REGISTRO DEL TIEMPO
28/5/2025

Luces de esperanza a 1700 años del Concilio de Nicea

Talib Zamudio

El primado de Pedro como Caridad y Unidad

El Papa Francisco trabajó y desarrolló las relaciones entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa. Su muerte trajo consigo incertidumbre y expectativas sobre el futuro del diálogo entre ambas Iglesias. Sin embargo, también dio muestra de la relación y el creciente respeto (e incluso cariño) entre sus líderes. Bartolomé I, Patriarca Ecuménico de Constantinopla, asistió al funeral de Francisco como muestra de su aprecio y respeto por él; y ocupó una posición de honor, de acuerdo con el canon 3 del Concilio de Constantinopla (segundo concilio ecuménico en el 381), que declara «El obispo de Constantinopla, sin embargo, tendrá la prerrogativa de honor después del obispo de Roma porque Constantinopla es Nueva Roma», manifestando así el aprecio por la tradición que nos une y de su anhelo de reunificación.

Antes de su asenso al trono de Pedro, Prevost tenía pocas declaraciones sobre la Iglesia Ortodoxa; pero éstas ya esbozaban tanto su agustinismo como su deseo de unidad: “en el Uno —que es Cristo— somos uno” decía. Una vez electo León XIV, el Patriarca Bartolomé reiteró su deseo de seguir profundizando las relaciones entre Oriente y Occidente. Este domingo 18 de mayo el Patriarca de Constantinopla, junto a Teófilo III, Patriarca Ortodoxo Griego de Jerusalén, asistió a la entronización del nuevo Patriarca de Roma. Prevost, por su parte, planea ya un viaje a Turquía a finales de noviembre, en el que se encontrará con Bartolomé para celebrar el 1700 aniversario del Concilio de Nicea (325), siendo esta su primer visita con motivos puramente eclesiásticos; ante esto Bartolomé lo invitó a aprovechar el viaje para tener una reunión personal para dialogar y reanudar el avance ecuménico.

Como antecedente de la relación de León XIV con las Iglesias Orientales, el pasado 14 de mayo el Papa dio un discurso en el Jubileo de las Iglesias Orientales, aquellas que se han erigido como vasos comunicantes entre Roma y Constantinopla. Afirmó la importancia de estas Iglesias, tanto por su origen geográfico e histórico, como por la riqueza que otorgan a la catolicidad. Ya su antecesor, León XIII, había declarado que cualquier misionero latino que intentara persuadir a algún católico oriental de abandonar su rito para abrazar el rito romano debía ser destituido de su cargo, y recordó que la obra de la salvación había comenzado en Oriente; como dicen los Hechos de los apóstoles «fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de Cristianos» (11:26).

En un llamado a los católicos del oriente, el nuevo Pontífice dijo «La Iglesia los necesita. ¡Cuán grande es la contribución que el Oriente cristiano puede darnos hoy! ¡Cuánta necesidad tenemos de recuperar el sentido del misterio, tan vivo en sus liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan asombro por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! ¡Y cuán importante es redescubrir, también en el Occidente cristiano, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogia, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales! Por eso es fundamental custodiar sus tradiciones sin diluirlas, tal vez por practicidad y comodidad, para que no se corrompan por un espíritu consumista y utilitarista».

Las palabras del Pontífice son duras, pero ciertas. Después del Concilio Vaticano II el rito latino sufrió muchos abusos, tanto litúrgicos como de tradiciones. Con misas que a veces rayan en un espectáculo, sacerdotes que niegan la importancia del ayuno y dicen a los fieles que “no es necesario ayunar de comida, sino que hay que ayunar de malas intenciones”, con la racionalización de la fe —a causa, a mi pesar, de una tradición filosófica exacerbada—, y la pérdida de la vida espiritual, el Papa erigió a Oriente como ejemplo de la vida cristiana, y llamó a los católicos orientales a ser testigos (μᾰ́ρτῠρες) de la fe. Ante la pérdida e intento de dilución del Misterio de la Encarnación —que se vive en la liturgia, en el ayuno y en la oración— el Patriarca de Roma, mayor autoridad eclesial de Occidente, encontró que la medicina para la muerte espiritual está en las tradiciones orientales que ponen la mística en la cotidianidad.

La admiración de Prevost por el Oriente cristiano no se quedó sólo en esas declaraciones; celebró su liturgia de entronización cantando el Evangelio en griego, usó una patena (disco eucarístico) —al modo que se hace en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo que es la que celebran las Iglesias Ortodoxas— y recibió con lugares de honor a Bartolomé y a Teófilo III (además de a los Patriarcas Ortodoxos Orientales, también llamados “miafisitas”). Su homilía, rica en contenido teológico y eclesiológico, desarrolló dos puntos fundamentales de cómo llevará a cabo su papado: sus deseos de unidad en Cristo y la autoridad de Pedro como primum inter pares, una autoridad no basada en el poder, sino en la caridad, bajo la idea de que estas son las dos tareas que dio Cristo a Pedro: la guía como servicio y la unidad de la Iglesia como una familia.

Respecto de lo primero, León XIV afirmó en su homilía que su primer gran deseo como Patriarca de Roma y líder de la Iglesia Católica es el tener una Iglesia unida, bajo la idea que se ha vuelto su lema papal —heredado de su agustinismo— “en el Cristo uno, somos uno”. Ahora bien, podría pensarse que refiere específicamente a las Iglesias Católicas Orientales; sin embargo, ha referido este deseo especialmente a las “Iglesias hermanas” y ha dicho «como Obispo de Roma, considero uno de mis deberes prioritarios la búsqueda del restablecimiento de la plena y visible comunión entre todos aquellos que profesan la misma fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».

En este afán de unidad, el Pontífice ha reflexionado sobre el rol de Pedro frente a los apóstoles, y de su primado frente a la Iglesia. El asunto del primado es y ha sido fundamental a lo largo de la historia del cristianismo. Contrario a una visión popularizada —en Occidente— de la Iglesia Ortodoxa, ésta sí reconoce el primado —no la infalibilidad— de Pedro; de hecho, tal primado lo ejerce ahora Bartolomé como Patriarca de la Segunda Roma. La disputa sobre el primado entre Oriente y Occidente ha sido —al menos durante los últimos mil años y quizá hasta el pasado 18 de mayo— la interpretación de ese concepto.

Una de las razones del Gran Cisma de Oriente y Occidente (1054), además de los cambios al Credo u otros asuntos doctrinales, fue el hecho de que el Papa de ese momento, León IX, reclamaba autoridad y poder sobre toda la cristiandad, y quiso imponer la adición del filioque al Credo niceno-constantinopolitano a los patriarcas de Oriente. Más aún, este Pontífice se afirmaba con poder sobre la Pentarquía —los primeros y más importantes 5 patriarcados del cristianismo que son Roma, Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén— y con la capacidad de desconocer o poner en duda las entronizaciones de otros Patriarcas. En última instancia, este conflicto político y sobre la primacía papal llevó a la ruptura definitiva, al Gran Cisma de Oriente y Occidente; pues los patriarcas orientales, aunque reconocían la primacía, no reconocían el poder y autoengrandecimiento de la figura papal, porque «el que se engrandece a sí mismo, será humillado» (Mateo 23:12).

León XIV reflexionó de manera enfática sobre el papel de Pedro entre los apóstoles, afirmando que el primado no es un mandato, sino una guía; no una primacía de poder, sino de amor y de servicio: «vengo a ustedes como hermano que desea ser sirviente de su fe y alegría —ha dicho el Pontífice— el ministerio de Pedro está marcado por este amor de autosacrificio; preside en caridad, pues su verdadera autoridad es la caridad de Cristo […] no se trata de ejercer poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como hizo Jesús». Recuerda, en este sentido, al Evangelio de Mateo, que nos dice que “el que se humilla, será engrandecido” (Mt. 23:12).

Tras esta primera homilía del Papa, y después de haberse reunido con él, el Patriarca Bartolomé ha declarado que divisa en el futuro las posibilidades de reunificación, que «el Gran Cisma aún puede ser superado». Sin embargo, ni León XIV ni Bartolomé tienen esperanzas irreales, pues ambos reconocen que tras mil años de separación las discrepancias y diferencias teológicas se han engrandecido. Pero con todas las diferencias, Bartolomé ha respondido al deseo de unidad de Prevost afirmando que 1000 años de discordia pueden resolverse, con esfuerzo, en unos años.

Resulta paradójico, sino es que providencial, que hace mil años sucedió, bajo el papado de León IX, el Gran Cisma. Su visión del papado más autoritaria y unilateral, junto a fricciones que se habían gestado durante años, fue la gota que culminó en la fractura entre Oriente y Occidente. Sin embargo, fue sobre todo con su sucesor León XIII que el catolicismo romano reconoció la riqueza y valor de las Iglesias Católicas Orientales. Ahora, el actual sucesor de estos pontífices, León XIV, ha vuelto a enfatizar la primacía en caridad y servicio, la guía pastoral no como poder sino como autosacrificio, y ha puesto así en el horizonte la cercanía, sino es que la realización, de la unidad de la Iglesia.

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