Versión de Julio Hubard
Gregorio Nacianceno (ca. 329-390 d.C.) fue uno de los tres Padres Capadocios, junto con Basilio el Grande y Gregorio de Nisa, y es uno de los teólogos más influyentes del cristianismo desde el siglo IV. Lo conocieron como el "Teólogo" y destacó por su elocuencia retórica, su formación clásica y su defensa de la ortodoxia trinitaria frente a las herejías arrianas y apolinaristas.
Esta Oratio (la 38ª en el catálogo de sus obras) fue pronunciada en 380 o 381, seguramente durante la celebración de la Navidad o la Epifanía; casi seguro, en medio de los preparativos del Concilio de Constantinopla, convocado por Teodosio; probablemente, en la Basílica de Constantinopla.
Traduje el horrendo griego de Gregorio. Es una lengua rebajada y rota respecto de la de Platón y Tucídides. Pero tiene algo genial: una novedad que le viene no de la prosapia griega sino de un espíritu desconocido entre los clásicos modelos: la propia adaptación de la lengua a las imágenes del monoteísmo.
Después le falté al respeto: lo leí de modo moderno. Estoy muy lejos de ser filólogo, pero quiero imaginar a Gregorio de Nacianzo en el proceso de preparar su sermón y descubriendo de golpe que esa lengua reseca va dando lugar a un Lógos fuerte, y lo descubre como cuerpo, carne, con un peso real y una existencia más allá, o más acá, de aliento y pensamiento. Todos los griegos anteriores escribieron en una lengua más elegante, con menos piedras en el camino, con más recursos y fluidez. Pero a Gregorio el Teólogo, Cristo, el Lógos, se le presenta con el peso de la encarnación.
De nuevo,
las tinieblas se disipan,
de nuevo
aquella luz se queda, y de nuevo
Egipto es castigado
con esa oscuridad y una columna
nueva, de luz,
ilumina Israel.
El pueblo que yacía en las tinieblas,
en la ignorancia, ve una gran luz,
la del conocimiento.
Lo antiguo ya pasó;
todo se ha renovado.
La letra retrocede,
el espíritu adviene,
huyen las sombras, la verdad
se hace presente,
y las leyes de la naturaleza
quedan totalmente abolidas:
el mundo superior ha de colmarse.
Cristo lo quiere; no nos opongamos.
Que aplaudan las naciones:
nos ha nacido un niño.
Que Juan vuelva a clamar:
“Preparad el camino del Señor”. Y yo aclamo
también la plenitud de este día:
porque el sin cuerpo se encarnó,
el Verbo se hizo denso,
y es visible lo invisible,
lo intangible se toca y lo eterno
comienza: el Hijo de Dios es ahora
Hijo del Hombre, ayer y hoy,
¡el mismo Cristo por los siglos!
Que los judíos se escandalicen,
que los griegos se burlen,
que los herejes sufran en su lengua…
¡Creerán cuando lo vean ascendiendo!