REGISTRO DEL TIEMPO
13/8/2025

386 cuerpos embalsamados sin incinerar

Diego I. Rosales
: Frente a lo que desaparece: lo que no desaparece
Antígona González
Sara Uribe

El pasado 26 de junio de 2025, las autoridades estatales de Chihuahua encontraron en el crematorio Plenitud de Ciudad Juárez, en la colonia Granjas Polo Gamboa, 386 cuerpos embalsamados y sin incinerar. Algunos de ellos de hasta tres o cuatro años de antigüedad.

No puedo imaginarme, y no quiero, aunque creo que hago bien en hacerlo, el escenario con el que los policías se encontraron en esa casa. 386 cuerpos. Muertos. Tres ó cuatro años de antigüedad. La peste y las formas corpóreas que esos hombres encontraron debieron ser un espectáculo verdaderamente infame, inhumano, no lejano a los barracones de Bergen-Belsen, de Buchenwald o de Dachau. Digno de grabar sus mentes y sus almas para siempre.

Hoy, a más de un mes del hallazgo, las noticias hablan de esto someramente, apenas a cuentagotas. Con la misma vergüenza con la que se habla de una pelea familiar o de una infidelidad. O más bien, y más horroroso aún, con la misma normalidad con la que en México se pela una tuna y se deshecha su piel.

Aparecieron cuerpos. ¿Cómo puede un cuerpo, o varios –digamos, por ejemplo, 386– aparecer? En este caso, por el hedor. La peste. Las miasmas. Y porque un vecino avizoró algo extraño dentro de la cajuela de un coche cerca del Plenitud. Los humores y gases emitidos por la podredumbre fueron la mejor denuncia. México es ese lugar del mundo en el que la ley de la vida y de la química exhiben mejor el crimen que la voluntad humana, estúpida, de ocultarlo.

¿Qué clase de barbarie se ha apoderado de este país para que despreciemos así los cuerpos muertos de nuestros hermanos? No deja de ser paradójico que aparezcan cientos de cuerpos cuando según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), de enero a junio de 2025 se reportaron 7,778 personas desaparecidas.

El número 381 está lejos del 7,778. Pero aunque estuviera cerca, la paradoja no estriba en el mero juego diabólico de apariciones y desapariciones. Los cadáveres encontrados en el Plenitud correspondían a personas cuyos familiares vivían con la confianza de haber enterrado a su muerto bajo la ley de Dios y dentro de las leyes del Estado. Vivían bajo la certeza de que tenían en sus urnas las cenizas de un ser humano y no minerales anónimos. En México desaparecen personas y los cuerpos que aparecen no habían antes desaparecido. Estos cuerpos, se suponía, se habían ido ya al otro mundo y dormían en paz bajo las condiciones que un buen entierro le da a los muertos.

3 ó 4 años de antigüedad. Todas las cifras en este caso son estrambóticas, increíbles. ¿En qué estado puede estar cuerpo que, aunque embalsamado, lleva 4 años amontonado en la habitación de una casa? Y digo habitación forzando la lengua: ese espacio era el lugar de lo inhabitable. Más números: al 12 de agosto del año en curso, han sido identificados 39 de los 386 cuerpos. 32 familias han sido notificadas y sólo 27 recibieron de vuelta los restos de seres queridos (Aranza Estrada, Infobae: https://sl1nk.com/0W1s4) . A darles, pues, santa sepultura.

Podríamos hablar de la total ausencia del Estado, pero peor aún es la posibilidad de pensar en las personas que, fraudulentamente, vendían servicios de cremación para arrojar a los cadáveres a una habitación, uno encima de otro, como ladrillos en una obra gris, y entregaban a los familiares pedrecillas y arena en lugar de las cenizas de un muerto. Hace falta decir lo obvio: esto es barbarie en el pleno sentido de la palabra.

La barbarie, dice Michel Henry, consiste en la prevalencia en la Modernidad de la lógica del objeto, de la cosa, del fetiche, de lo que está ahí delante con carácter de artefacto disponible. La barbarie coincide con el olvido de la Vida, con la reducción de ésta a su aspecto biológico; la barbarie es olvidarse del acontecimiento invisible que nos hace ser y mirar el mundo, de la condición de posibilidad de la existencia entera, una existencia que es todo menos cosa y objeto. La Vida es precisamente lo que no está disponible. Lo que recibimos sin, nadie, nunca, haberla pedido ni ser capaces para darla. La Vida es lo que nutre la existencia, lo que da luz a la conciencia; Vida es la savia misma del cosmos y de las cosas, pero no, nunca, las cosas ni el cosmos. Vida es la carne de nuestra carne, pero no la materialidad de nuestro cuerpo. La Vida no nos pertenece: es el misterio al que pertenecemos.

¿Qué tuvo que haber pasado en la conciencia de un grupo de seres humanos que pueden mirar, día con día, semana con semana, la acumulación de cadáveres en condiciones concentracionarias, y seguir viviendo como si no estuviera pasando nada? ¿Qué elecciones previas tuvo que haber hecho, libremente, aquél que miraba al muerto y lo ponía encima de otro, para poder ejecutar ese movimiento y tolerarse luego a sí mismo?

Un solo cuerpo sin enterrar bastó para que Antígona diera la vida por conseguir la santa y correcta sepultura que a su hermano le era debida. Aunque la analogía es atrayente, las diferencias entre el caso del Plenitud y de la ciudad de Tebas son abismales. Polínices no recibió sepultura por orden del rey, Creonte, al haber sido juzgado como traidor. Antígona rompió el decreto y la ley secular al realizar un rito fúnebre sobre el cuerpo de su hermano. No solamente por la dignidad y el valor sagrado del cadáver, lo que ya habría sido suficiente,, sino que ella sabía que las miasmas de la podredumbre de un cadáver insepulto contaminarían el destino de la ciudad entera, trayendo la maldición de los dioses y la proliferación de mayores y peores males. Creonte quería exponer como carroña el cadáver del traidor en un ejercicio del poder soberano, como un acto político por el que se pronunciaba como señor de la vida y de la muerte en su propia jurisdicción. Ahí radicó su blasfemia, su profanación y su sacrilegio. Creonte quiso ser dueño de mucho más de lo que su potestad le permitía. Y ahí estaba, en contraparte, la santidad de Antígona, quien reconoció que tenía un deber con el mandato sagrado de la vida y de la muerte, aunque esto le trajera consigo una trágica muerte. Había en ella la presencia en su conciencia del Bien sagrado que obliga a una persona a vivir de una cierta manera aunque tenga por ello que sacrificarse.

Polínices fue abandonado explícitamente por el soberano para la exhibición obscena de su poder. Pero en Ciudad Juárez no había decreto real alguno que ordenara nada ni que prohibiera nada. Los 386 cuerpos fueron abandonados por la estupidez. No por la banalidad, como quizá habría querido decir Arendt. El mal  nunca es banal. Es siempre terrible, destructor. Y si éste se cuela en el mundo por la estupidez humana, esa estupidez no es tampoco una banalidad, sino una perversidad tremenda. El mal no es banal. Es siempre perverso.

La profanación de 386 restos humanos es, lamentablemente, un episodio que será prontamente olvidado y por el que la sociedad mexicana sufrirá una condena moral, lo que incluye el olvido mismo de esa condena, pues el mal mismo tiende a esconderse y quiere que la gente lo olvide. Se goza en la velocidad del mundo y en la sociedad del espectáculo, que puede ofrecernos a diario numerosos shows de diveras índole para que no seamos capaces de pensar nada en serio.

Memoria, memoria, memoria. Hubo en México un tiempo en que la memoria dominaba nuestros ritos y nuestras costumbres. Un vestigio estrafalario de esa vida es el de los altares de cada día segundo del mes de noviembre, cuando las familias recordamos a nuestros muertos, que viven, y les levantamos un altar para atraerlos de nuevo al hogar aunque sea por una noche. En esos altares el humo y la fragancia del copal y los inciensos alimentan el ritual. Hoy México ha cambiado el ritual por el abandono de los muertos a la manera de los deshechos de productos industriales. Si el copal, en noviembre, dignifica la muerte, que en el fondo es vida, las miasmas de Ciudad Juárez condenarán moralmente a este país indiferente a la barbarie durante muchos años más que los que sufrió Tebas.

Arte en portada

Sketch for States of Mind: Those Who Stay, Umberto Boccioni 1911

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