REGISTRO DEL TIEMPO
28/5/2025

Arriba las manos, poeta García Madero

Luis Bazet

Los real visceralistas están locos; son jóvenes, insolentes, y le quieren pegar a Octavio Paz. Así describe Pierre Ducrozet, en el podcast Les romans qui ont changé le monde, sus impresiones de los poetas malditos mexicanos la primera vez que leyó Los detectives salvajes. Fue en una plaza en Berlín, intercambiándose el libro en español y en francés con un amigo cada tantos pasajes.

Yo leí Los detectives salvajes por primera vez en la universidad. Tenía unos veinte años. El amigo de un amigo trabajaba en un hotel. Un día, un huésped se dejó un libro: The Savage Detectives. El amigo de mi amigo lo leyó y le encantó; se lo prestó a mi amigo, a quien le gustó tanto que, poco después de terminarlo, se compró la edición en español y lo leyó otra vez, y nos lo recomendó.

Me tardé unos dos o tres días en leerlo. Fue en el área de fumar de una panadería cerca de mi casa, que abría temprano, cerraba tarde y vendía café barato y asqueroso; ahora es un Oxxo. Era esa edición tan bonita de Anagrama, roja y con la imagen de los tipos con pinta de mafiosos caribeños en la cubierta (The Billy Boys, de Jack Vettriano). En ese entonces, mi parte favorita de la novela era aquella narrada por Xosé Lendoiro, cuyo final yo normalmente cuento de este modo:

Ahora es momento de hacer un chiste. Por desgracia, solo se me ocurre uno, y para colmo es de gallegos. Va un gallego caminando por el bosque y se encuentra a diez, no, a cien; no: se encuentra a seis mil millones de gallegos gritando y llorando. Y agarra a uno de los gallegos y le pregunta por qué están gritando y llorando. Y el gallego se seca las lágrimas, se calma un poco y le responde: porque estamos solos y nos hemos perdido.

Pero  el pasaje no va realmente así. Por lo demás, Los detectives salvajes tiene tantas partes memorables. Lo de los cortes en el pene, la categorización de los poetas, el duelo de espadas; Claudia y Ulises en Tel Aviv, Daniel y Norman en Oaxaca; “que me vale madres el tabaco cubano, donde arda un Delicados que se apaguen los demás” (yo fumaba Delicados). Amigos míos se han tatuado “Sión”. Cuando le regalé a una amiga danesa la traducción al inglés, no pude resistirme a hojearla para ver cómo habían traducido guagüis. (Se fueron por blowjob. ¡Mal! Por si a alguien le interesa, mi sugerencia hubiera sido: sloppy joe).

Se ha escrito mucho sobre Los detectives salvajes: sobre su valor literario, la relación de la obra con la vida de Bolaño, su aproximación a la voz narrativa y la violencia. Menos se ha escrito sobre la importancia que ha tenido en la vida de sus lectores, sobre la experiencia de haberlo leído, posiblemente porque parece una ridiculez. Esto es extraño, no en menor medida porque a muchos de esos lectores nos gusta expresar, pública o privadamente, nuestro cariño por el libro.

El 11 de abril de este año, sobre un escenario decorado con cajas y botellas de cerveza con la cara de Bolaño y ejemplares del libro (incluyendo la nueva edición ilustrada) en un microauditorio en el sótano de la Biblioteca Gabriel García Márquez de Barcelona, tuvo lugar una lectura en vivo de Los detectives salvajes. Yo fui el lector doce. El lector uno, que pudo recitar el mítico “He sido cordialmente invitado…”, fue A. G. Porta; leyó también Juan Pablo Villalobos. Unos tres días antes del evento, los que nos habíamos anotado como voluntarios recibimos el fragmento que se nos había asignado. Hubo muchos lectores (cada fragmento era de poco menos de mil palabras) y muchos acentos: España, Colombia, México, Chile, Argentina.

Tras revisar mi fragmento, me sentí decepcionado. Quizás sería mejor decir que me sentí desaprovechado: en el pasaje que me tocó casi no había mexicanismos, y dado que aparentemente al hispanohablante no mexicano se le dificulta pronunciar correctamente palabras como Tlalpan y Anáhuac, y en razón también de esta gracia en el hablar que tengo cuando le digo a alguien que se vaya a la chingada, bueno, consideré que mis servicios pudieron haber sido utilizados de un modo más provechoso.

El camino de los que gustan de Los detectives no está exento de críticas. En un ensayo notablemente balanceado sobre la obra de Bolaño —y que he perdido, y cuyo título y autor he olvidado— se defiende que sus tramas suelen ser una especie de promesa vacía: el aviso de un desenlace narrativamente satisfactorio que frecuentemente se intercambia por un silencio autoimpuesto y pseudo-profundo. Y que los libros de Bolaño deben buena parte de su éxito a que perpetúan, para los lectores extranjeros, el lugar común de una América Latina en la que nunca ha habido ni habrá nada más que muerte, sexo y violencia.

Toda obra perdurable, como lo ha sido Los detectives, siempre puede ser evaluada desde múltiples ángulos. “The Savage Detectives is not only about what it means to be lost”, comenta Edwin Turner en su (tercera) reseña del libro, “but also about what it means to lose—one’s friends, one’s group, one’s country, one’s mind”. Difícil que no genere tanta simpatía si uno de sus temas principales es el de perder —entre las experiencias universales, una de las más íntimas—. Mohamed Mbougar Sarr, otro invitado en Les romans qui ont changé le monde y autor galardonado de La plus secrète mémoire des hommes (novela explícitamente bolañesca), recuerda que, por muy exacerbada que sea la insolencia de los real visceralistas, no se le antojó amarga. Es jovial —báquica, si se gusta— y nos invita a confiar en una intuición juvenil: la de que el mundo abunda en cosas repugnantes, y está bien querer rechazarlas y abocarse a la belleza.

Los detectives salvajes es más que un libro de culto: es un libro importante, que debe su continuada reputación al lugar que sus lectores le guardan en su sensibilidad y su memoria. Para nosotros siempre será un placer volver a él, solos o acompañados, para escuchar lo que entonces tenga que decirnos sobre nuestra juventud y nuestra falta de grandeza.

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