REGISTRO DEL TIEMPO
30/4/2025

Iglesia católica: espectro o presencia

Rodrigo Noir

Conversando con un amigo sobre el fallecimiento del Papa Francisco, nos percatábamos en qué situación tan distinta se encuentra la Iglesia hoy en día y cuánto ha cambiado el mundo de maneras inesperadas respecto a hace 20 años, cuando falleció Juan Pablo II. En ese entonces occidente estaba seguro del orden mundial que encabezaba. Aunque había acabado el tono festivo de la globalización con el terrorismo islámico y el choque de civilizaciones, parecía no haber manera de revertir el triunfo universal de sus valores y fundamentos en la era postcomunista.

El pontificado de Juan Pablo II contó con un doble respaldo: por un lado, el movimiento Solidaridad de Polonia, genuino, popular y libertario, sin duda uno de los más extraordinarios del siglo XX. Por el otro, el apoyo de las potencias occidentales que libraban el capítulo final de la Guerra Fría. Su semblante campesino correspondía a su vitalidad, rasgo ausente entre sus predecesores que parecían provenir de mundos anaeróbicos. Con todo, es posible que se obnubilara pensando que encabezaba a una iglesia triunfante: que su pontificado era el parteaguas de los tiempos y que la modernidad comenzando por dos dirigentes no católicos como Reagan y Thatcher reconocía, por fin, la autoridad y el liderazgo de la Iglesia católica.  Todo lo anterior contribuyó a reforzar su miopía con respecto a personajes como Marcial Maciel y el tsunami de escándalos incubados en una iglesia que no paraba de regañar a mujeres y divorciados pero toda indulgencia con pastores pederastas.

Su sucesor no la podía tener más difícil. El clímax había terminado abruptamente. Después de haber contribuido en los años previos a poner como agenda prioritaria los temas de sexualidad —ello al punto de condenar públicamente el uso de preservativos en el África Subsahariana azolada por el SIDA— el docto teólogo alemán, carente de carisma y encanto, no encuentra una respuesta doctrinal respecto a los escándalos que absorbían de manera despiadada su energía mental, anímica y física, por no hablar de las finanzas de la milenaria institución que encabezaba. Su deserción debe ser uno de los mayores dramas personales en la historia de la iglesia y, el diálogo interior de Benedicto XVI, un desafío para cualquier novelista bragado que intente reproducirlo en toda su desgarradura.

Francisco intuye que la maquinaria del silogismo teológico podía llevar a conclusiones extremas e inmanejables, que la respuesta al desafío tenía que ser más humana, más intuitiva, menos estructurada doctrinalmente. En una iglesia sacudida por el escándalo de la pederastia tenía que bajarle al volumen al lenguaje de la condena a los caminos de la sexualidad en la era moderna y subirle al del perdón; reacomodar los temas prioritarios en la agenda al tiempo que había que lidiar con la curia romana.  Sus intentos parecen no haber ido más allá de la señal, del mensaje y del símbolo que haber logrado algo tangible y sustantivo. Ello en parte no sólo por las resistencias internas en su enorme institución, sino seguramente también por haber entendido que la Iglesia Católica es de los pocos desafíos institucionales al vértigo del tiempo: debe estar en simultaneo en él y fuera de él. La primera misión es permanecer y resistir el paso de los acontecimientos y de los siglos. Francisco y su antecesor se percataron como ningún otro pontífice en la era moderna de la vulnerabilidad de su institución; que los cambios que sinceramente deseaba, en un momento de debilidad de la iglesia, podían entrañar demasiado riesgo suponiendo que hubiera capacidad para implementarlos. Se mantuvo así una cada vez más frágil unidad católica, pero sin resolver ninguna de las enormes disyuntivas que enfrentó al comienzo y agudizadas más que nunca al momento de su muerte.  

No se puede negar que el celibato y las crisis de vocaciones están vinculados.  La conformación del clero acuso un problema de autoselección de muestra, como le llamarían los estadísticos. Una autoselección negativa, habría que añadir. Acudirán los de verdadera vocación, pero también quedan sobrerrepresentados como en ningún otro oficio, quienes no resolvieron bien su sexualidad o están absolutamente confundidos al respecto y también no pocos que no saben cómo hacerse cargo de su propia vida, ello en una profesión en el que la grey pide consejo para orientar la suya. Pero el problema comienza desde la cada vez más limitada base de selección que de suyo afecta la calidad del resultado. Algo que se daba por hecho en el reclutamiento de célibes es un escenario demográfico de familias numerosas de donde proviene el célibe.  Una familia numerosa puede darse el lujo de no contar con el apoyo económico de uno de sus integrantes y además que éste no deje descendencia.  Pero para familias reducidas su continuidad queda comprometida con el célibe. La madre, el padre o ambos, por creyentes que sean, no les entusiasma tanto que el hijo tome los hábitos y comprensiblemente no le alentarán en esa dirección. El resultado inevitable: la merma en la base (pool) de reclutamiento.

Una solución aparentemente obvia sería eliminar el celibato como en otras iglesias del cristianismo. Pero si a ello se le dedica un poco de reflexión no sería tan sencillo. La Iglesia católica tendría que asegurar la manutención no sólo del clérigo sino de su familia (ello por todo el orbe) y hacerse cargo de ésta en caso de un deceso temprano. ¿Qué pasaría si la pareja exige el divorcio? ¿Cómo afectaría la reputación y autoridad del clérigo? ¿Cómo manejar el conflicto entre ley civil y derecho canónico? Por otra parte, el clérigo podría enfrentar dilemas entre el bienestar de su familia y su compromiso con la iglesia ¿Eso le haría más propenso a la corrupción? ¿Qué sucede si alguien está interesado en lo que confesó un tercero y le amenaza con hacer daño a su mujer o sus hijos de no revelarlo? ¿Se le puede confiar una confesión a alguien que convive con una pareja? ¿Alentaría el acercamiento al confesor? Sospecho que el sacramento de la confesión, ausente en otras iglesias del cristianismo, algo tiene que ver con las razones detrás del celibato.

El fenómeno de la inmigración planeta otra disyuntiva enorme, sobre todo para Europa occidental. Sin duda es un drama y va contra de la iglesia no solidarizarse con el predicamento del migrante, pero al mismo tiempo no puede cerrar los ojos ante una inmigración de origen islámico que plantea serios problemas en una Europa de iglesias vacías, como tampoco el Vaticano puede cerrar los ojos ante el trato y violencia que reciben las comunidades cristianas en naciones de mayoría islámica, por no hablar de la prohibición en la península arábiga de que se asiente una iglesia cristiana de cualquier denominación.

Enfrentar una ausencia de apoyo geopolítico es un escenario peligroso y nuevo. Los despotismos de Putin y Trump claramente la Iglesia católica debe verlos como una amenaza. El de Putin rompe con el acariciado anhelo de acercamiento a las iglesias ortodoxas, comenzando por la rusa, hoy abiertamente alineada al imperialismo beligerante de Moscú. Enfrentar el despotismo de Trump es más difícil y ominoso. Es difícil porque una parte sustancial de católicos norteamericanos votaron por él. Es ominoso porque el Vaticano debe percibir con claridad los rasgos de cesarismo pagano en su encumbramiento y en su personalidad (y el paganismo no desconocía aquello de divinizar al César). Detrás, un sector de la oligarquía dispuesta a remodelar a la nación a su gusto y capricho. Pero los populismos de derecha que ocupan el primer plano no deben hacer olvidar los que están en segundo plano, la mayoría de izquierda con su discurso pobrista y agenda cada vez más autocrática: no dejan de ser una competencia política desleal y aventurera al magisterio de la Iglesia mediante una descarada manipulación del imaginario religioso.

¿Y en donde quedó el aggiornamento, legado del Concilio Vaticano II? ¿Ese intento de acercamiento o interlocución con la modernidad? ¿Ese reconocimiento tácito de la dignidad la mujer y el hombre moderno? Se comprende la confusión y perplejidad de la Iglesia cuando intentó un acercamiento justo en la década en que la modernidad da un giro contracultural; todavía más si pensamos que, en la tercera década del siglo XXI, la modernidad de plano parece haber desertado de sí misma. Con todo, me parece que la iglesia católica sí puede revalorar dos contribuciones importantes del liberalismo antes de que este se embarcara en la hubris neoliberal.  Los derechos y libertad para las mujeres son un capital, político, societal y cultural frente al islam. Por su parte la separación de Iglesia y Estado puede verse no como una merma en la autoridad de la primera, sino como una doble salvaguarda en estos tiempos aciagos: frente al avances de los nuevos despotismos y una vez más frente al avance del islam, esa religión que nunca ha conocido la duda.

Puede decirse incluso que la primera separación entre lo mundano y lo terrenal prefigurada en los evangelios provino de la Iglesia católica misma en el siglo X con el fortalecimiento del papado, ello para contrarrestar la influencia de príncipes y señores de la guerra sobre los obispos. Probablemente ello, tanto o más que la celebre disputa sobre el credo Niceno (Filioque), contribuyó al gran cisma del año 1054 de las iglesias de Oriente y Occidente. El alineamiento del Patriarca de Moscú y de toda Rusia con Putin no deja de darle la razón a una iglesia que se organizó como se organizó por desconfianza a los poderes terrenales.

En suma, la iglesia católica puede salvar sus inhibiciones para reconocer su confluencia con los valores caros al secularismo liberal. También debe tener una lectura de las consecuencias del fracaso de las izquierdas en sus apuestas radicales primero al marxismo y luego al ideario woke. El vacío que dejo el primer fracaso allanó el camino para que se desarrollara en los noventa una versión particularmente irresponsable de un capitalismo adicto a la especulación financiera; la segunda apuesta fallida allanó el camino al binomio Trump/Musk.

Alguien, algo, tiene que hablar con fuerza por los desfavorecidos, por los golpeados por la vida, sean pobres o no. Por ello importa una iglesia católica con voluntad para enfrentar tanto el despotismo del dinero como el despotismo a secas. Una Iglesia a su vez que no se avergüence de las mejores tradiciones de occidente (Atenas y Jerusalén como diría Habermas) frente al reto innegable y peligro que representa el islam, pero sin renunciar a la buena voluntad y sin dejar de buscar lo sagrado tanto en lo inmanente como en lo trascendente. La iglesia católica postconciliar puede ocupar el vacío político que dejan liberalismo e izquierda: hacerse cargo del desequilibrio que ha quedado, pero sin conducirse como un partido político ni aspirar a serlo porque, el reto mayor, es mantener viva la llama de la dignidad humana desde la resistencia frente al mal, la espiritualidad y la esperanza. De no estar a la altura se asemejará cada vez más ese espectro de Inocencio X que plasmó Francis Bacon.  

Arte en portada,
Mary, Henry Ossawa Tanner

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