades que reclaman un lenguaje moral antes que un cuadro de Excel.

Tuvo además el mérito de denunciar la clausura oligárquica de ciertos circuitos de decisión. Allí donde unos pocos cultivaron la falsa neutralidad del experto para legitimar privilegios, el populismo señaló la herida: exhibió la captura regulatoria, la cooptación del Estado por intereses concentrados y el elitismo social que confunde mérito con herencia. Su gesto inaugural fue un correctivo: abrir ventanas donde antes solo había muros.

Esa apertura, sin embargo, descansa en una desconfianza radical hacia toda mediación. En nombre de “devolver” la soberanía al pueblo, el populismo equipara representación con traición y filtro institucional con engaño. El resultado es un cortocircuito: los mismos conductos que permiten procesar demandas, distribuir costos y traducir pasiones en política pública son denunciados como obstáculos ilegítimos. La cercanía simbólica degenera en sospecha administrativa.

La desconfianza alcanza también a las élites epistémicas: especialistas, técnicos, profesionales que, con todos sus defectos, resultan indispensables para administrar bienes complejos. Ni la epidemiología, ni las finanzas públicas, ni la red eléctrica, ni la seguridad alimentaria pueden conducirse a golpe de eslóganes. Pero el populismo, que triunfó oponiendo sencillez a opacidad, queda cautivo de su propio éxito retórico: si el experto fue retratado como impostor, ¿cómo justificar su necesidad en el momento de gobernar?

Ahí se abre la primera grieta entre hacer política y gobernar. La campaña se alimenta de hipérboles, contrastes morales y metáforas fulminantes; el gobierno, en cambio, requiere gradaciones, concesiones y pericia. El populismo, aun instalado en el poder, persiste en el modo campaña: no desmonta al adversario imaginario, lo preserva para sostener un relato de épica permanente. Y cuando falta un enemigo externo, convierte en adversarios a quienes introducen matices: universidades, organismos, periodistas, médicos, ingenieros.

La política convertida en oposición desde el gobierno genera una anomalía: se gobierna contra el propio gobierno. Los boletines ocupan el lugar de los planes, la arenga suplanta al procedimiento. La voluntad política se transforma en comodín para aplazar la evidencia de los límites materiales; la consigna desplaza a la hoja de ruta. Se inaugura, se anuncia, se promete; casi nada se administra.

De ese hábito surge la decisión simbólica: aquella que privilegia el impacto identitario por encima de los resultados verificables. La consulta plebiscitaria que “hace sentir” a la gente que decide, aunque el expediente técnico ya esté resuelto; el recorte que “castiga” privilegios, aunque erosione capacidades imprescindibles; el gesto de austeridad que ahorra centavos y pierde millones en eficacia. La medida se valida por el relato que habilita, no por su desempeño.

Un ejemplo recurrente es la obra pública icónica erigida como tótem de pertenencia. Se construye para que exista, para que funcione como bandera, para que cualquier crítica se interprete como traición al pueblo que la “soñó”. Su evaluación deja de hacerse en términos de costo de oportunidad, externalidades o mantenimiento, y se reduce a términos de lealtad. Si funciona apenas, fue boicoteada; si funciona mal, fue saboteada; si no funciona, es porque todavía “no le toca”.

En paralelo, se purgan organismos autónomos, se colonizan agencias reguladoras, se “rebautizan” instituciones para aparentar que se han creado de cero, y se degradan los servicios civiles de carrera. Se confunde la captura con la coordinación y la rendición de cuentas con el obstruccionismo. La independencia técnica —que debimos reformar para volverla responsable— se reemplaza por obediencia. Se gana control, pero se pierde memoria institucional, control de calidad y contrapesos que previenen errores costosos. 

Sin intermediaciones confiables, se rompe el circuito de aprendizaje de la política. El gobierno deja de recibir malas noticias a tiempo, las filtra para no “dar armas” a la oposición y habita una cámara de eco que lo blinda frente a su propio desempeño. La crítica, principio vital de toda mejora, se interpreta como conspiración. La evaluación ex post se vuelve excepcional y la corrección de rumbo, tardía.

Todo Estado administra escasez, riesgos e incertidumbre. Para hacerlo bien requiere dos cosas: escuchar y saber. El populismo prometió lo primero y desdeñó lo segundo, persuadido de que la voluntad compensa a la técnica y de que la intuición popular, tenida por infalible, corrige al dato. Ese desdén funciona mientras los vientos soplan a favor; cuando llega la marejada, revela que la eficacia no era lujo, sino la condición mínima del cuidado público.

El impacto se vuelve tangible allí donde más duele: en los servicios. Un sistema de salud que improvisa cadenas de suministro, una política educativa concebida desde la sospecha y no desde la evidencia pedagógica, una infraestructura cuya operación no se planificó para el día siguiente. Los ciudadanos buscan al gobierno cercano que prometió resolver lo urgente; hallan ventanillas sin capacidad y megáfonos con mensaje.

Así se consuma la paradoja: el proyecto que llegó invocando a la gente termina abriendo una nueva distancia con ella. Ya no es la frialdad elitista de antes, sino la proximidad impotente de ahora. El Estado habla más y resuelve menos. El líder convoca más y corrige menos. Y el pueblo, tantas veces invocado, aparece cada vez menos atendido.

Cuando esa distancia se convierte en queja, la respuesta no es hacerse cargo, sino reactivar la dialéctica amigo-enemigo: los reclamantes se vuelven infiltrados; los afectados, peones de “los de siempre”; los padres que exigen medicamentos, militantes; los vecinos que reclaman obra, mercenarios. Lo que nació como promesa de reparación degenera en gesto de revictimización: al dolor se le añade la sospecha.

La soberanía popular, proclamada como principio, se encoge en la práctica hasta convertirse en soberanía de la voz que la proclama. Se sustituye representación por simulacro: ya no media la institución, sino la persona que decide qué parte del pueblo merece llamarse “el pueblo”. En lugar de domesticar el poder con reglas, se sacraliza la voluntad con fidelidades. Y la democracia queda reducida a una liturgia de adhesiones.

No hay fatalidad en este itinerario; hay decisiones. Era posible —y quizá sigue siéndolo— desmontar la clausura oligárquica sin incendiar la pericia; renovar la legitimidad sin destruir la evaluación; ensanchar la participación sin arrasar los procedimientos. Hacían falta reformas que acercaran el Estado y, a la vez, lo volvieran más capaz: presupuestos abiertos con métricas, reguladores responsables, servicios civiles robustos, consultas con consecuencias y no solo con consignas.

La ciudadanía merece una política adulta que reconozca límites, dilemas y tiempos. Una política que nombre la injusticia, sí, pero que al mismo tiempo convoque a quienes saben, mida resultados, corrija con rapidez y explique costos. La dignidad no está reñida con la competencia, ni la igualdad es enemiga de la evidencia. Gobernar es, también, protegernos de nuestras propias certezas.

El populismo nos recordó que la democracia sin pueblo es cartón piedra. Pero también nos recuerda, con igual crudeza, que el pueblo sin un gobierno competente queda en desamparo. Esta es la lógica profunda del populismo: una gramática política que, aunque se adorne con lenguajes distintos, se reproduce tanto en experiencias de izquierda como de derecha. En todas ellas opera la misma paradoja: cercanía sin eficacia, identidad sin desempeño, épica sin resultados. Para salir de ese círculo vicioso se necesita sustituir el mitin por el plan, la consigna por la política pública y la fidelidad por la rendición de cuentas. La representación no se restaura gritando más fuerte, sino gobernando mejor.

Arte en portada
Meeting place, Norman Lewis

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