Como la Catedral de Nuestra Señora de Ruan para Monet, o el movimiento para Muybridge, el paso del tiempo se ha convertido en una obsesión a la que Paolo Sorrentino busca dar sentido desde la exploración artística. La reiteración de temáticas y motivos demuestran que a menudo el proceso creativo, sin importar su medio, madura desde la repetición. A lo largo de su carrera cinematográfica, Sorrentino se ha esmerado por escudriñar la juventud, la seducción, la belleza y el paso del tiempo desde una estética tan cuidada como maximalista. Su última iteración: Parthenope (2024).
Tras el epígrafe Certo che è enorme la vita. Ti ci perdi dappertutto, tomado del novelista Louis-Ferdinand Céline, Sorrentino transporta su lente a 1950, donde, en el acaudalado seno de una familia napolitana, el mar Tirreno recibe el nacimiento de una bebé a la que su padrino (Alfonso Santagata) insiste en llamar como la ciudad que la vio nacer. Nápoles, cuando fuera polis griega y antes de llevar ese nombre, se fundó sobre las piedras que acogieron los restos de Parthenope, una sirena ahogada en despecho tras no conseguir seducir a Ulises. Miente Sorrentino cuando asegura que Parthenope no va de mitos ni sirenas, la mirada tan cariñosa y suya a su ciudad natal –presente en su carrera desde sus primeros filmes con El polvo de Nápoles (1998) y Un hombre de más (2021), hasta trabajo reciente como Fue la mano de Dios (2021)– es siempre mitológica y la historia sigue, en definitiva, a una sirena.
Sorrentino va dando saltos en la vida de Parthenope (Celeste Dalla Porta), deteniéndose en su juventud, entre los 18 y los 32, con todo lo que un largometraje suyo debe tener: guiños constantes al cinquecento, cuidado técnico exquisito, sobresaliente banda sonora, ironía a montones y un apetito insaciable por la belleza. Su cine cumple con la máxima que expresó David Lean: you should be able to cut out any frame of a roll of film and put a picture frame around it and hang it on your wall and admire it. Esa insistencia en forma y fondo le ganó críticas que reducen la película a “una indigestión del ego”, “ensimismada en su propio manifiesto estético” o “incapaz de salir de su laberinto manierista”, pero, como ya se dijo, la madurez a menudo requiere de repetición. Los leitmotivs son los mismos, pero tienen una formulación más refinada.
Para comenzar, Parthenope no es una ciega glorificación de Nápoles. El primer golpe de realidad lo da Greta Cool (Luisa Raineri), exitosísima actriz napolitana, quien, hastiada del mal gusto napolitano, profiere un discurso que reduce a Nápoles a una ciudad deprimida que camina del brazo del horror, llena de pobres, cobardes, llorones y atrasados. El segundo viene a manos de Roberto Criscuolo (Marlon Joubert), un mafioso que no necesita un discurso como el de Greta, sino que le basta con llevar a Parthenope a recorrer la otra Nápoles que es impensable el resto de la película, las calles llenas de prostitutas, bultos que piden dinero, niños hambrientos, familias miserables. La electrizante secuencia muestra a Roberto como una figura mesiánica, comienza saludando, dando dinero a la gente. Poco a poco, aunque estilizadas, las imágenes se van volviendo más crudas. Muestran la brutalidad de las circunstancias en las que vive el pueblo de Nápoles, especialmente en contraste con la vida que lleva Parthenope, cuya cara se apaga como pocas veces en la película.
Progresa también su aproximación a la belleza. Mientras que en Youth (2015) Sorrentino se regodea con el caminar desnudo de Miss Universo frente a los protagonistas como epítome de la belleza del cuerpo joven, reduciéndola a un objeto de contemplación, en Parthenope la encarna. No hay Sorrentino sin erotismo, sin glorificación del cuerpo –basta la primera aparición de la Parthenope juvenil para demostrarlo–, pero en ese caso su belleza no es accesoria, sino esencial a ella.
Su intelecto atrae tanto o más que lo que esconde tras el pareo, de ahí que reverbere tanto la pregunta en boca de los distintos personajes seducidos por Parthenope: a cosa stai pensando? La dimensión corporal se ve superada por el ansia de conocerla, de abrirse paso a una mente que se demuestra compleja, inquietante y brillante sin caer en el arquetipo simplista de femme fatale.
La seducción del cuerpo, por su naturaleza sensible, parece acaparar la película, pero no es ni de cerca su temática más relevante. El primer acto sigue a Parthenope, su hermano Raimondo (Daniele Rienzo) y Sandrino (Dario Aita), su amigo de infancia, en un improvisado viaje a la isla de Capri. Ahí, sin un centavo, disfrutan de las mieles de la juventud y sirven a Sorrentino para, por medio del trágico escritor John Cheever (Gary Oldman), hacerse la pregunta: Have you noticed how young people always opt shamelessly for despair?
Sorrentino reflexiona sobre la aparente inaccesibilidad de la juventud pues, cuando se posee, parece que siempre se está falto de algo –como bien ejemplifica el trío napolitano en la isla de Capri–. En cambio, conforme la juventud se va quedando en el pasado, existe la sensación de haberse perdido de algo. De la insatisfacción a la resignación, de la indulgencia a la amargura. El apunte de Sorrentino está en que la juventud sólo aparece con la experiencia de envejecer en tanto que la vida es, como notó Leibniz, una muerte infinitesimal. Una primera forma de afrontar esta realidad es la frialdad –“La certeza de la realidad nos apaga”, dice su padre (Lorenzo Gleijeses)–, una segunda es el suicidio –propia de quienes comprenden la que la existencia es inabarcable e indecible, se funden con el sinsentido en un acto final de libertad–, la tercera se muestra al final del filme.
Pero antes de resolver la cuestión de la juventud y la vejez, Parthenope se desliza por la vida intentando descubrir quién es, qué papel juega en el mundo y qué quiere hacer de su existencia. A pesar de su pobre dicción e intensidad, a sus 24 años prueba suerte como actriz y contacta con la instructora teatral Flora Malva (Isabella Ferrari), su interacción, más que formativa, sólo sirve para recordarle que el ser humano está condenado a dejarse llevar.
Se abandona también al juego de ingenio y seducción con el cardenal Tesorone (Peppe Lanzetta), con quien cada conversación es sustanciosa. Sorrentino aprovecha una de esas conversaciones para explicitar la naturaleza de Parthenope: Tesorone la compara con el misterio de san Genaro a cuenta de ser un enigma, ella responde que la analogía estaría, no en ser misterio, sino en ser fraude. Lo siguiente es una toma a la nave central que se acerca lentamente a la licuefacción que acontece en el relicario, tan milagroso como ella.
En ese proceso de autoconocimiento y tras abandonar los intentos de ser actriz –por sus ojos apagados y no por la falta de dicción–, Parthenope regresa con su antiguo profesor de antropología, el académico Devoto Marotta (Silvio Orlando). Aparte de otorgar una de las escenas más impactantes de la película –con su dosis de realismo mágico–, esa relación es el receptáculo de las grandes lecciones del filme. Si bien sus referencias a la antropología en momentos resultan impostadas, cuando se aleja de Gouliane, Athusser y Lévi-Strauss y entra en el ámbito de la poesía, Sorrentino muestra su profundo humanismo. El profesor Marotta le ofrece a Parthenope la alternativa a que ‘la certeza de la realidad nos apague’.
La comprensión de la realidad está supeditada a la comprensión del ser humano. De ahí que gran parte de Parthenope gire en torno a la pregunta por la antropología. Al final Marotta revela que la antropología consiste simple y llanamente en ver, y ver es lo más difícil porque se consigue hasta que se ha perdido todo lo demás. ¿Qué es todo lo demás?: L’amore, la gioventù, il desidero, l’emozione, il piacere. E la remota possibilità di ridere ancora una volta per un uomo distinto che inciampa e cade in una via del centro. La respuesta de Marotta insiste en que la vida a menudo sólo se puede entender en retrospectiva. Únicamente es posible entender la juventud una vez que se ha perdido y por eso la obsesión de Sorrentino con el paso del tiempo: el ser humano está condenado a dejarse llevar con la esperanza de que el futuro le aclare el pasado.
Así, el último salto es a 2023. Se revela que Parthenope siguió con éxito la carrera académica y está por retirarse, que nunca se casó, no tuvo hijos y no quiso volver a Nápoles. La mirada perdida de Parthenope septuagenaria (Stefania Sandrelli) resulta casi irreconocible, sus asistentes preguntan cómo quedó sola y parece que la moraleja de la película cae en un simplista ‘la belleza acaba y si es lo único que tienes estás perdido’. Pero ni Sorrentino es tan obvio ni Parthenope va de escudriñar decisiones vitales puntuales, sino de conmover con el paso del tiempo. Parthenope entonces sale por última vez de su oficina para encontrar a sus colegas irrumpir en aplausos.
A pesar de huir a Trento por la carga emocional que tenían los sitios que frecuentó en su juventud, decide visitar Capri y tanto a ella como al espectador les espera un borbollón de memorias. Es el punto más álgido de la película. Al echar la mirada atrás Parthenope manifiesta: Abbandonati all'estate perfetta, siamo stati bellissimi e infelici. Forse è stato meraviglioso essere ragazzi. Ma è durato poco. No hay melancolía, no sugiere que los tiempos pasados fueron mejores, simplemente aborda el descubrimiento vital que se va dando cuando crecemos: la sabiduría está en reconocer que no se puede acceder a la juventud ‘directamente’ sino mientras desaparece. Es un recordatorio de que la vida como proceso debe ser un fin en sí mismo.
En conclusión y por aprovechar una de las piezas de Riccardo Cocciante que acompañan el final de la película: Era già tutto previsto. Estaba claro el hilo conductor que llevaría su historia tanto como estaban claras las inquietudes que en ella abordaría pero, lejos de ser esto negativo, habla de un director constante que busca nuevas y más profundas formas de abordar sus intereses. Parthenope es una película extravagante, pero tejida con paciencia y delicadeza; es una invitación a honrar la vida viviéndola plenamente, aunque en el presente no tenga sentido porque, paradójicamente, sólo toma sentido en retrospectiva.