Tuve la oportunidad de conocer a Javier Sicilia en 1992 con ocasión de un Simposio sobre san Juan de la Cruz en Guadalajara Jalisco. Desde aquella ocasión y hasta el día de hoy no he dejado de recordar al poeta místico o místico poeta. Recuerdo también haber conocido y escuchado celebrar al poeta a Juan José Arreola, al P. Manuel Ponce, Elsa Cross, y Bernard Sesé entre otros.
33 años después leo a la poeta cubana Fina García Marruz en un finísimo ensayo que lleva por título “San Juan de la Cruz: de la palabra y el silencio” (El Orden del Homenaje, Huso, 2018) plantear una de las cuestiones de tan inolvidable ocasión: “¿Puede la palabra humana, entonces, por humilde que sea el cantor, decirnos algo del silencio, que no es mudez, desde luego, del silencio enamorado en que arden los mismos cielos? Y en ese caso ¿estamos ya saliendo del reino de la poesía personal, de la noche de los turbados ánimos, para tener acceso a una nueva noticia que es ya coral, en que entra, o empieza a entrar, aquello que nos excede y solo por eso nos alegra y aquieta? Toda poesía aún la negadora, ¿es de entraña mística? Toda mística, aun la arribada a vía iluminativa, ¿es de entraña poética?” (p. 299).
San Juan de la Cruz es un místico “que fue, y tan enteramente, un poeta”. La mística como la poesía es un saber del alma en el amor. Cuando no hay amor no hay ni mística ni poesía. Trasciende la vida intelectual porque no niega a la ciencia sino “toda ciencia trascendiendo” la supera. Ya desde los antiguos Padres del Desierto sabemos que la fuente de la Trinidad divina es el verdadero origen de nuestra memoria, entendimiento y voluntad. San Agustín, que inspira a este papa León XIV, cree que “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma.” La mayor necesidad humana es por lo tanto callar el alma para escuchar el silencio de Dios. De aquí viene toda la ascesis de “mi Senequita” como gustaba llamar a su amigo Juan, la mística Teresa de Ávila. Todos podemos y debemos resistir al pecado, pero no todos podemos y sabemos ser libres desde el Amor.
Rezar todo el día y entrar en contacto con Dios no es garantía de nada para un alma pecadora. Hay mucho descreído y no los juzgo ni los culpo. La oración muchas veces puede ser expresión de la superstición. Pero el alma enamorada ya no necesita que le contesten a sus peticiones. Para que una persona hable hace falta que la otra se calle. Si hablamos dos personas a la vez no nos escuchamos. Ese trato de amistad con Dios que es como se define la verdadera oración requiere dejar hablar y callar “dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado” El silencio de Dios da la Paz.
El poeta, en este sentido como lo afirma Javier Sicilia, no es aquel que habla alto y bien sino aquel que es capaz de dejar hablar al silencio y escribe sabiendo que lo dicho abarca lo que no se puede decir. La poesía revela una realidad no vista, ni oída, no percibida y no iluminada aún.
La noche es oscura para el alma del poeta porque se ha quedado sin palabras. Pero San Juan de la Cruz es un “ciervo herido” que busca lo dice el salmista el agua donde mana el Amor y la Vida. Este “como el ciervo huiste habiéndome herido” es la experiencia del silencio de Dios. Y sólo es en la noche oscura que se hace el viaje para lograr la unión de la “Amada en el Amado transformada”.
La mística carmelitana es un camino de noche que añora el día. Al principio “la vía purgativa, cuyo recorrido comienza a contar en la Subida al Monte Carmelo, sigue la vía iluminativa, en que ya se hacen oír los deliquios entre la Esposa y el Amado de su “Cántico espiritual”, y aunque es noche todavía, ya es “noche sosegada”, “en pos de los levantes de la aurora”, noche que ya se acerca a la final “vía unitiva” que es la que ya irrumpe, arrebatada de gozo, en “¡Oh llama de amor viva!” (p. 310) Cuando el alma está ya bien seca el fuego arde con mayor luminosidad.
Para el poeta de Fontiveros la poesía puede ser gustada por el más profano, pero su intención no era la de sólo ser poeta (para los profanos) sino que, a través de su propia explicación doctrinal con “La Subida al Monte…” se dirige a sus monjas carmelitas descalzas. Como guía y edificación el autor de la prosa está consciente que no todos somos ni podemos ser carmelitanos. Señala Avisos y Cautelas. El poeta en cambio deja gustar sus versos a justos e injustos; quiere, como el sol o la lluvia, que la luz y el agua nos bendiga a todos por igual. La música de las palabras es inocente y eficaz para compartir lo indecible. El poeta es generoso porque la poesía no es suya. Si uno lee la música verbal de sus estrofas recibe un saber del alma de camino al paraíso: la oportunidad volver a gozar de Dios por medio de sus “criaturas y sus obras”.
Por cierto, San Juan de la Cruz es, desde 1952, el patrono de los poetas en lengua española.
Arte en portada,
Walking on Water-Glacier, Makoto Fujimura
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