A partir del “corazón místico” de Clara de Montefalco, Mauricio Ortiz se adentra en los indicios físicos del corazón de la santa. Un caso como el de Clara podría abordarse desde la fe, pero también, como lo haría el escéptico, como un delirante caso de fanatismo. ¿Habrá alguna otra forma de enfrentarse al corazón de una mística?
La golondrina parece una flecha que busca un corazón... ¡Flecha mística!
Ramón Gómez de la Serna
Al parecer no hay mejor conducto que el corazón para acercarse a la divinidad, para hacerse uno con ella. Ya como reliquia, ya como ofrenda, ya como sacrificio, ya como umbral del alma, el catálogo es extensísimo. Es el corazón del Toro Celeste que Enkidu ofrenda a Shamash; es el Hridaya de los Upanishads, el corazón de los animales sacrificados en los misterios anatolios de Deméter, el yollotl mexica; es la luz y guía “que en el corazón ardía” de Juan de la Cruz, el corazón transverberado de Teresa de Ávila, el Sagrado Corazón de Jesús, con su cruz, sus llamaradas y su corona de espinas, de santa Margarita María Alacoque; y es, en nuestros días, el corazón incorrupto del beato italiano Carlo Acutis, el “ciberapóstol de la fe”, depositado en el santuario del Despojo, en Asís, en junio de 2020, y cuyo pericardio había sido venerado en el Bronx unos meses antes. Un montón de corazones, cada cual actuando de modo distinto para cumplir con la insólita función: unos exigen convertirse en humo, otros precisan ser devorados, otros son atravesados de parte a parte, otros, basta con que se queden quietos en tanto objetos y otros más, sofisticados, cambian su naturaleza para primero atraer y luego transmitir al alma las señales del amor de Dios. Por ahora me quedo con uno de estos últimos.
Clara de Montefalco murió a los 38 años, el 17 de agosto de 1308, en el pequeño convento de Umbría del que había sido abadesa durante los últimos dieciséis años. Se sabe, por las declaraciones interpuestas en el primer e infructuoso proceso de canonización de la monja agustina, llevado a cabo dos décadas después de su fallecimiento (pasarían más de cinco siglos antes de ser declarada, por fin, santa), que su cadáver fue examinado tras cinco días de permanecer incorrupto y en olor de santidad. Según Katharine Park, sor Francesca de Montefalco declaró:
Y después de que las otras monjas se marcharon, sor Francesca de Foligno, ya fallecida, e Illuminata, Marina y Elena, también fallecidas, fueron a abrir el cuerpo, y la susodicha Francesca lo abrió por la espalda con su propia mano, como habían decidido. Sacaron las entrañas y guardaron el corazón en una caja, y esa noche enterraron las entrañas en el oratorio. Al día siguiente, después de las vísperas, aproximadamente, la susodicha Francesca, Margarita, Lucía y Caterina fueron a buscar el corazón, que estaba en la caja, como luego les contaron a las otras monjas. Y la susodicha Francesca de Foligno abrió el corazón con su propia mano, y al abrirlo encontraron en el corazón una cruz, o la imagen de Cristo crucificado.
Las hermanas de Clara seguirían examinando el corazón en los días subsecuentes, extendiendo cada vez más el inventario de Arma Christi formadas por el tejido cardiaco: la corona de espinas, el látigo y la columna, la vara y la esponja, tres pequeños clavos. Motivadas por los hallazgos maravillosos las monjas siguieron buscando y encontraron tres piedrecitas en la vesícula biliar, que no tardaron en ser identificadas como divisas de la Santísima Trinidad.
En su Vida de Santa Clara de Montefalco, el padre Lawrence Tardy relata el episodio que terminó esculpiendo la pared interior de las cavidades cardiacas:
Como [Clara] ya era en espíritu una imagen viviente de su Redentor crucificado, así también Él quiso que se transformara a Su propia imagen, incluso en la carne. Desde su más tierna infancia había estado acostumbrada a meditar con la más profunda atención en cada una de las diversas escenas dolorosas de la pasión de su amado Jesús, y a ofrecerle su más respetuoso pésame en su terrible agonía. Un día [a los 33 años de su edad] se sintió más atraída que de costumbre por este santo ejercicio; sintió su corazón inflamado con intensos sentimientos de amor y compasión, y su alma, como elevada por encima de sí misma, completamente absorta en la contemplación de aquellos misterios. De repente, vio ante ella al augusto objeto de su compasivo dolor, al Salvador mismo, vestido con una túnica blanca y luciendo en su rostro una sonrisa de dulcísima ternura. Tenía la apariencia de un peregrino y llevaba su cruz sobre los hombros. Volviéndose hacia ella, le dijo que deseaba plantar esa misma cruz en su corazón. Él habló, y así fue. Las palabras del Todopoderoso tuvieron inmediatamente un efecto maravilloso. En ese mismo instante, no solo la cruz fue plantada en su corazón, sino que todos los misterios de la Pasión quedaron impresos y plasmados en la cavidad de ese mismo corazón. […] No nos atreveríamos a indagar en la naturaleza de los sentimientos y afectos de Clara durante esos felices momentos. Quien crea poder representárselos a sí mismo, sepa que todo esfuerzo de su imaginación se quedará corto ante la realidad.
¿Cómo modifica su naturaleza un corazón así? Sé que es un absoluto despropósito, pero, más que la figura de un Cristo demacrado empotrando una tosca cruz en el pecho de la santa, como se aprecia en algún antiguo fresco italiano, o la imagen de una parvada de golondrinas, lo que se me viene a la cabeza es un telescopio de neutrinos.
Si el observatorio astronómico tradicional busca una localización elevada y abierta para estar más cerca de los cielos que estudia, la astronomía de neutrinos se realiza insólitamente bajo tierra, a cientos e incluso miles de metros de la superficie. Los primeros “telescopios” fueron construidos en la década de 1960 y consisten en grandes depósitos de percloroetileno, líquido de tintorería, unos cuatrocientos mil litros, es decir un lago entero, en las entrañas de viejas minas abandonadas.
El neutrino es una partícula sin carga eléctrica, de radio cero y masa cero. ¿Qué clase de existencia es esa no existencia? Momento, momento angular intrínseco, espín es lo que tiene. Y en consecuencia una cierta forma de interactuar con otras partículas subatómicas —electrones, protones y neutrones—, la llamada interacción débil, una de las cuatro fuerzas básicas que en el cosmos científico mueven la naturaleza (gravitacional, electromagnética y nuclear las otras).
Wolfgang Pauli propuso la existencia del neutrino en 1931 para explicar discrepancias en las cuentas de energía relacionadas con la emisión de partículas beta (electrones) y salvar así las leyes de conservación, pilares esenciales de la imagen de universo que venía elaborándose por más de trescientos años. De golpe la partícula fantasma rescataba tres leyes en un acto magistral: la conservación de la energía, del momento lineal y del momento angular. El neutrino, bautizado al poco tiempo de nacer por el italiano Fermi y tomado inicialmente con todas las reservas por el mundo físico de la época, pronto se volvió una realidad indispensable.
Qué inquietud sin embargo no poder observarlo, qué inseguridad. Pasaron veinticinco años, unas bombas atómicas y al menos una generación de físicos para que tras elaborados cálculos y cuantiosos recursos invertidos se pudiera al fin decir que los neutrinos habían sido divisados. Los primeros en detectarse, en 1956, fueron los antineutrinos generados por un reactor nuclear. Casi otra década pasaría antes de que se reportara la observación de neutrinos provenientes del Sol en una mina de oro sudafricana. “Siete neutrinos fueron detectados en nueve meses”.
Una vez emitidos como resultado de las reacciones de fusión en el centro del Sol, los neutrinos salen corriendo a la velocidad de la luz y abandonan rápidamente la estrella. Los fotones que llegan a la superficie de la Tierra fueron generados también en el centro del Sol, pero les tomó millones de años llegar a su periferia antes de lanzarse al viaje de ocho minutos que los separa de nuestra pupila. Los neutrinos tardan tres segundos en salir del Sol y después desde luego los mismos ocho minutos de viaje; pero no se quedan en la retina, que de ningún modo los siente, y así como si nada atraviesan la nuca y luego la Tierra, para salir por las antípodas cuatro centésimas de segundo más tarde y seguir su viaje infinito atravesando galaxias para siempre, sin cambio alguno y bajo la total indiferencia de lo que encuentran a su paso. Algunos neutrinos son absorbidos por la materia que atraviesan, pero en número absolutamente insignificante. Se calcula que la Tierra recibe del Sol ochenta mil millones de millones de millones de millones, diez a la 28, neutrinos cada segundo, es decir unos sesenta mil millones por cada centímetro cuadrado de círculo terrestre al segundo. ¡Y sólo siete se detectaron en nueve meses de experimento!
Un despropósito absoluto, sí, pero ¿no se parece el neutrino, una partícula que no tiene carga eléctrica, de radio cero y masa cero, al Numen de que habla Hugo Hiriart en Lo diferente, ese “ente sobrenatural sin representación más exacta, esto es, que no dice nada, que, como afirma Chuang Tzu del concepto de Tao, es concepto mudo”? ¿Qué tal entonces imaginar que el corazón, a fuerza de éxtasis y visiones, ayunos repetidos y mortificaciones diversas alcanza a mudar su naturaleza muscular por la de una mina subterránea con un lago de percloroetileno para ser capaz de detectar, aunque sea siete neutrinos del amor de Dios, siete Arma Christi que quedan impresos en sus paredes interiores? Los neutrinos del amor de Dios, que pasan totalmente desapercibidos a quien no tiene el reservorio cardiaco de la fe, algo indispensable para acercarse a la divinidad, para hacerse uno con ella
Entiendo, para terminar, que el corazón esculpido de Clara de Montefalco y demás manifestaciones del corazón místico pueden tomarse de manera literal, desde el centro de la fe (y como herejía imperdonable la figura del neutrino). Entiendo también que, en las antípodas racionales, el corazón místico puede abordarse desde el escepticismo y tomarse por delirios enfebrecidos o crisis alucinatorias, cuando no simplemente como relatos propagandísticos o expresiones de fanatismo. Por mi parte, tomo el corazón místico, en su acción y en sus indicios físicos, como una expresión más del asombroso poder de la metáfora. No como tropo, un artefacto lingüístico de por sí fulgurante y poderoso, sino como esa función a la vez cognitiva e instrumental que define al Homo sapiens y representa, según yo, la piedra de toque de su brinco evolutivo.
Referencias
Hugo Hiriart, Lo diferente. Iniciación en la mística, Penguin Random House, México, 2021.
Katharine Park, “The Criminal and the Saintly Body: Autopsy and Dissection in Renaissance Italy”, Renaissance Quarterly, Vol. 47, No. 1 (Primavera, 1994), pp. 1-33.
Lawrence Tardy, Life of St. Clare of Montefalco, Professed Nun of the Order of Hermits of St. Augustine, Benziger Brothers, Nueva York, 1884. Trad. por Joseph A. Locke O.S.A.