Con excepción de Iosif Brodsky, que a lo largo de sus últimos veinticinco años (1981-1996) no dejó de escribir poemas de Navidad, no conozco poeta alguno que se haya entregado tanto a la exploración de un misterio cristiano. Lo asombroso de este caso no es sólo la fidelidad con la que cada fin de año Brodsky ejercía ese oficio para celebrar uno de los misterios fundamentales del cristianismo, sino, primero, que ese poeta judío no compartía esa fe, y, segundo, que muchos de esos poemas son más profundos y reveladores de ese misterio que muchos de los miles que ha preservado la tradición.
La razón es doble. El poeta, que viene de una experiencia semejante a la del místico, padece la revelación del sentido oculto de las cosas, y, en el caso de Brodsky —un poeta de la memoria civilizatoria y de la metafísica—, esa revelación le permitió ver en la Navidad el sentido profundo del destino del hombre: la irrupción de Dios en el tiempo humano y sus tiranías; el vínculo de lo eterno en el cronos; la experiencia de lo simple cotidiano como experiencia de lo trascendente, y, algo más, quizá lo más profundo: el amor, que permite que en la mayor distancia entre la criatura y su creador, entre el Padre y el Hijo —la que existe a consecuencia de la espesura del tiempo, del mal y de la historia—, el vínculo de la intimidad que habita en el amor trinitario no sufra ninguna fractura. Pienso, sobre todo en un poema escrito el 25 de diciembre de 1990, seis años antes de su muerte:
No importa que había a su alrededor; no importa
qué quería decir la ventisca en sus largos aullidos,
si estaban hacinados en la casa de los pastores
o si no tenían otro lugar en el mundo.
Primero, estuvieron juntos. Segundo,
lo más importante, eran tres. Y a partir de aquel instante
todo lo que se creaba, se regalaba, o se cocía
por lo menos entre tres se repartía.
El cielo helado sobre improvisado techo
como un adulto que se inclina sobre un pequeño,
fulgía como la estrella, que ya nunca
escaparía a la mirada del niño.
La leña ardía, pero la leña se acababa.
Todos dormían. La estrella destacaba entre las demás,
no por su resplandor, quizá excesivo, sino porque unía
al que estaba lejos con el más cercano.
La mirada de Brodsky, ve en la sencilla cotidianidad de la Navidad, José María y el niño —rostro simbólico del amor trinitario—, y en la estrella de Belén —que en la poética de Brodsky simboliza la mirada del Padre—, el vínculo del amor que une todo. Ahí, en esa escena cotidiana y doméstica, el resplandor de la estrella, es decir, el resplandor del amor, que viene del vacío de la noche, aparece como la cópula, el signo de doble virtud que, al triunfar sobre la mecánica bruta del espacio y el tiempo, mantiene la unidad de lo eterno y de su calma. Lo que Brodsky nos revela desde la belleza de la poesía, Simone Weil, lo revela desde la perentoriedad del lenguaje filosófico: “El amor entre Dios y Dios [entre el Padre y el Hijo], que es el mismo Dios, es [un vínculo] de doble virtud que se extiende por debajo y triunfa sobre una separación infinita. La unidad de Dios, donde desaparece cualquier pluralidad, y [la distancia] donde [se encuentra el niño de Belén] sin dejar de amar perfectamente a su Padre, son dos formas de la virtud divina, del mismo amor que es Dios mismo.
“Dios es tan esencialmente amor, que la unidad, que es su definición, es un simple efecto del amor. Y a la infinita virtud unificadora de ese amor corresponde la infinita separación —toda la creación desplegada a través de la totalidad del espacio y del tiempo, hecha de materia mecánicamente brutal, interpuesta entre Cristo y su Padre— sobre la que triunfa”, unificando todo, reuniéndolo en su amor.
Ese acontecimiento, que Brodsky no dejó de poetizar en sus últimos veinticinco años, constituye para él la presencia constante de la luz, que vence la oscuridad y la desesperación, la manifestación del logos, que desde la noche se articula y, al revelar la única realidad posible: el amor, llena de sentido al mundo redimiéndolo de sus sombras y de la mecánica bruta de sus tiranías.
Arte en portada
Nativity at Night, Geertgen tot Sint Jans (c 1490)
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