Varias cosas me unen a Concha Urquiza: su misticismo, su sentido de la poesía como un palimpsesto de la tradición que nos viene desde Grecia a través del cristianismo, y su espíritu rebelde. Sin embargo, en medio de todo lo que se ha escrito sobre ella, nada como el libro de Margarita León, De contrarios principios engendrada. Poesía y prosa de Concha Urquiza (UNAM, 2010) ha podido dar respuesta a dos preguntas que siempre me han asediado en referencia a Concha: ¿dónde ubicar su voz poética profundamente diluida en las escrituras de la larga tradición occidental y a la vez —maravillosa paradoja— tan personal que ninguna voz en la poesía mexicana se le parece? ¿Realmente, a través de su poesía más acabada resuena una experiencia mística incontestable?
Lo que logra Margarita León en su libro —cuyo título está tomado de un verso del cuarto soneto de la serie “Jesús llamado el Cristo”— es, primero, descubrirnos, mediante el rastreo de las fuentes poéticas de la obra de Concha, a una poetisa que entendió la poesía como una reescritura. Semejante a los poetas del Siglo de Oro y a los más radicales del siglo XX, como T.S. Eliot y Pound, Urquiza retoma los poemas fundamentales de Occidente, en particular de la lengua castellana, y, a través de su propia experiencia de vida, los reescribió, los reformuló o los rehizo. De allí su originalidad que la hace, en medio de las vanguardias de la época y de su gusto por la innovación, tan tradicional y a la vez tan moderna; de allí, también, su parecerse a todos y a nadie más que a ella. Pareciera como si, a través del análisis de Margarita León, pudiéramos ver a una Concha que, tocada por lo inefable, utilizó las escrituras del pasado como un espejo sonoro que le permitió delinear los trazos de su alma y decir su experiencia interior. En este sentido —y éste me parece el otro logro de Margarita León—, al entreverar su método de rastrear las fuentes de la poesía de Concha con los fracturados acontecimientos de su vida (sus primeras incursiones poéticas, su precoz rebeldía, su amistad con Arqueles Vela, sus vínculos con el comunismo, su exilio en Nueva York, sus primeras experiencias espirituales a través del androginismo, su regreso a México, su encuentro con Gabriel Méndez Plancarte y con Tracisio Romo, su estancia como postulante con las Hijas del Espíritu Santo, su deserción, su nomadismo entre México, Michoacán, San Luis Potosí y, finalmente, Ensenada, donde encontrará la muerte) , Margarita León logra mostrarnos si no a una mística acabada, sí a una mujer que, invadida por Dios, miraba con una profundidad espiritual que sólo puede encontrar su equivalente en México, en Concepción Cabrera de Armida y en Angélica Álvarez Icaza.
Invadida por Dios, desgarrada entre su amor por Cristo y su amor por los hombres, Urquiza recorre en el breve lapso de su vida las noches de los sentidos y la del espíritu. A pesar de la conclusión de Margarita León de que sus dos últimos sonetos, “Nox” —que aluden a la segunda noche y que fueron escritos poco antes de su muerte— “se acercan peligrosamente al gnosticismo […] específicamente a la teoría del dualismo […] que aspira a la ‘unión de los dos principios supremos del bien y del mal para engendrar al mundo, en el cual se unen las tinieblas y la luz […] con preponderancia de las tinieblas”, yo veo en ellos una de las expresiones poéticas más hermosas y terribles de uno de los grados máximos de la experiencia mística: la de la ausencia de Dios, esa experiencia que, como le sucedió al final de su vida a Santa Teresita y a Concepción Cabrera de Armida, es la terrible gracia de compartir la soledad de Cristo en la cruz y la presencia de Dios en las partes más profundas del espíritu que son ajenas a los consuelos sensibles.
No sé si dada la tensión de su vida, Concha Urquiza habría podido vivir con esta sequedad sin sucumbir a sus deseos más humanos. En todo caso ella, como lo muestra Margarita León, anuncia en esos sonetos su muerte, una muerte en la que, como en el final de su soneto “Job”, una obra maestra de la literatura mística, se consumió al fin en la “oscura lumbre” de los ojos de Dios.