Tan sólo nacer, cada ser humano es revestido de expectativas, de deseos impuestos, de nombres, de sobrenombres, de proyectos dados, de pasados y de futuros. Los padres y el mundo dotan a cada nuevo integrante de la humanidad con una serie de marcadores cuyo objeto es transformar a cada bebé –novedad total, potencialidad pura–, en algo conocido, comprensible, asimilable, predecible. No vaya a ser que nos sorprenda con algo desagradable o, peor aún, inclasificable. Toda la posibilidad que cada niño trae consigo es codificada con las palabras, ya viejas y usadas, gastadas, del mundo administrado.
Es cierto, sin embargo, que no somos potencialidad pura. Lo que sí somos al nacer, esa carne, “amasijo de huesos y tendones”, nervios y fluidos, que chilla, mama, caga, mea y en ocasiones, demasiado pocas siempre para los padres, también duerme, es ya alguien y no algo: un sujeto y no una mera cosa. Para no dar más rodeos: es un ser cuya intimidad está habitada por el Absoluto. Ya por ese pequeño detalle estamos distanciados de la potencialidad total. Si algo nos determina, y bien determinado, es la marca del Infinito, esa que reconoce cualquier corazón de carne que mire dormir a un bebé.
La huella de haber sido visitados por el Amor no es lo único que determina nuestra existencia. Hay otra serie de aspectos, casi todos históricos, otros biológicos, que juegan un papel relevante en la conformación del contenido de nuestro nombre: la genética, la lengua de nuestros padres, la tierra natal... Cada singularidad que somos, sin embargo, se resiste a ser del todo dominada por esas piezas históricas que construyen la forma de nuestra forma de vida. Hay en cada nuevo ser algo inédito y misterioso que no puede ni someterse a nada ni ser sometido por nadie.
La desnudez del bebé es palmaria y no sabemos lo que hará ni lo que no hará, lo que le hará reír o lo que le hará enfadar. No tenemos idea de qué preferirá, que detestará, qué acciones emprenderá y cómo alterará el mundo. No sabemos de qué artistas gustará, la música que preferirá ni quiénes serán sus enemigos. Pero principalmente, y por encima de todas las otras cosas, no conocemos qué es aquello que amará, por quién será amado y qué despertará su deseo: irascible, concupiscible, sexual, profesional, metafísico, artístico, pugilístico o consumista. Nada de eso se ha realizado aún. La posibilidad abunda y la incertidumbre, en este caso, entra en limpio contubernio con la pureza.
Igual que el bebé, el anciano, especialmente el moribundo que cada noche ve, al cerrar sus ojos, el rostro de la muerte, es pura incertidumbre. No solo para los terceros, sino principalmente para sí mismo. Nadie puede asegurar ni insinuar siquiera qué ocurrirá consigo después de su trance final. El último acto, el abrazo a lo totalmente Otro, está plenamente fuera de nuestro control. Ese último movimiento hará al moribundo ingresar, finalmente, en el Misterio. Igual que el bebé, está desnudo ante la muerte. Los pocos ropajes que le vistieron, que ganó y que perdió, las vivencias que habitan su fallida memoria, las marcas en su cuerpo que dicen lo que hizo y lo que dejó de hacer, no pueden cambiar el advenimiento del Misterio, el destino hacia el que camina, paradójicamente, libre y sin poder evitarlo. No tiene nada más que su ignorancia y la ciega confianza o la ciega desconfianza que le hacen masticar y parpadear día a día.
Entre estos dos individuos, el ser humano medio, el que vive en lo histórico, entregado a banalidades y entretenimientos o a deberes y responsabilidades irrecusables, está habitado por monstruos terribles. Ese individuo de la mitad está siempre vestido: goza y, sobre todo, sufre de su propio yo, que se fabrica en el diario trasegar para jugar un papel en el gran teatro del mundo. Lo habitan odios, pasiones, deseos, esquizofrenias, miedos, amores, fútiles y no, caprichos, virtudes, vicios y, principalmente, una Ansia que domina su presente.
Mientras que el ser humano medio es, sobre todo, actividad, y en ese activismo crea un vellocino de sí mismo, un ornitorrinco adornado de gestas y discursos, el bebé y el moribundo se hermanan en la libertad del no hacer y del no tener. Desasidos de su yo, son poseídos por el Amor, por el Absoluto que les insufla la vida y los conduce a la muerte. A ambos. Al mismo tiempo. Este contraste llevó a Simone Weil a afirmar que “no hay más que dos instantes de desnudez y de pureza perfectas en la vida humana: el nacimiento y la muerte. A Dios no se le puede adorar bajo su forma humana sin manchar su divinidad si no es como recién nacido o agonizante” (Simone Weil, La gravedad y la gracia, p. 85).
La Navidad y el Viernes Santo son, pues, las formas puras de la desposesión, de la descreación del pecado, del vaciamiento, de la total disponibilidad, de la vulnerabilidad: la posibilidad de recibir al otro a riesgo de ser herido de muerte. El hombre que es Dios fue, en cada instante de su paso por el mundo, entre Belén y el Gólgota, la verdad de lo humano; pero dos momentos de su vida: el llanto de la salida de la entraña sangrante de María y la asfixia agonizante y desesperada del crucificado, están íntimamente mancomunados con la muerte. Pasividad y vulnerabilidad total. El Dios hombre no hace nada: le hacen cosas. Esos momentos revelan con una claridad diáfana y mucho más radical que todos los otros momentos del Evangelio la vocación de cada persona, la única forma de la vida humana que hace posible que no nos devoremos los unos a los otros y que acontezca, de vez en cuando, una centella de gracia en nuestra historia: hacer un hueco, hacernos vulnerables, retirarnos para dar espacio al otro.
Arte en portada,
Natividad, William Congdon

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