REGISTRO DEL TIEMPO
3/12/2025

El mañana omnipresente y el extravío del pasado

Tomás Calvillo

Ahora es más fácil diseñar e imaginar el futuro que recordar el pasado. Este último ya no está con nosotros; jugamos con sus retazos, pero perdimos la cualidad de reconocerlo y entenderlo. Ni como sombra nos acompaña.

La insistencia en el mañana se apoderó de nuestro quehacer e imaginación. La velocidad de los medios digitales disolvió el ayer hasta hacernos perder la densidad de su presencia. Esta decosntrucción existencial es aún difícil de apreciar, de medir y de saber sus consecuencias.

El pasado está dejando de ser por completo un referente que otorgue sentido, que señale camino o advierta riesgos. La política lo sigue usando de manera muy desafortunada; lo tritura en sus engranajes de poder y lo esculpe con su lógica para sobrevivir. Pese a ello, ese pasado temático y teatralizado es uno de los pocos que permite vislumbrar algunos signos de él, escasos y dispersos.

Lo que está fracturado es la tradición que había lograda asumir la naturaleza de las revoluciones y respirar en ellas y más allá de ellas. Hoy es sólo una mercancía despojada de su latido y de sus pausas.

El pasado se ha convertido no sólo en un territorio ajeno; ha perdido prácticamente su lugar en la propia experiencia del tiempo, de lo que aún nombramos presente. La memoria esa conciencia de los eslabones (cadena circundada por la lucidez y el delirio) está alienada y se transforma en un cúmulo cada vez más numeroso de datos y posibilidades; a pesar de surgir incluso de surgir incluso del ámbito de la cercanía, ya no tiene resonancia alguna, no con la misma nostalgia. Todo aquello que busca identificar sus huellas –museos, escuelas, tradiciones y demás—es temporalidad sin sustancia, expresión sin significado; tal vez perdura lo estético, pero sin contenidos no vaso comunicantes que lo sostengan.

Lo inmediato ha encarnado en nuestra propia morfología cultural, sus cambiantes dimensiones visuales absorben la concentración, a la vez que reemplazan y desarticulan la tradición convirtiéndola en el mejor de los casos en un motivo más de la distracción y el entretenimiento.

El pasado es irrecuperable no porque no haya vestigios materiales del mismos ni porque no perdure en la memoria y la disciplina de la Historia, sino porque ha extraviado su lugar y sentido dentro de nosotros. En todo caso se le reconoce como una pérdida de tiempo; su aliento no alcanza ya a percibirse.

La magnitud y aceleración de capas de datos e imágenes, editadas o no, que suplanta la temporalidad y el destino por algoritmos, convierten el campo de la memoria en un laboratorio de continua e inagotable intervención que trafica con su propia naturaleza al pretender reproducir la experiencia del tiempo ido. Dentro de nosotros estamos despojados del ritmo de la conciencia que implicaba aproximarnos al pasado y reconocerlo como energía.

En aras del dominio incendiamos las praderas del tiempo y sus cenizas se acumulan sin que podamos reconocer ya el lugar del que nos hemos exiliado. Nuestros ojos arden por dentro.

La pérdida del origen, de su despliegue, de su lentitud habitable es nuestro naufragio en el océano cibernético; aún sobrevivimos, pero enajenamos la tierra sin la cual la consistencia se erosiona.

Hemos arrasado la naturaleza de mil maneras; ha dejado de ser nuestro mayor asombro; codificada y reproducida exponencialmente en la virtualidad, perdimos el concepto de lo sagrado inherente a ella. Decidimos apropiárnoslo, demostrar su parálisis, confinarlo en religiones e iglesias, y cortamos sus intrínsecos vínculos con la naturaleza; sólo dejamos pequeños rincones para que los visitantes se tomen una selfi en un paisaje que asumimos como propio y explotable.

Nos apropiamos del tiempo de la naturaleza, demostramos que podemos acelerarla, retardarla, modificarla o desaparecerla. Manoseamos la Creación y nos asumimos como sus dueños. Por ello aniquilamos el ritmo innato de la memoria.

Estamos ausentes, somos el pasado innecesario y por lo mismo ignorado; vaciados de nosotros mismos, nos precipitamos a adquirir las ofertas del día, que nos sustituyen en la epidermis la hondura de las experiencias idas.

El abordaje del tiempo se ha transformado radicalmente junto con la conciencia del mismo, de las formas de su comprensión; está a la deriva; este periodo, en el mejor de los casos, forma parte de una emergencia estructural del ser que con dificultad reconocemos, a condición de no apostar del todo a la fugacidad alienada e imperial, valga la expresión, al dominio de la mediación tecnológica que asume la construcción y dinámica de nuestras vidas. Nos queda la intuición y un sentir individual y colectivo de que algo hemos perdido y no es ajeno a las entrañas del tiempo vivido por generaciones.

La implantación biológica es tecnológica y determina secuencias que desvirtúan no sólo el paisaje físico, sino también el ritmo propio de la cultura que está en las raíces de la civilización que todavía registramos y reconocemos.

Los implantes son comunes y caracterizan el quehacer básico de todos los procesos en los que participamos; las industrias de las emociones, los apegos y los consumos masivos que ofertan distintos procesadores son suficientes para absorbernos día y noche. Esa atención y tensión permanentes saturan nuestros sentidos y multiplican una diversidad que se homogeniza reproduciendo el sistema incansable e insaciable de su oferta permanente de satisfactores que responden a instintos básicos.

El gran aparato funciona por su capacidad de derrotar a la historia como referente desde el cual es posible apreciar las opciones que se cancelaron y las razones de esta omnipotencia del mañana en nuestros hábitos que se adaptan a gran velocidad sin tener siquiera una pausa para amarrarse bien los zapatos ni la duda indispensables para aprobar o no una inserción que se presenta imparable e incuestionable. La misma metáfora de “aparato” es caduca , demasiado pesada para nombrar los flujos continuos de toda índole que son la atmósfera implantada en nuestros cerebros.

Perdura, sin embargo, en la palabra un resorte que nos advierte de este desgarramiento y nos da la posibilidad de rescatar, cuidar y sostener ese hálito de los tiempos idos que nos permitieron y nos permiten, a pesar de todo, estar aquí; es la palabra que conserva ese viento lejano, lejanísimo, y a la vez tan propio de lo humano que permite hacer presente el presente y anudar la dimensión fundamental del tiempo y el espació, del ser y del lugar.

La palabra pronunciada es nuestro lugar. El conocimiento del pasado, su sentido, está arraigado en el conocimiento de su pronunciación; de allí el tesoro invaluable de las tradiciones espirituales.

Tal vez, la sacralidad de la palabra sea el eslabón perdido.


Arte en portada
Migrating Birds, Norman Lewis

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