En una perla de esas que Irene Vallejo extrae del fondo del acervo humanista grecolatino para compartírnoslas, la filóloga aragonesa nos advierte de la militarización del lenguaje y sus consecuencias, de la forma en que hablar de batallas, arsenales, municiones y armas para describir nuestra relación con los demás y con la salud termina cincelando dichas realidades.
Habría que aventurar nuevas metáforas que lejos de distanciarnos, prevenirnos y enemistarnos de los otros, nos invitaran a encontrarnos con ellos; que en lugar de ver en el otro un soldado de un ejército enemigo, nos invitara a acercarnos a su experiencia con asombro y empatía. ¿Qué tal si, en lugar de referirnos a la vida social como una batalla, la consideráramos metafóricamente una danza? ¿Qué, si habláramos de ensayar nuevos ritmos, de seguir el movimiento del otro y proponerle bailando nuevas formas de movernos armónicamente en la misma pista en torno a la misma música? “Podríamos —sugiere y concluye Vallejo— abandonar la lógica de nuestro divisivo algoritmo para abrazar la del ritmo; no acorazarnos, sino acompasarnos; en lugar de armas, armonías”.
Su invitación devela sólo una dimensión del enorme reto poético que se presenta a un tiempo como el nuestro en que la mentira publicitaria y política junto con los grises rituales religiosos y paganos, laborales o de entretenimiento, doman nuestra vitalidad, secuestran nuestro espíritu y terminan rigiendo nuestras vidas.
Pensemos por ejemplo en el ámbito religioso; lo que nos conmovía hasta las lágrimas, nos conmueve ahora hasta el bostezo. El sonsonete de la mayor parte de los obispos duerme al más piadoso. Hueco de vitalidad, el lenguaje de la fe es penosamente cada vez menos significativo. Fondo y forma se perciben extraviados de la vida, incapaces e indispuestos de recrearse. La otrora desbordante voz musical, arquitectónica, plástica y poética propias de la liturgia se ha empolvado, empobrecido y desgastado por la repetición mecánica de años, la falta de vitalidad y de congruencia, la frustración y el cansancio. La fuerza de grandes compositores, pintores y arquitectos sacros se ha convertido en un algo gris y afónico, inocuo, inaudible.
En su célebre incursión como visitante distinguido en el mundo católico, la sensibilidad de Javier Cercas notó que hay en el lenguaje interno de la Iglesia palabras como “sínodo”, “dicasterio”, “episcopado”, “presbiterio” o “consistorio” que son incomprensibles, casi impronunciables, para muchos.
Otras palabras que no describen la organización interna de la Iglesia sino que refieren el desarrollo espiritual de sus fieles (pienso en “discernimiento”, “gracia”, “consolación” o “desolación”) corren la misma suerte.
En un tercer basurero semántico, se congregan fórmulas y expresiones desgastadas que, más allá de no ser o no poder ser comprendidas, pocos desean escuchar.
En el mundo laico ocurre algo similar. Los sonantes lemas concebidos por los mercadólogos, comprados y utilizados por políticos en campaña se vuelven desechables en otro momento político. Es como si cada sexenio muriera con su lenguaje; como si a cada uno, cazador furtivo, le correspondiera ahuecar ciertas palabras. Al final, sus lemas quedan no sólo vacíos de contenido, sino llenos de animadversión y detractores. Al igual que los virus atenuados de sarampión, nos vacunan y nos sacan ronchas. Palabras como “solidaridad”, “bienestar”, “cambio”, “transformación” e incluso (me duele) “república” o “democracia” se han descafeinado y luego evaporado frente a nuestros ojos, víctimas de la demagogia, la manipulación, el maniqueísmo y la mentira.
Pienso en la multicitada serie Adolescencia y en jóvenes desinteresados por el lenguaje adulto, devotos en cambio de códigos nuevos, impenetrables para nosotros. ¿Nos hemos vuelto refractarios los de una generación al lenguaje y al mundo de otras? ¿Somos a tal grado ajenos?
Aunque parece, no es exagerado pensar que la corrupción del lenguaje constituye un síntoma sutil pero inequívoco de la crisis profunda que transitamos.
El lenguaje no es inocente; tampoco accesorio. Constituye un vehículo insustituible de comunicación y verdad; es por ello necesario para la reconstrucción del tejido social e indispensable en el saneamiento de la corrupción, pero ¿qué hacer cuando lo que se corrompe es la solución, es decir, las palabras mismas?
Imaginemos el dolor y la impotencia, pero sobre todo el sinsentido de un grupo incapaz de comunicarse. Estamos hechos de palabras e historias compartidas, de narrativas creíbles. Incapaces de lenguaje lo seríamos también de sociedad y ¡de humanidad! Las palabras son el oxígeno de lo relacional y de lo humano. Su pérdida, nuestra asfixia.
Es quizás cierto que nunca antes los poetas, creadores de lenguaje, han sido tan necesarios. Pero lo es también que la poesía no es monopolio de los profesionales de las letras. Y quien se ha subido a su tren vocacional sabe que el reto no sólo es de orden creativo, poético, que también tiene una dimensión moral, que tiene también su ángulo ético. Tarde o temprano, lenguaje y comportamiento se interpelan.
Si el cinismo, la mentira, la manipulación, la generalización y la ideología han rasgado el patrimonio narrativo común, si son ellos quienes lo han despojado de vitalidad y entusiasmo, que sean la verdad, la conexión, la fuerza vital y la honestidad profunda los que acompañen a la creatividad lingüística en el camino de su renovación.
Las comunidades de creyentes, si bien están urgidas de renovación vital y poética, lo están fundamentalmente de testimonio; se requieren vidas transparentes y gozosas, orgullosas de su apuesta existencial. De igual manera, los políticos y sus partidos, para ser creíbles, necesitan más funcionarios efectivos, competentes y honestos que mercadólogos millonarios; más vidas congruentes que depredadores de palabras. El reto poético, insisto, se transforma naturalmente en un reto ético.
Del total de la polivalente experiencia de Cercas referida en El loco de Dios en el fin del mundo, el maestro español se queda con la fuerza de los misioneros, con sus convicciones hechas existencia. Conmovido por sus vidas declara que posee la fórmula para solucionar todos los problemas de la Iglesia Católica: “todos misioneros”, sostiene. Si todos fueran como ustedes, les dice emocionadísimo, la Iglesia sería otra cosa…
Estamos llamados como generación a seguir nuestras palabras y a hacernos cargo de las mismas. Se nos invita a hacerlas vida y en eso, todos somos misioneros.
También el mundo sería otra cosa si —Vallejo dixit— nos manejáramos con mayor responsabilidad y pulcritud con nuestra lengua, si confiáramos en metáforas mejores, si entendiéramos que cada palabra puede ponerse al servicio de la violencia o del cuidado, si comprendiéramos responsablemente que en cada palabra hay una promesa que cumplir, un vínculo que fortalecer o crear; un mundo que, amenazado de muerte, puede también regenerarse y florecer.