Número 22. Salvar el abismo.

La ignominia: genocidio en Gaza

Patricia Gutiérrez-Otero

Columna

Estoy a más de 12,000 km de Palestina/Israel, pero los modernos medios de comunicación satelital no dejan de ponerme en contacto con lo que sucede allá. Por eso mi conciencia no me deja en paz, a pesar de que acá no se escuchen las bombas ni los tiroteos que el ejército israelí dirige contra civiles (hombres, mujeres, niños, ancianos) en el enclave palestino de Gaza. Podría no informarme, cerrar los ojos y los oídos para ocuparme sólo del presente inmediato que tengo al alcance de la mano, u ocuparme de los asuntos regionales y nacionales sobre los que tengo un poco más de capacidad de intervención individual o en grupo, pero eso es imposible: estamos frente al mayor campo de concentración abierto que quizás nunca ha tenido la humanidad. Un campo donde los gobiernos de Israel y Estados Unidos juegan con los rehenes a placer so amenaza de recibir una bomba o un disparo o el de morir de hambre y sed.

Los “prisioneros” gazatíes están sometidos a eso que en ficción muestran series como El juego del calamar o Los juegos del hambre cuyo fin es, ya lo develó Trump, quitarles esa pequeña franja de tierra y echarlos fuera, pero también ocupar los territorios de Cisjordania. Y ahí viene la ignominia, de in (privativo) y nomen (nombre): sin nombre, aunque en su uso en el español refiere a la vergüenza pública causada por un acto u omisión que lleva a perder el propio nombre, que, para mí, en este caso, es el de llamarnos a nosotros mismos seres humanos racionales y con libre albedrío. No hablo de la situación de los gazatíes, que luchan por sobrevivir contra la adversidad cotidiana, sino de nosotros mismos, y aún más, de los israelíes y estadounidenses que apoyan y participan en este genocidio. Me resuena ahora el título del libro Si esto es un hombre, del judío Primo Levy sobreviviente de Auschwitz. ¿Su pregunta implícita se refería a los prisioneros judíos reducidos a su mínima expresión corporal o a los bien nutridos y prepotentes alemanes nazis que los torturaban sin dar muestra de ninguna piedad? Quizás a ambos en ese entonces, y quizás también a nosotros y a nuestra incapacidad de detener este crimen que se comete casi en tiempo real mientras miramos las noticias.

En el mundo antiguo un método de conquista de nuevos territorios consistía en desaparecer poblaciones enteras para quedarse con sus tierras, pero también para evitar futuros conflictos con los descendientes de los despojados. Para no ir más lejos y permanecer en el ámbito del territorio Palestina/Israel, recordemos cómo en libros del Antiguo Testamento se narran episodios así, aunque los estudios modernos en arqueología señalan que estos hechos no necesariamente sucedieron realmente, es decir, que no son históricos. Posiblemente en sus historias Israel adoptó escritos o hechos de pueblos vecinos sin haberlos vivido él mismo. Así en el libro de Josué 6, 1-27 se narra la conquista de Jericó en la que Josué ordena la completa destrucción o exterminio (prohibición en hebreo) de sus habitantes: “La ciudad, con todo lo que hay en ella, será consagrada a completa destrucción, porque el Señor así lo ha ordenado” (Josué 6, 17), y más lejos, tras el relato de la caída de Jericó, el texto señala: “Después mataron a filo de espada a hombres, mujeres, jóvenes y viejos, y aun a los bueyes, las ovejas y los asnos. Todo lo destruyeron por completo” (Josué 6, 21). En el Antiguo Testamento de la Biblia hay otros ejemplos de esta orden de “prohibir”, y su sentido es explicado en el libro del Deuteronomio 20, 16-18: “Pero en las ciudades de estos pueblos cuya tierra te entrega el Señor, tu Dios, en heredad no dejarás un alma viviente: dedicarás al exterminio a hititas, amorreos, cananeos, ferezeos, como te mandó el Señor, para que no les enseñen a cometer las abominaciones que ellos cometen con sus dioses y no pequéis contra el Señor, su Dios” (las cursivas son mías).

Por una lamentabilísima desgracia, muchos israelíes se basan en estos y otros textos del Antiguo Testamento para justificar este genocidio y para incrementar sus acciones violentas en contra de los palestinos. Rabinos híperortodoxos y francamente maniáticos sustentan y alientan esta visión de Israel como pueblo elegido para ocupar el territorio de Canaán. Cabe decir que gran parte de los que utilizan textos bíblicos en este sentido son colonos a los que el gobierno de Israel dio tierras con sus casas y huertos que pertenecían a palestinos a los que despojó de ellas. Este desvalijamiento y entrega crearon una situación explosiva: la lucha por la tierra, por esa tierra y no por otra.

Recordemos el inicio de estas acciones encaminadas a desterrar al pueblo palestino. De junio de 1949 a septiembre de 1950, en el apenas creado Estado de Israel por la ONU en 1948, cuando repartió esos casi 30,000 km entre el Estado Palestino (que no aceptó la resolución) y el Estado de Israel, éste último llevo a cabo una campaña de búsqueda y acarreo de judíos en diversos países musulmanes donde sufrían persecuciones, particularmente en Yemen. Esta campaña fue llamada “Alas de águila” en referencia a pasajes bíblicos (Éxodo 19, 4 e Isaías 40, 31) donde el Señor liberaba a los hebreos como dice el libro del Éxodo: “Ustedes han visto lo que yo hice con los egipcios, y cómo los he traído a ustedes a donde yo estoy, como si vinieran sobre las alas de un águila”. Así pues, el elemento religioso comenzó a introducirse en la justificación de aumentar el número de pobladores judíos e ir desapropiando a los palestinos de tierras que originalmente les habían sido concedidas por la Resolución 181 de la ONU. Esta operación aérea de acarreo fue llamada también “Alfombra voladora”. Durante un año, Israel trasladó a casi 50,000 judíos de 4 países musulmanes: Yibuti, Eritrea, Arabia Saudita y, como ya lo señalé, sobre todo de Yemen; muchos de ellos eran campesinos. Estos vuelos aumentaron la población del Estado de Israel y se les debía proveer de medios de subsistencia. Después del final de esta operación, otros judíos que vivían en países musulmanes siguieron llegando a Israel, lo que aumentó el número de migrantes a unos 850,000 entre 1848 y 1952.

La situación en este pequeño lugar, ubicado en la bisagra entre África y Medio Oriente, en relación con los judíos y palestinos es milenaria. Los estudios históricos modernos de diverso tipo sitúan la llegada de las tribus hebreas en torno al año 1200 a. C. La Biblia, libro religioso más que histórico, atribuye a esas tribus la conquista de ese lugar. Sin embargo, parece que estos asentamientos fueron establecimientos paulatinos de colonos, hasta que en el siglo X a. C., los hebreos se unificaron políticamente en torno a los primeros reyes, Saúl y David. Por su parte, la existencia del pueblo palestino, al que los egipcios llamaban peleset (formaba parte de los pueblos del mar), se registra ya en documentos egipcios alrededor del 1150 a. C., aunque ya desde el 2000 a. C. pueblos de lenguas semíticas habían ocupado la región. Los asirios, por su parte, llamaban a este grupo palashtu o pilistu, así, pues, los peleset se identifican con los filisteos bíblicos. Tuvieron cinco ciudades-estado, entre ellas Gaza.

Un gran parteaguas se dio cuando el general Pompeyo conquistó Jerusalén en el año 63 a. C. Más tarde, en el año 70, quien más tarde sería el emperador Tito expulsó a los judíos de la región y destruyó el Segundo Templo; la resistencia judía duró hasta el 135 a. C. cuando tuvo lugar la última rebelión que fue aplastada por el ejército de Adriano, lo que dio inicio a una serie de represiones romanas hacia los judíos: ejecuciones en masa y de los líderes, esclavitud, destrucción de ciudades y la prohibición de establecerse en Jerusalén o en sus alrededores. En ese momento Roma nombró a Judea y Samaria como Siria Palestina y ya no como provincia de Judea. A los judíos se les prohibió habitar esta tierra y fueron expulsados. Este largo periodo de expulsión se conoce como la diáspora (dispersión) judía: los judíos dejaron de poseer una tierra propia y se refugiaron en países vecinos o un poco más lejanos como los países europeos. Por desgracia, el naciente cristianismo comenzó a acusar a los judíos de haber matado a Jesús y por eso de “haber matado a Dios”, lo que, aunado a la decisión del pueblo judío de no mezclarse con los paganos, llevó a encerrarlos en guetos, a prohibirles el ejercicio de muchas profesiones y a persecuciones más o menos álgidas dependiendo de los países y las épocas. Esto desembocó en la persecución genocida que sufrieron por parte de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Cabe mencionar que los países musulmanes que rodean a Palestina/Israel tuvieron una actitud hostil de bombardeos y guerras contra el reciente Estado judío, es decir: esta partición del territorio nunca estuvo en paz hasta que los mismos países musulmanes fueron dejando de ocuparse de los palestinos. Por eso, la paz aquí es paradigmática de la paz en el mundo, ya que está anclada en lo más precioso para estos pueblos: su territorio, sus valores ancestrales y sus religiones, aunque éstas sean mal utilizadas para justificar lo innombrable.

Este brevísimo recuento de la historia no tiene como objetivo (Dios nos libre) justificar las acciones del actual gobierno de Israel, de su ejército, de sus rabinos híperortodoxos y de sus colonos, sino tratar de entender qué está sucediendo, el porqué de este demencial genocidio contra el pueblo palestino, si acaso el horror puede entenderse. ¿Alcanzaremos a comprender la incapacidad de gobiernos y pueblos del mundo del siglo XXI para detener esta masacre a la que asistimos como público a través de los medios? ¿Entenderemos que los gobiernos de Israel y Estados Unidos consideren al planeta y a los territorios de Gaza y Cisjordania como objetos de apropiación y de comercio así tengan que eliminar a todo un pueblo? ¿Cederemos a pesar de la ignominia que provocan las acciones criminales en esta región del planeta y la limitada voluntad de los Estados y ciudadanos para detener el mal? ¿Aceptaremos que nos roben lo más alto de nuestra humanidad? ¿Y Dios, dónde está, por qué calla y permanece impávido?

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