Número 22. Salvar el abismo.

Mística, gracia, creación

Francisco Prieto

Columna

Desde que era apenas un niño me ensimismaba para caer en la cuenta de que existía, de que había en mí un principio y que me esperaba un final; que la banca en que estaba sentado y el cielo que contemplaba eran reales. Cada noche del cinco de enero, tomaba el telescopio de mi abuelo para ver si sorprendía a los Reyes Magos. Los demás niños, aún más pequeños, se burlaban de mí. Fue duro asumir que los Reyes no existían. Claro que en mí no había ni la sombra de un místico, pero me sabía condenado a no pocas cosas que yo no había elegido, por ejemplo, a padecer una timidez que me encerraba en mí mismo, que me apartaba de los demás, que me impedía participar. Aquello se fue tornando, según me adentraba en la adolescencia, en la obsesión de vivir en el fantasma de la libertad. En un momento de mi existencia, que no alcanzo a precisar, para mí ser libre era liberarme de la fe. Hace ya muchos años, este hombre que ahora tiene más de ochenta años ya no puede tampoco recordar cuándo asumió la fe felizmente, como una Gracia. La otra noche me sorprendió, en medio de la duermevela, el tema de dar gracias a Dios. En el transcurso de la ensoñación me daba cuenta de que Dios había sido providente conmigo, que en los momentos difíciles de mi vida había estado y estaba presente, que me había sacado de apuros aun sin yo pedirlo. Y al llegar la mañana me pregunté si era justo agradecer a Dios. ¿Por qué a mí sí? ¿Quién me he creído que soy para siquiera sospechar que hay otros que no han resentido la presencia de Dios, han orado sin que suceda nada?

Como a lo largo de casi toda mi vida, todo remitía a Pascal. Te busqué porque ya te había encontrado. Eso escribí en un trabajo al fin del bachillerato que me ganó las amonestaciones y el castigo por parte de un hermano de La Salle. Siempre en busca de creer que me autodeterminaba, dividido entre la búsqueda de liberarme de Dios o de entregarme a él. Anhelaba que la mística me poseyera como a santa Teresa, como a Juan de la Cruz; que Dios, como le sucedió a Pedro a Juan y a Santiago, se me mostrara a los ojos transfigurado. Pasó mucho tiempo para que, leyendo a la Teresita, la de Lisieux, me diera cuenta, con una tristeza honda, que aun al filo de la muerte, quien ha vivido la experiencia mística —¡ay, la visión de Bernini de la otra Teresa!—, puede verse y vivirse en el desierto, en la nada, pero sin perder la fe oculta en lo más íntimo de sí mismo, marcado por una huella indeleble.

Entonces pasé mis meditaciones de la mística a la Gracia. La Gracia que deslumbraba a Pascal, que dispara inquietudes, prohibiciones y reservas de teólogos y obispos, que inspirara la Polémica de Auxiliis. A mí que poco o nada me dicen el budismo, el hinduismo, el camino del zen, que me encontraría entre ateos o agnóstico de no ser por la palabra y la vida del Nazareno, que no sabría borrarme a mí mismo entregado, perdido, silenciado y transfigurado en la Divinidad; a mí, que andaba tan a mis anchas sumergido en las lecturas del ateo Baroja que me han acompañado a lo largo de tres cuartas partes de mi existencia junto con las de Dostoievski, Mauriac y Graham Greene; a mí, que he tenido siempre cerca, muy cerca de mi escritorio los libros de Albert Camus —libros que amo tanto, o casi, como las películas de Bergman y de Luis Buñuel—, la Gracia me intrigaba, me seduce e intriga aún. Pienso en Francisco al regresar de la Cruzada, en su beso al leproso; pienso en Dostoievski y el sufrimiento de los niños, en el volcán y el tsunami que sepulta a cientos de criaturas y en aquellas que han sido abortadas, sin que Él les diera la oportunidad de elegir. Y me digo que a Dostoievski lo iluminó la Gracia como a Francisco, pero que Camus llevó la rebeldía hasta el final y dijo siempre “no”; nunca pudo rendirse ni dar gracias.

En medio de esas cavilaciones, recuerdo siempre el pasaje del joven rico del Evangelio. Como a Francisco, la Gracia lo iluminó; a diferencia suya, no lo dobló. Jesús, sin embargo, no lo rechaza. Lo mira con tristeza, una tristeza dulce y compasiva, como la que debió haberse dirigido a sí mismo cuando sudó sangre en el Huerto de los Olivos, cuando en la cruz, angustiado, reclamó el abandono del Padre para reencontrar la luz de la resurrección en la compasión y la esperanza que infunde al buen ladrón y volver, en rigor, desde aquel momento a la vida. El entrañable e indisoluble encuentro entre el Cristo del Madero con el que anduvo en la mar.

La meditación en la gracia me conduce también a la creación artística, un remedo de los aspirantes a místicos que saben dolorosamente que no alcanzarán esas alturas, pero que un día se les revela, como al cura de Bernanos, y gritan, en medio de la conciencia de sus miserias y llegada ya la hora del adiós: “todo es Gracia”. Entonces me digo: qué maravilla que en el intríngulis de la duda y de algunas certezas, el novelista de esta raza concilie en su agonía la predeterminación y la libertad, la dicha profunda de tener que ser siempre sí mismo, de ser en cada obra una sola voz, un sí mismo que parasita un mismo clima, una misma angustia animada por una esperanza inextinguible. Y creo en la encarnación que se ilumina y alcanza su sentido pleno en la resurrección y aun tan lejos de la mística, Creo.

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