En el marco de una elección inédita en la historia reciente de México vale la pena pensar en las implicaciones que este proceso tendrá en un contexto en donde la justicia resulta en realidad, un bien escaso. En la tradición liberal, este concepto se afinca en la obra de John Rawls como un principio deseable para todos los individuos que son parte de una sociedad, en directa correspondencia con su herencia kantiana. La justicia, en dicho sentido, resulta una especie de imperativo categórico a garantizar y cumplir, un estándar mínimo para la coexistencia social.
Para Amartya Sen, en cambio, resulta esencial poder llevar a la práctica un concepto que aparece inasible en los términos de Rawls, parte de la crítica que extiende al primero. Para Sen la justicia se manifiesta como un continuo entre las condiciones realmente existentes incluidas las instituciones frente a la posibilidad de un sistema potencialmente distintito, perfectible, mejor.
Si estamos de acuerdo en estos dos criterios, la justicia como un bien deseable para todos, así como uno perfectible, la pregunta para hacerse versa realmente sobre si dicha reforma cumple con el rasero mínimo de valores asociados a ésta tales como la imparcialidad, la no arbitrariedad, la retribución adecuada. La respuesta anticipada es no, por dos motivos. El primero (aunque en apariencia autoevidente) se trata de la imposibilidad para avizorar con certeza el cúmulo de efectos e implicaciones en las condiciones de obtención e impartición de justicia a largo plazo. Por otro lado, el corazón del entramado de una reforma tan compleja no solo ha impuesto serias dudas sobre sus cualidades sino obstáculos verdaderos en la optimización del sistema judicial e impartición de justicia. El modo, la forma en la que dicha enmienda fue diseñada, aprobada y sucesivamente ejecutada —ya fuera por arbitrariedad o por incapacidad— tanto en manos de sus reformadores, de los Poderes de la Unión, del Instituto Nacional Electoral o del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, es historia. Lo anterior no solo impuso graves dificultades para su implementación sino desacatos flagrantes y reiterados por sus propios partidarios.
La inédita reforma contempla un robusto plan de modificaciones a la Constitución Mexicana y a una decena de leyes secundarias reglamentarias en materia electoral. Tiene como insignia dos ejes fundamentales, la elección de personas juzgadoras de prácticamente todo el sistema judicial federal y local por medio de voto popular —aspecto que ha sido publicitado incansablemente como única virtud de esta enmienda de gran calado— y la reconstitución administrativa de dicho sistema.
Esta segunda condición introduce una serie de modificaciones sustantivas a considerar, entre las que se cuentan la reducción del número de integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de 11 a 9 ministros; la desaparición de las salas de la SCJN de manera que los asuntos serán desahogados únicamente a través del pleno —aumentando considerablemente las cargas operativas y los tiempos de espera para la resolución de asuntos—. La sustitución del Consejo de la Judicatura Federal por el Órgano de Administración Judicial y el Tribunal de Disciplina Judicial —este último adquiere amplias funciones al interior del PJ sin controles auto limitativos—. Asimismo, se reduce el número de salas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se extingue la Carrera Judicial, se incorporan criterios de idoneidad para personas juzgadoras que no están basadas en el mérito ni la capacidad técnica y, de manera relevante, se incorpora la controvertida figura de los Jueces sin rostro.
Como resultado de estas modificaciones se infieren al menos tres problemas: El problema de la independencia y neutralidad relativa a la llamada democratización del sistema judicial mexicano por medio del voto directo. La anulación de la retribución justa entre puestos y mérito de los juzgadores provenientes del sistema de carrera judicial. El problema del debido proceso relacionado con la incorporación de una figura abiertamente violatoria de derechos, sancionada y prohibida en lo general en el ámbito internacional, la figura de jueces sin rostro. Sin contar que ello no interpela al aparente estado intocado de las instancias de primer acceso a la justicia.
Tal como lo apunta Gargarella, un proceso de verdadera democratización dentro de este poder tendría que apuntalar una serie de configuraciones como la de “facilitar radicalmente el acceso de la ciudadanía a los tribunales; reforzar los canales de comunicación y diálogo entre jueces y ciudadanos comunes (i.e., a través de “audiencias públicas”; la consulta obligada a ciertos grupos —i.e., indígenas— cuando se discute sobre sus derechos); etc” (https://eljuegodelacorte.nexos.com.mx/wp-content/uploads/2025/05/la-tormenta-judicial.pdf). No obstante, la reforma ataca el mecanismo de elección de juzgadores bajo el supuesto de que el único medio legítimo de coparticipación entre poderes y ciudadanía es el voto.
El corazón de esta medida parte de la interpretación de correspondencia entre el derecho de acceso a la representación de la ciudadanía en sus funcionarios, caso normal para la elección de otros Poderes. No obstante, en el caso judicial el derecho a la justicia resulta el principio irrenunciable a resguardar. Principio que expuesto a la constante presión de procesos electorales compromete su independencia y neutralidad a los intereses y simpatías de un electorado determinado, naturalmente.
Más aún, la periódica necesidad de renovación de este poder no solo entorpece la actividad del juzgador que deberá en lo siguiente ser también un candidato electoral idóneo, aunque no necesariamente técnicamente preparado, si no que incorpora un componente de inequidad en la repartición de los gastos de campaña.
Cabe añadir, la elección de cargos públicos bajo el modelo democrático moderno no ha sido la variable decisiva para erradicar la corrupción al interior de los Poderes de la Unión, de hecho, la prevalencia de un fenómeno como aquel permanece a la orden del día muy a pesar de la concurrencia de elecciones periódicas.
Lo anterior deriva en el segundo problema, la neutralidad, entendida también a partir del origen del financiamiento de aspirantes a cargos del nuevo Poder Judicial y la simpatía electoral, así como de la distribución justa del servicio de carrera judicial. El artículo 96 de la Constitución Política establece que los aspirantes no podrán echar mano de recursos de procedencia pública ni privada (https://www.dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=5738985&fecha=15/09/2024#gsc.tab=0), costeando con sus propios recursos sus gastos de campaña. Medida que abre la puerta a la financiación ilícita a candidatos por grupos de interés, corporaciones o crimen organizado y a la inequidad en la contienda basada en el poder adquisitivo de cada uno de los aspirantes, desventajas que incentivan la acogida de recursos ilícitos. Un círculo vicioso.
Las condiciones antes detalladas aplican también en el caso de las y los juzgadores en funciones formados a través de la Carrera Judicial. Con la modificación de este sistema, estos debieron decidir si renunciar o postularse nuevamente a su propio cargo ahora mediante un proceso de elección popular (https://animalpolitico.com/politica/jueces-magistrados-renuncias-reforma-judicial). Circunstancia que anula por completo la distribución y retribución correspondiente entre méritos y cargos obtenidos, situación a todas luces injusta para este sector de aspirantes.
El mecanismo de profesionalización estaba pensado para prevenir que las y los jóvenes juzgadores estuvieran expuestos a cambios en la dinámica política, así como a una posible falta de financiamiento en circunstancias de campaña electoral.
Finalmente, y una de las medidas más preocupantes ahora incorporadas en nuestro actual sistema judicial es el de la figura conocida como “jueces sin rostro” que refiere básicamente a un mecanismo de protección de identidad a jueces y personas juzgadoras en casos vinculados a grupos del crimen organizado y otras materias sensibles (https://www.revistaabogacia.com/que-hay-detras-de-un-juez-sin-rostro/#footnote_3_20073). Ésta ampara bajo anonimato la identidad de quienes emiten sentencias vinculadas a narcotráfico, violaciones a derechos humanos, jurisdicción militar, entre otros. Más aún, la medida encuentra precedentes violatorios desde la perspectiva de la Corte Internacional de Derechos Humanos, especialmente en países latinoamericanos que conservaban una figura como aquella.
De hecho, esta medida propicia la arbitrariedad en la consecución de la justicia de personas bajo proceso, el acceso a la información sobre su juzgador, su idoneidad y el respeto al debido proceso. En realidad “la principal característica de las actuaciones ante los tribunales ‘sin rostro’, tanto civiles como militares, es el secreto”. Esto no solo es violatorio de derechos humanos si no que incrementa el grado de arbitrariedad supuesto en un sistema judicial, de manera que esta y el conjunto otro de modificaciones emanadas de dicha enmienda no solo no alcanza a cumplir con un mínimo irreductible que la justicia requiere en un estado de derecho. Al contrario, socava las reglas del juego, sus g, controles, contrapesos y garantías. unas que en este punto tampoco han sido cumplidas a cabalidad por sus reformadores.
Sería sencillo justificar al menos el centro de una reforma de este calado bajo el pretexto de una necesaria renovación de este Poder, siguiendo la línea de Sen —reforma que era indispensable para el mejoramiento de un sistema desde antaño opaco— pero lo cierto es que este gran “manotazo en el tablero” no ha implicado quizás la restauración de un orden perdido, de una justicia que de vez en cuando lográbamos atisbar. Más bien y contraintuitivamente está sustentada en el corazón de una serie de postulados arbitrarios, injustos en el último extremo porque, de hecho, la justicia exige como mínimo irreductible oponerse a la arbitrariedad.