Un popular refrán polaco dice que “los viajes educan”. Muchos lo tenemos en cuenta a la hora de decidir a dónde ir de vacaciones de verano o incluso de Navidad. Pero, ¿es la movilidad libre y despreocupada el ideal para nuestros tiempos? Vivimos en la era del turismo de masas, y se pone el foco en su huella de carbono. Los temores ante la migración incontrolada también influyen en la percepción de la movilidad. El aumento del militarismo europeo implica, además, la movilización de los llamados recursos humanos en territorios estrictamente definidos. Por ahora, las restricciones más graves a la movilidad afectan a los ciudadanos de países como Ucrania y Rusia. Sin embargo, poco a poco se están endureciendo las medidas de control de los potenciales reclutas de los demás países del continente.
Entonces, ¿mi vida actual, que transcurre entre mi Varsovia natal, Berlín y Granada en Andalucía, donde desde hace un año funciona la primera Casa Eutopia, es una extravagancia, un derroche de la que debería avergonzarme?
La eutopía y el caso de Granada
En ‘Lisbon Story’, una película del famoso director alemán Wim Wenders de los años noventa, hay una escena que me gusta mucho. El protagonista recorre toda Europa recién unida en coche para encontrar a un amigo en la Lisboa del título. No tiene que detenerse en ninguna frontera; solo cambian los paisajes por la ventana y la radio del coche pasa a emitir programas en idiomas diferentes.
Yo llegué a Granada de una manera muy similar. Cuando era estudiante de la Universidad de Varsovia, hice autostop hacia el oeste y, tras hacer paradas en Alemania y Holanda, llegué a Andalucía después de un largo viaje. Viniendo de un país que hasta hace poco tenía la frontera cerrada bajo la cortina de hierro, me sentí como el protagonista de la película de Wim Wenders, felizmente libre.
Luego Granada se ganó mi corazón. Aunque he vivido en muchos lugares del continente y fuera de él, siempre he acabado volviendo. Así, mi biografía resulta una reafirmación de que vale la pena viajar. Y de que una buena política debería crear las condiciones de movilidad necesarias para minimizar sus efectos negativos y poner en valor sus ventajas, e incluso mejorar su imagen. Pero vayamos por partes.
Si imaginamos la eutopía como una forma de vida social y política anclada en un tiempo y un espacio concretos, la ciudad de Granada podría servir como uno de sus centros. No solo la predestina a ello su fascinante historia, sino también la forma en que sus habitantes la tratan. Prolongando el ambiente de las enseñanzas extraídas de los viajes, me gustaría hablar de ello recurriendo a tres ejemplos concretos: el llamado “quinto evangelio”, las excavaciones de Granada romana y el Concilio de Elvira.
Aunque los orígenes de la ciudad se remontan a antes de la época de la Antigua Grecia, el elemento central de la memoria colectiva contemporánea de Granada es la exitosa convivencia de su comunidad multirreligiosa en la Edad Media y el Renacimiento. Judíos, cristianos y musulmanes vivieron aquí en armonía durante muchas generaciones. Las huellas de esta convivencia se pueden encontrar fácilmente hoy en día en el pintoresco casco antiguo o en la espectacular Alhambra, palacio de los nazaríes. Así pues, el espacio urbano de Granada está predestinado a desenmascarar las simplificaciones trivializantes sobre la cultura de memoria, la movilidad o las diferentes formas de pertenencia.
Al mismo tiempo, la Granada contemporánea no es en absoluto un museo artificial al aire libre. Las autoridades municipales, independientemente de su color político, el sector de los servicios comerciales y numerosas iniciativas ciudadanas hacen referencia a la convivencia. Muchas instituciones se consideran herederas de esta tradición, al igual que las organizaciones sociales actúan atendiendo en este espíritu tanto a quienes viven en la ciudad desde hace generaciones como a los recién llegados.
La convivencia es también un fuerte imán turístico. El año pasado, Granada recibió más de seis millones y medio de visitantes. Esta cifra es siete veces superior al número de habitantes permanentes de la zona. Es decir, incluso la diversidad de su patrimonio, a veces casi edulcorada, le recuerda que cualquier división confrontativa entre nosotros y ellos (por ejemplo, entre cristianos y musulmanes) también mermaría considerablemente los recursos financieros de la ciudad.
Las sinuosas callejuelas del casco antiguo y su orden urbanístico poco evidente esconden muchas cosas fascinantes. Por ejemplo, que el pasado se puede ordenar de muchas maneras diferentes. Se puede ordenar en función de las nuevas experiencias, de las necesidades de cada uno e incluso del estado de ánimo del momento. El efecto será diferente cada vez.
En este sentido la memoria colectiva permanece sujeta a la misma dinámica fluida que los recuerdos individuales. Es bueno que siga siendo una especie de obra abierta. Y, como tal, goza del respeto de los ciudadanos y de la política institucional, que no debería encerrarla en ningún marco rígido. En una época en la que el lenguaje es un campo de batalla propagandístico, Granada nos invita a buscar una alternativa eutópica y nos enseña que la pedante separación entre los hechos históricos y la ficción no es tan importante.
¿Para qué sirven los evangelios?
Casi cien años después del final de la llamada Reconquista —es decir, tras la expulsión del último emir de Granada y la unificación de la Península Ibérica en manos de los reyes de Castilla y León—, un equipo de exploradores hizo un misterioso descubrimiento en una cueva al borde del barrio del Sacromonte, justo fuera de las murallas de la ciudad. En ese periodo se estaba llevando a cabo una erradicación de la convivencia. Sin embargo, los resultados de este proceso impulsado desde arriba fueron escasos. Se prohibieron el judaísmo, el islam e incluso la propia lengua árabe, pero los habitantes de la ciudad buscaron sus propios caminos fuera de la corriente principal. Practicaban rituales eclécticos alejados de la ortodoxia eclesiástica.
En este contexto, surgió entre los ingeniosos eruditos de la ciudad un proyecto que brotaba directamente de esta tradición popular: ¿y si se inscribiera el flujo ecléctico en el pasado mas glorioso de los primeros cristianos? ¿Y si se proporcionaran pruebas irrefutables de que no se trataba realmente de una aberración, sino de un retorno legítimo a las fuentes sagradas?
Así, el equipo mencionado descubrió en Sacromonte una colección de libros de plomo. Las doscientas veintitrés tablas redondeadas, colocadas unas al lado de otras, se parecían más a hostias que a libros. Resultó que las tablas contenían el llamado Quinto Evangelio. Se produjo un milagro y se halló el libro del Nuevo Testamento, perdido hacía mil quinientos años.
El texto del Evangelio de Granada mantenía un tono solemne. Destacaba que la propia Virgen le dijo al apóstol Pedro que los árabes son uno de los pueblos más nobles. Dios los ha elegido para revelar al mundo la ley del día del juicio. Por eso, les dará poder y sabiduría, aunque durante un tiempo sean enemigos. Porque Dios, en su misericordia, se vuelve hacia aquellos a quienes ha elegido como sus siervos. Incluso Jesucristo afirmó que los árabes volverían a Dios. Se acerca el tiempo de la revelación y el árabe será la lengua del Señor, del Evangelio y de la Santa Iglesia, a la que ellos también pertenecerán.
Ni siquiera un rey se atrevería a prohibir la lengua de la nueva revelación ni a discriminar a quienes la hablan, ¿verdad? De hecho, el hallazgo no cayó del cielo. Unos años antes, un papiro encontrado, nomen est omen, entre las ruinas del minarete de la gran mezquita de Granada, que acababa de ser demolida para construir la catedral, llamó la atención sobre el evangelio. Es difícil encontrar una metáfora más clara de la reconciliación. Sobre todo, porque el papiro estaba firmado por el propio San Cecilio.
San Cecilio habría sido discípulo de los apóstoles Pedro y Pablo, y el primer obispo de Illiberis (el nombre que los romanos daban a Granada). Al parecer, murió como mártir. Gracias a este papiro, la leyenda del misionero enviado a la península ibérica para predicar las enseñanzas de Jesús finalmente se comprobaba. Curiosamente, según los hallazgos, Cecilio y sus compañeros procedían de... Arabia.
En respuesta a estos descubrimientos, el Sacromonte y el barrio vecino del Albaicín se llenaron de capillas y cruces de carretera. Se celebraron procesiones marianas y adoraciones, y se construyeron nuevas iglesias. Alrededor de la cueva donde se hallaron las tablas se construyó una gran abadía. Los descendientes de los musulmanes Granadinos se convirtieron rápidamente en fervientes católicos.
En la entrada de la mencionada abadía del Sacromonte hay aún hoy un portal con un escudo. Debajo del sombrero cardenalicio, la cruz latina y los cordones con borlas hay una estrella de seis puntas en cuyo centro figura la inscripción “Yeshua” en letras árabes. Al observarla más de cerca, se puede ver que no se trata de la estrella de David, sino de la estrella de Salomón. La estrella de Salomón simboliza la interrelación entre el judaísmo, el cristianismo y el islam.
De hecho, el arzobispo de la época, promotor de lo quinto evangelio y fundador del monasterio, quería animar a los indecisos a convertirse, no como una traición, sino como la culminación de una nueva alianza. Sin embargo, ¿fue realmente San Cecilio el autor del texto del evangelio?
Falsificadores casi perfectos
Entre el grupo de eruditos mencionados se encontraba un tal Alonso del Castillo. Oficialmente, actuaba como traductor de tablas estas, escritas en una lengua difícil de clasificar, a caballo entre el latín y el árabe. Pero sus verdaderas intenciones quedaban ocultas.
Del Castillo comenzó su carrera a lo grande. Las autoridades de Granada le encargaron la traducción de la caligrafía de las paredes del palacio de la Alhambra. ¿Quizás contenían herejías y les habría que borrar? Del Castillo adaptó la traducción de tal manera que los temas musulmanes pasaron a un segundo plano. Nadie se dio cuenta en aquel momento y así sobrevivieron.
Incluso la Inquisición certificó que Del Castillo era un moro ejemplar. Es decir, que ha sido un cristiano bueno y un servidor devoto del rey. Ambas cosas iban de la mano desde que el papa otorgó a los gobernantes de España el título de Sus Majestades Católicas. Servir a la Iglesia era servir a la Corona. Los sucesivos encargos, incluso del propio rey, consolidaron el prestigio del erudito. Su autoridad era tan grande que se produjo un qui pro quo con el Evangelio. Se le encargó a él, creador de las tablas, su desciframiento.
Por supuesto, Del Castillo no actuó solo. Su estrecho colaborador fue Miguel de Luna, médico y filólogo. De Luna se hizo famoso por escribir un extenso estudio sobre la conquista de la Península Ibérica por los árabes en el siglo VIII. Conquista no es la palabra adecuada, argumentaba De Luna. Fue algo muy distinto. La población de la Península Ibérica sufría bajo el dominio de los visigodos, que estaban corruptos y decadentes. Acogieron con alegría el cambio político.
Sin embargo, a finales del siglo XVI, la historia no estaba del lado de personas como Del Castillo y De Luna. Su proyecto fracasó. El Imperio de los Habsburgo españoles puso a la península en un proceso de centralización homogenizante y recurrió a medidas drásticas. Hoy diríamos que cometieron purgas étnicas que rozaron el genocidio.
El broche final de esta tragedia fue la expulsión de los moriscos de España entre 1609 y 1614. Por cierto, el término «moriscos» resulta engañoso en este contexto. En realidad, el edicto afectaba a los católicos de al menos tres generaciones. Al estilo de las nazis Leyes de Núremberg no se tenía en cuenta la religión que practicaba una persona ni cómo se identificaba a sí misma.
Intentamos de nuevo
La expulsión de los moriscos provocó una crisis económica en el este y el sur de España. Con su marcha, se perdieron habilidades inestimables en agricultura y artesanía. Las tierras en barbecho sufrieron una erosión gradual cuyos efectos se siguen notando hasta hoy. También se produjo un retroceso en los ámbitos de la educación y la construcción, la calidad de vida disminuyó. Quienes, a pesar de todo, se quedaron en Granada, tuvieron que reinventarse: cambiaron sus nombres y apellidos, falsificaron documentos familiares y la historia de sus antepasados.
La humillación y el miedo a que se descubrieran los secretos familiares formaron parte del paisaje socioemocional de los granadinos durante generaciones. Tardó cien años en que el Vaticano reconociera oficialmente que el Quinto Evangelio granadino era un fraude. El monasterio y el barrio del Sacromonte quedaron paralizados a medio camino. De ser un proyecto prestigioso, se convirtieron en un refugio para los creyentes que, a pesar de todo, seguían aferrados a sus ideales eclécticas. Entretanto, el fervor religioso siguió siendo un elemento permanente de la realidad. Así nacieron las famosas procesiones de Semana Santa.
Un siglo y medio después, Granada lo intentó de nuevo. En 1754, un grupo de arqueólogos inició unas excavaciones a gran escala. Los trabajos se centraron en la zona del foro romano, en la parte alta del Albaicín. Y de nuevo se habló de Cecilio. En esta ocasión, los hallazgos fueron artefactos romanos con inscripciones.
Al principio, todo iba bien. La ciudad destinó fondos anuales fijos para financiar las excavaciones. Al igual que en la época de Del Castillo y La Luna, también aparecieron patrocinadores privados, entre ellos el arzobispo local. La alegría era enorme. Las espectaculares excavaciones duraron ocho años y muchos habitantes de España miraban con simpatía a la ciudad que recuperaba su prestigio. Sin embargo, de repente, se produjo una sorpresa: quienes desenterraban los artefactos antiguos los transformaban para sus propios fines (por ejemplo, añadiéndoles inscripciones adecuadas) y los enterraban en secreto para después desenterrarlos con gran pompa y boato.
Al frente de los trabajos, en el umbral entre la verdad y la ficción, estaba el canónigo Juan de Flores y Oddouz. Era hijo de un comerciante francés, prebendado de la Catedral de Granada, y un apasionado de la arqueología. Al esbozar su retrato psicológico, el investigador de la historia de la ciudad Manuel Barrios Aguilera apuntaba la necesidad de restaurar la buena imagen de la nueva patria, envuelta en la sofocante atmósfera de una pequeña ciudad provinciana.
Los prestigiosos hallazgos de la época de los primeros cristianos debían revertir la mala racha de Granada. De Flores se dedicó por completo a su misión. Invirtió en las excavaciones no solo su propio prestigio, sino también toda la herencia que había recibido de su padre. Sin embargo, cuando se descubrieron las falsificaciones, fue juzgado y condenado a ocho años de prisión. Murió en el ostracismo. Las pruebas fueron destruidas. En el fragor de los acontecimientos se perdieron numerosas antigüedades auténticas.
El celibato: ¿es imprescindible?
La identidad cristiana primitiva de la ciudad se basa, además de en la figura mítica de San Cecilio, en un acontecimiento real de la época del cristianismo primitivo: el sínodo de Elvira (el nombre de la ciudad en aquella época), que data aproximadamente del año 306.
Los llamados cánones de Elvira son el primer documento de este tipo de la Iglesia. En él se regulaban cuestiones como el celibato de los clérigos, la monogamia de los fieles o las relaciones con el judaísmo. Sin embargo, hay un pequeño problema. Porque nadie sabe hasta hoy si los cánones son auténticos. En concreto, entre los historiadores existe una controversia sobre qué cánones se aprobaron en el sínodo y cuáles se añadieron posteriormente.
Esto es importante, ya que las reglas cambiantes del latín eclesiástico influyen significativamente en la comprensión del documento. Así, los resultados de algunos estudios filológicos del canon treinta y tres concuerdan con la interpretación de la Iglesia católica, que considera que este canon establece claramente el celibato obligatorio para los clérigos. Sin embargo, hay otras teorías. Al situar la redacción de dicho canon en otro momento histórico, la construcción gramatical con doble negación y la sintaxis específica parecen indicar que la normativa prohíbe categóricamente el celibato.
En lugar de discutir hasta la saciedad, algunos investigadores sacan conclusiones particulares de todo el asunto. Quizás la gente de entonces, e incluso la Iglesia y las autoridades, no sentían la necesidad de una estandarización unificadora. A diferencia de las costumbres de nuestra época, las interpretaciones contradictorias de los cánones, dependiendo del contexto, el lugar y el tiempo, no causaban incomodidad. Incluso en cuestiones aparentemente tan fundamentales.
¿De qué habla la historia?
La actividad de De Flores, al igual que la de Del Castillo anteriormente, iba más allá de la dimensión individual, incluso la responsabilidad penal. Respondía a una necesidad social concreta. Al igual que los mesianistas románticos del siglo XIX, ambos parecían haber tomado sobre sus hombros el sufrimiento colectivo. Al hacerlo, desempeñaron un papel ambiguo como pioneros en la instrumentalización del pasado como herramienta de poder.
La base de su proyecto era la convicción de que la coexistencia de la población antigua y nueva de la ciudad (conversos, judíos, cristianos y musulmanes) podía legitimarse mediante un documento histórico. Un texto, debe recordar de hace mil quinientos años y escrito por un tal San Cecilio, del que nadie sabía si había existido realmente. El pasado se convirtió en la última ratio de gobernar: concedía el derecho a la vida. Y no el hecho de que cientos de miles de personas convivieran bien en un mismo territorio y en un mismo momento.
Aunque los falsificadores granadinos tenían buenas intenciones, sentaron un peligroso precedente. El pasado, incluso unificado y válido para todos y todas a la vez, ha acabado por legitimar las actuaciones del poder. Hasta hoy, las disputas sobre la guerra en Gaza o Ucrania se libran con un lenguaje en el que el pasado mítico es a menudo más importante que la práctica social.
Por suerte, en lo que respecta a los habitantes de Granada, tengo la impresión de que han aprendido la lección. Hoy en día, la memoria de la ciudad se asemeja al rizoma deleuziano. La ficción y los hechos se entrelazan aquí para bien y para mal, y el espacio multicultural significa cosas muy diferentes para cada persona. A veces es el mercadillo Al-Ándalus: tiendas, teterías, fumaderos de shisha y baños orientales en interiores decorados. Otras veces es la capital europea de los hippies, que en el Sacromonte no dejan de experimentar con los gérmenes de un mundo mejor. Por último, también se reivindican las cuestiones de identidad, como, por ejemplo: ¿el árabe forma parte de España?, ¿y Europa?, ¿y el islam?...
El mundo en camino
¿Cómo decía el refrán polaco? Los viajes educan. Pero, ¿se puede esperar que seis millones y medio de turistas al año en Granada sigan las huellas de la multifacética memoria de la ciudad? ¿Y por qué no? Pero también es verdad que no todo el mundo va de vacaciones para fascinarse con la eutopía y su discurso de memoria colectiva.
Países como España generan más del 10 % de su PIB gracias al turismo (Grecia, incluso, el 20 %). Es difícil esperar que renuncien a ello. En 2024 se registraron casi 1500 millones de viajes turísticos transfronterizos en todo el mundo. El problema es que los enormes ingresos obtenidos de esta manera no mejoran necesariamente la calidad de vida de los residentes permanentes de las regiones turísticas.
En ciudades como Barcelona o incluso Granada, la gente se siente abandonada. La lista de desafíos es larga: el aumento de los precios de alquiler y compra de inmuebles, la subordinación del sector servicios a las necesidades del turismo, la sobrecarga de las infraestructuras, la contaminación medioambiental y la redistribución defectuosa de los beneficios, entre otros. Por ejemplo, mientras que en toda Granada la media de viviendas en alquiler a corto plazo es de alrededor del tres por ciento, en el Albaicín es casi una cuarta parte.
Pero, ¿están necesariamente relacionados estos fenómenos con el turismo o con la movilidad en general? ¿Es posible imaginar una buena política que concilie las necesidades de residentes y visitantes? Creo que sí. Y no es tan difícil. Cuando observo a los grupos de turistas en Granada, me llama la atención que las rutas turísticas siempre se limiten a unas pocas calles. Las excursiones siguen la misma fórmula: visita a los monumentos más típicos, con la decoración más impresionantes. ¿Tiene que ser así?
La práctica eutópica sugiere por dónde empezar: escuchando atentamente las necesidades de sus habitantes. Y tratando de traducir esas necesidades en acciones. Por ejemplo, creando un marco financiero y legal favorable para los servicios orientados a las necesidades de los vecinos. Más tiendas de alimentación y no solo de recuerdos. Del mismo modo, no se deben privilegiar a los grandes inversores en detrimento de los particulares. Un buen ejemplo de ello son los estrictos requisitos de conservación de las viviendas en las casas antiguas. El habitante del casco histórico venderá su casa a un inversor para que la convierta en un hotel, ya que le resultaría extremadamente difícil renovarla según las normas de conservación para seguir viviendo en ella.
La perspectiva eutópica también permite llamar la atención sobre la responsabilidad de los usuarios individuales ante el estado. Es cierto que vale la pena promover el uso consciente de los medios de transporte. Sin embargo, si por ejemplo dos grandes países europeos como Polonia y Alemania no son capaces, en la tercera década del siglo XXI, de poner en marcha una conexión ferroviaria rápida entre Berlín y Varsovia, ¿a quién corresponde la responsabilidad de la contaminación causada por los vuelos de cincuenta minutos en esta ruta? ¿Se puede culpar a las personas que quieren volver a casa el fin de semana y para las que un viaje de varias horas a una velocidad media de cien kilómetros por hora no satisface sus necesidades?
Debe recordar, que el marco de cualquier actividad económica lo crea la política. Esto también se aplica al turismo. La política puede ayudar a los residentes a cuidar de un entorno agradable para vivir, independientemente del volumen de turismo. Para ello no se necesitan fórmulas mágicas ni recursos gigantescos. No es la movilidad la que constituye la fuente de los males, sino la mala gestión de los fenómenos que la acompañan.
Por supuesto, la movilidad no se reduce a viajar en avión con un visado en el pasaporte y la proverbial cartera llena. Hay multitudes de personas que, en mayor o menor medida en contra del orden político, cambian su lugar de residencia. En la falta de pasaporte y con la cartera vacía. Y, lo que quizá sea más importante, con la creencia de que el mundo es un lugar donde todos pueden vivir con dignidad. Vivir con dignidad significa tener un techo, comida, la posibilidad de construir vínculos con sus seres queridos y escolarizar a sus hijos. Si no parece posible en el lugar donde nació, entonces en otro lugar donde pueda llegar y donde le guste, porque sueña con ello. La movilidad tratada de esta manera debería ser el punto de partida de toda buena política. Por lo tanto, repito, no se trata de si, sino de cómo.
En este sentido, la mirada eutópica hacia Granada invierte el orden del debate: considera la movilidad como estado natural del ser humano y pide a la política que cree un marco favorable para ella. Quizás nos hemos acostumbrado a pensar que las personas móviles son excepciones: turistas, forasteros o refugiados. Son caprichosos o víctimas de la desgracia. Hay que someterlos a restricciones, estigmatizarlos y, en ocasiones, mostrarles compasión. Pero ¿no está precisamente compuesta la historia de personas en camino?
Desde una perspectiva más amplia, la demonización de las personas móviles se inscribe en la tendencia a percibir la realidad como un ciclo de crisis, epidemias, guerras y cataclismos. La periodista polaca Ewa Wanat, fallecida hace algún tiempo, escribió en el contexto del coronavirus que «no hay un mundo después de la pandemia, solo hay un mundo entre pandemias». Pues bien, yo no estoy de acuerdo. La comunicación eutópica nos invita a hablar del mundo en términos de movilidad fluida, no de conflictos y catástrofes.
Al olvidar la movilidad que conmueve al mundo entero o al querer controlarla a toda costa, es fácil dejarse hipnotizar por la catástrofe. Cuanto mayor es la creencia de que podemos controlar el cambio (la movilidad), mayor es la decepción cuando vemos que no es así. Es precisamente esta decepción la que pinta la realidad con los negros colores de la violencia y el caos. No nos dice mucho sobre cómo construir un mundo mejor y su política.
Las versiones polacas de este ciclo de ensayos eutópicos se están publicando en la revista Liberté! Las alemanas, en el diario Berliner Zeitung.
/EL FIN/
Arte en portada
Stage Design for the Firebird, Natalia Goncharova
%2010.19.36%E2%80%AFa.m..png)
%2010.22.59%E2%80%AFa.m..png)

%209.23.52%E2%80%AFa.m..png)

%209.32.55%E2%80%AFa.m..png)
%2012.09.41%E2%80%AFp.m..png)