Tal vez Rubén Salazar Mallén sea el hombre más incómodo que haya dado la literatura mexicana del siglo XX. Su leyenda de bestia negra ha recorrido la historia de nuestras letras hasta sumirlo casi en el olvido. Hemipléjico desde los 14 años —quienes no lo querían los llamaron “Quasimodo” o “La suástica”—, pendenciero, putañero, nihilista que, después de su aventura al lado de Vasconcelos, recorrió los tortuosos caminos del comunismo y del fascismo por los que fue golpeado y encarcelado repetidas veces, francotirador en sus columnas periodísticas, novelista audaz y desafiante, amigo leal, Salazar Mallén murió demonizado. Cuarenta y dos años después de su muerte, Antonio Nájera Irigoyen, lo ha desenterrado con el fin de exorcizarlo y devolverlo a nuestra literatura.
No tengo sentido moral. Soy un animal. Pero puedo ser salvado; mientras ustedes —maniáticos, carniceros, avaros— son salvajes falsos.
Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno
Pasar de una concepción teológica o metafísica al materialismo histórico es simplemente cambiar de providencialismo.
Émile Cioran, Joseph De Maistre
Hay dos retratos de Rubén Salazar Mallén. El primero es el más conocido: pertenece a Fernando Leal y revela a un hombre de mirada perspicaz y sonrisa llena de confianza, que casi atina a esconder la hemiplejia, la malformación del brazo y pierna izquierdos. Lo contemplamos de perfil, diríase a tres cuartos; al fondo, yace una ciudad, quizá porque Salazar Mallén —como comunista y posterior fascista— es inconcebible sin ella.
El segundo, es de Roberto Montenegro; según la propia descripción del retratado, posa junto a una fuente, probablemente la de San Ildefonso. El resto de la pieza la desconocemos; nos es, sin embargo, lícito imaginarla.
En la Edad Media, había la creencia de la coincidentia oppositorum, concepto que no es reduccionista resumir así: Dios, el universo y las criaturas que ahí habitamos somos todo en conjunto y su contrario. En nosotros —como lo vislumbró Borges— habitan la víctima y el verdugo. Salazar Mallén no pudo sustraerse a esta regla: albergó contradicciones más allá de lo que la mente humana puede comprender. Lo que sabemos del origen de esas contradicciones no son sino una conjetura; por eso deseo que se me conceda la oportunidad de imaginar el paisaje de ese segundo retrato: mi propia conjetura de Salazar Mallén y sus desatinos.
Avisto el paisaje de un hombre que buscó un quién sabe qué, un algo que ni él mismo sabía, un árbol del conocimiento; buscándolo se extravió, se le arrojó a los perros, se le demonizó y nunca se le exorcizó; desde entonces, fue más maldito que todos los animales y más que todas las bestias del campo. Como lo deseó Hume, indago la causa y el efecto basados en la experiencia y la costumbre para descubrir a este hombre. Ésa es la estampa de Salazar Mallén que procuraré dibujar en lo que sigue.
*
Rubén Salazar Mallén llegó al mundo un 9 de julio de 1905 en Coatzacoalcos, Veracruz. Como pasa con el nazareno, nada sabemos de su niñez hasta su llegada a la capital para continuar sus estudios. Ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria en una ilustre promoción de la que formaron parte futuros personajes políticos como Juan José Bremer, Antonio Ortiz Mena o Miguel Alemán. Tampoco faltaron las figuras literarias: en ese Colegio de San Ildefonso, también convergieron Gilberto Owen y Jorge Cuesta, con quienes Salazar Mallén animó la tertulia del “Chato” Helú en el café América.
Hay escritores sin cuya confesión no se explicaría una obra a cabalidad; de la misma manera, existen aquellos a quienes el padecimiento físico imprimió no menos influencia en su vida y en su producción literaria. Entre los nuestros, un José Manuel Othon sería ejemplo de lo primero; Salazar Mallén, de lo segundo. Caminar arrastrando una pierna y con un brazo tieso como una tabla lo definió tanto como su carácter y educación. La crueldad de los compañeros no compadeció este defecto de la naturaleza y pronto asignó al futuro escritor los motes de Quasimodo o la Suástica, que en todo caso no carecían ni de ingenio ni de precisión.
Si menciono lo anterior, que en cualquier otro escritor sería de entera irrelevancia, es porque reviste importancia capital para la comprensión de Salazar Mallén. Ya en aquellos años de juventud, Owen advertía a un muchacho que, pretendiéndose esforzadamente feroz, “resultaba el más cordial e inocente de todos”. Otro crítico que lo conoció bien, Christopher Domínguez Michael, explicó que la hemiplejia del escritor manifestaba dos formas (la vergüenza y la confrontación). Como ocurrió con el cálculo, hay dos teorías que manifiestan verdad; Salazar Mallén fue un Jano bifronte cuyo medio rostro continúa siendo un enigma.
Su vida fue desde entonces un itinerario de apostasías. Las primeras fueron inocentes y consistieron en hacerse expulsar de la Escuela Libre de Derecho y abandonar meses más tarde la Escuela Normal. Salazar Mallén rectificó ambas deserciones cuando se matriculó en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNAM. Era 1927 y, aproximándose las elecciones presidenciales, Salazar Mallén decidió entrar en la política. Se sumó al movimiento vasconcelista; cuando lo abandonó, acometió su tercera apostasía. De ahí en adelante no habría sino un rosario de desvaríos políticos.
“Si he de decir la verdad —confesó Salazar Mallén en un texto de madurez explicando su enlistamiento en el vasconcelismo— no recuerdo por qué lo fui. No me estimularon motivos sublimes [...]”. A diferencia de muchos, no abrazaba el programa democrático de nuestro Ulises. Pero al no haber registro de las razones exactas que lo motivaron, cabe conjeturar que, si algo lo animó fue el rechazo al obregonismo. En 1929, Vasconcelos representaba la oposición y bastaba eso para que, como señala Enrique Krauze, Salazar Mallén se sumara a su apostolado.
Sabemos, por diversos testimonios, que las ideas políticas de Salazar Mallén eran devaneos de corte anarquista. Conociéndolos, uno de sus condiscípulos en Derecho, Evelio Vadillo, lo convenció de unirse al Partido Comunista. Después de atravesar dos años de pruebas sus cargos en él se multiplicaron. Ocupó la dirección de la célula de San Ildefonso, las secretarías generales de la Liga Antiimperialista, la Liga Anticlerical y la del Socorro Rojo Internacional; presidió mítines y fue encarcelado muchas veces. Después de casi tres años de férrea militancia, renunció al partido en 1932. Pero el Partido no quiso renunciar a él y sin aceptar su dimisión, inculpó razones amorosas en Salazar Mallén para abandonar la causa revolucionaria.
No toda la vida de Salazar Mallén, empero, ocurría en el teatro de la política. Algunas tardes, un núbil Octavio Paz acudía a buscarlo a la Facultad de Derecho; otras, se sumaba al cenáculo de Contemporáneos en el café París. Ahí, convivió con el flemático Xavier Villaurrutia, el sanguíneo Carlos Pellicer y el melancólico Jorge Cuesta. Juntos participaron en empresas editoriales; una de ellas fue la revista Examen que marcó el futuro de Salazar Mallén como escritor. En esta publicación, dirigida por Cuesta, se incluyeron los capítulos iniciales de lo que se antojaba la opera prima de Salazar Mallén, Cariátide, una venganza novelada contra del comunismo —la decepción comunista se había vuelto en él inquina y obsesión— y la primera novela que se atrevió a usar majaderías expresas.1 Aquella aventura concluyó con un proceso jurídico a Cuesta y a Salazar Mallén y con el cierre de Examen.2
Tres años después de aquel incidente, Salazar Mallén publicó su primera novela, Camino de perfección. Si hay años capitales en las vidas de los hombres, 1936 fue el de Salazar Mallén. En primera instancia, participó en la fundación del primer partido político fascista en México —Acción Popular Mexicana—, otra venganza a su furibundo anticomunismo; en segundo término, se unió a la campaña de Juan Andreu Almazán en contra de Lázaro Cárdenas. Para entonces ya era incontestable su adhesión al fascismo. Hoy sorprende, pero Salazar Mallén no fue el único ni el primero en pasar de un extremo al otro del diapasón político. En Francia, por ejemplo, fueron legión; en México, se cuentan con los dedos de la mano. Y entre ellos, siempre descuella el nombre de Salazar Mallén.
¿Cuáles fueron las razones y la naturaleza de esta nueva filiación? El celo de Pablo no habría sido el mismo sin Damasco y el caballo; de igual manera, el fascismo de Salazar Mallén no habría sido si no hubiera provenido del comunismo. ¿Por qué incurrió en dos de las, según Élie Halévy, tres tiranías del siglo XX —el comunismo, el fascismo y el nazismo—? A primera vista resulta cuando menos enigmático; hurgándolo, incontestablemente lógico. El fascismo de Salazar Mallén era simple: una revancha anticomunista. Había en él —como lo vio Javier Sicilia en “Rubén Salazar Mallén: la leyenda y el hombre”— un odio propio del “amante engañado”, “el grito de un hombre que se sintió traicionado” por “la única causa que amó con sinceridad”.
El fascismo de Salazar Mallén no era, en este sentido, propiamente fascismo, sino un furibundo anticomunismo y, más aún, una cruzada personal que no resultaba de un silogismo sino de la inmediatez de las emociones. No provenía de una atenta lectura de Victor Serge y su relatoría de los juicios de Moscú, ni de Gide y su viaje a la URSS. Se trataba de una aversión más próxima: la de alguien que, habiendo conocido las entrañas del monstruo, se disponía a combatirlo por todos los medios, a fuerza de muchos insultos y una nada de pedagogía. Y ahí están las soflamas periodísticas de Salazar Mallén como prueba de mis dichos, para aquél que quiera consultarlas. Con suerte encontrará fascismo, pero un fascismo de opereta.
Pese a ello, en el anticomunismo de Salazar Mallén había crítica política y económica. Pero su apostasía era, como dije, personal. Por ello, una de sus múltiples consecuencias fue no poder encontrar salida sino artísticamente. Esta purgación —no hallo una mejor manera de nombrarla— es la que encontramos en las novelas más célebres de Salazar; por ejemplo, Camaradas y La sangre vacía.
Si bien imperfectos, ambos ejercicios son verdaderos porque se originaban en las honduras más profundas de su autor. Hay en ello política de célula y de guerrilla tal y como encontramos política palaciega en las Memorias de Adriano; ver, no obstante, la potencia de ambas obras en ese anzuelo es confundir el bosque con el paisaje. Las Memorias son meditaciones sobre aquello que hay de real en el hombre —el amor, la amistad, la poesía—. Los libros de Salazar Mallén son examinaciones sobre los demonios que abrasan a los hombres en su lucha por el poder. “La ficción —advierte Agustín Cadena en “La poética del rencor”—fue para Salazar Mallén un instrumento de análisis social, más que un instrumento estético”. Y, sin embargo, aunque el riesgo no era menor (convertir el arte en propaganda), no hay una sola página en estas novelas ideológicas donde este escollo no haya sido resuelto con entereza.
“Hay —es Cadena quien me asiste por segunda ocasión— en el centro de sus novelas una lacerante angustia de orden trágico, que se refiere a la oposición entre destino y libertad, proyectados éstos hacia múltiples, y a veces, deformes avatares: poder y crítica, autoridad y pasión, patria y verdad”. Intuyéndolo, sabiendo que su pensamiento encontraba amplitud por esta vía y no por la del tratado, Salazar Mallén encontró en la literatura el bálsamo que necesitaba su rencor. No expurgó, pues, su ponzoña a través del encomio de la absolutización de la idea nacional (fascismo) ni de la condena a la absolutización de lo universal (comunismo). No triunfaron en él sus lecturas de filosofía política. Salazar Mallén, pendía de otro método: de un procedimiento fundamentalmente personalizado que olvidaba todo menos prescindir del yo y el tú. Apostó por un procedimiento humano: problematizar lo real. En sus novelas la participación política, la militancia, la represión están llenas de los claroscuros de lo humano que Salazar Mallén vivió en carne propia y donde vicios y virtudes se entretejen. Hay, en este sentido, una anécdota que Sicilia recupera de un texto de José Revueltas:
En esa abominable cárcel [la de Belén] tuvimos un problema de moral humana, extraño y difícil. Un reo común, morfinómano, nos pidió a los detenidos políticos cierta cantidad de dinero para adquirir el veneno indispensable. Su figura era lastimosa, casi no podía sostenerse en pie. No había otra forma de ayudarlo [...] Las opiniones se dividieron [...] La mayoría hablaba de moral, de principios y de que nos era imposible, de ser consecuentes con esa moral y esos principios, proporcionar el dinero al pobre vicioso. Salazar Mallén defendió las opiniones contrarias hasta no obtener que de nuestro fondo se le entregara al morfinómano la cantidad necesaria. Mi memoria de estos hechos me presenta a un Salazar Mallén uncioso, lleno de generosidad, valiente e iluminado. Los carceleros lo odiaban, lo odiaban también los filisteos de toda laya; sus antiguos amigos lo miraban durante aquella época, con esa temerosa y estúpida condolencia con la que los intelectuales “decentes” ven a los escritores “malditos'” [...] Estaba solo, solo y erguido […] Estando en la prisión de Belén, proveyó, en contra del juicio de sus compañeros de prisión y las autoridades carcelarias, morfina a un enfermo de adicción.
Pero no todos encontraban al hombre detrás del personaje. Hacia los años cuarenta, Salazar Mallén recogió más odios por aquí y por allá escribiendo para diarios y periódicos artículos que mucho tenían de alegatos fascistas y muy poco de otra cosa. Alrededor de ese tiempo, Salazar Mallén tuvo un segundo desencuentro con Octavio Paz.3 La disputa arrastraba razones de sus nuevas adhesiones políticas y arrojaba consecuencias literarias: la revista El hijo pródigo se negaba a publicar la novela Páramo dadas las ideas fascistas de su autor. Así se lo noticiaron los miembros de la redacción: Antonio Sánchez Barbudo, Octavio Paz y su director, Octavio G. Barreda.
Páramo no fue rechazada por razones literarias como debería haber sido —acusa costuras por doquier; tiene un lenguaje que, pretendiéndose callejero, ruboriza no por su arrojo sino por su pudibundez; con una estructura fragmentaria que extravía a sus propios personajes y confunde la anécdota a sus lectores—, sino por razones ideológicas que Salazar Mallén refutó a sus detractores: “Que yo escriba en los periódicos —repuso— acerca de cuestiones políticas, no quiere decir que tenga una filiación política, en el sentido que suele darse a esa expresión”. En esta respuesta se cifra el enigma político Salazar Mallén.
Aunque su ánimo fascista pretendía denunciar la naturaleza totalitaria del comunismo (como lo entendió Domínguez Michael) o cultivar las figuras del héroe y del santo en detrimento de la idolatría de la masa del proletariado (como lo estatuyó José Luis Ontiveros), lo cierto es que el suyo era un fascismo atolondrado, apenas la convicción de un hombre en pos de la libertad, tan incoherente como la de los toros que van a conquistar la suya dentro de los confines del albero. En esta desarticulación, en esta búsqueda de algo tan grande a fuerza de ejercitar una libertad más bien pequeña, el escritor se descubrió como poca cosa y comenzó a exigirse un disfraz más grande: un absoluto. Así se disfrazó de comunismo y fascismo.
Esta pulsión nunca lo abandonó, porque no era contingente sino vital. Javier Sicilia advierte que detrás de esos atavíos en realidad había “una rebelión y una afirmación de sí, que lo llevaron por todos los derroteros y todas las confrontaciones”. En el fondo del comunista y del fascista lo que había era un “nihilista” o un “anarquista” (en lo que coincidía con el liberal Jorge Cuesta, por ejemplo). Salazar Mallén obedecía a algo más grande que no hallo cómo llamar, sino momentáneamente, crisis espiritual. Una angustia política que era sucedánea de una angustia personal: una transposición sensible del problema de la salvación y el destino.
¿Salvación y destino de quién? —cabe preguntar.
Hacia la década de los ochenta, Salazar Mallén preparó una selección de artículos y discursos sobre el Estado corporativo fascista para la Universidad Nacional Autónoma de México. En el prólogo apenas se incluyen un puñado de citas; y de las citas, ya lo sabemos, nos servimos cuando no hallamos mejores palabras para poner en tinta nuestro pensamiento. La recolección que incluye Salazar Mallén es de José Antonio Primo de Rivera y afirma lo siguiente: el fascismo es un movimiento que se afana por la “unidad total en la que se integran todos los individuos y todas las clases, una síntesis trascendente, una síntesis indivisible”.
¿Pero, comprender al hombre es disculpar al pensador político y al novelista? Si volvemos como Sísifo a patear esta piedra, mi respuesta será negativa ad perpetuam. Sin embargo, me interesa comprender la causa que cobijan personajes como Salazar Mallén.
Hacia la década de los cincuenta, Salazar Mallén continuaba con sus clases en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. En sus tiempos libres, que debieron ser muchos, animaba una tertulia en el Café La Habana (más tarde caro a Roberto Bolaño). Ahí se reunía con el grupo de los Metáforos; con el mismo humor del chileno, sus amigos le llamaban Rumbel Nalgazar Mayate, lo que no obstaba para que permaneciera en su condición de proscrito, de forajido, de paria donde los haya. Algún compañero de mocedades refirió que en algunas de aquellas tardes ocurrieron golpizas a Salazar Mallén; desde entonces, y durante las décadas que siguieron, su figura apareció petrificarse. Parece haberse solidificado en aquel café: malformado, humillado, rabioso.
Fácil sería aferrarnos a aquella imagen de Salazar Mallén. Pero bien vale ir más allá de esa silueta de utilería para hurgar en el hombre: donde hay arrogancia, vemos fragilidad; donde desprecio, vergüenza; donde altanería, vulnerabilidad. Ese perfil es de quien navega a contracorriente y, lejos de arredrarse en su miseria, encuentra en ella el combustible para afirmarse. Como Aquiles Alcázar en su novela Soledad, sin asomo de dudas su personaje más redondo, Salazar Mallén parece alegar a sus contemporáneos: “puesto que no me esperan ni me quieren, les molestará que trate de acompañarlos. Entonces, una de dos: o me aceptan y les aguo la fiesta, o me rechazan, pero les hice pasar un mal rato”. Y así lo hizo por tres décadas más.
*
Aun siendo escépticos al fetiche de la novedad, no es ocioso preguntar por la vigencia de un personaje como éste. Pese a las pasiones humanas que pueblan sus novelas, Salazar Mallén fue un escritor de pocas ideas, pobre en su estilo y esquemático en el desarrollo de historias y personajes. Sus novelas son paupérrimas. De sus más de diez obras publicadas, sin incluir coautoría y antologías, sólo Soledad puede considerarse una obra acabada en toda regla.
Peor aún: fue un hombre detestable. Y un perfil de Salazar Mallén restaría incompleto de no acompañarse por los epítetos que mereció de quienes trataron con él:
- “Un inocente que anda por el mundo disfrazado de lobo y que no asusta a nadie salvo a sí mismo (Paz);
- “Una baba venenosa absolutamente repugnante” (Ontiveros);
- “Mexicano fracasado y resentido”, “comediante y mártir de la literatura mexicana”, “miserabilista y procaz [... ] mexicanista desquiciado por la podredumbre del alma nacional, reaccionario por épater y por deber” (Domínguez Michael);
- “Hombre del fracaso y del resentimiento que respondía con el sarcasmo o la leperada”;
- Con asombrosa “capacidad para la injuria, el alcohol y las mujeres” (Emmanuel Carballo);
- Con “proclividad a la majadería y a la ironía corrosiva y certera” (hurgo en mis papeles sin encontrar al autor, mea maxima culpa).
Entre todos, sólo Sicilia da un paso al frente no para refutar sino para matizar:
- “Su errático itinerario político era una máscara”, “de una ternura y de una bondad de las que se avergonzaba”, “irrepetible, singular y magnífico”;
- Pero sobre todo: “un hombre bueno que se defendía: se defendió con su vida de libertino y su sarcasmo de la muerte, de la burla que padeció a causa de su hemiplejia, de aquello que buscaba atraerlo y someterlo, y así defendió el derecho a su libertad y a la libertad de otros”.
Ésta es la solución provista por alguien que, desde un sufrimiento muy distinto, lo comprendió.
¿Es real el Salazar Mallén que dibujan los testimonios? Es de dudarse, pues “las personas malas —dice C. S. Lewis— son siempre más fáciles de retratar que las buenas, pues si bien ninguno de nosotros sabe mucho sobre los hombres que son mejores que nosotros, el mal, por otro lado, siempre nos es fiel, está siempre al alcance de nuestra mano, bajo nosotros”. Temamos siempre la caricaturización.
Afirmar que la leyenda negra de Salazar Mallén se ha acrecentado no exige ninguna temeridad. Su derrotero ha sido aún peor: su figura se ha estancado, ennegreciéndose y tornándose viscosa para sus nuevos lectores. No nos vemos ahí porque es imposible mirarse en su reflejo. Las razones son profusas, mas no prolijas.
Resalta Domínguez Michael: a partir de los ochenta, la obra de Salazar Mallén fue “podada por la difusión cultural del Estado, las claridades democráticas recién asumidas, los reconocimientos protocolarios y las deserciones vergonzantes”. Octavio Paz se le imponía por cuarta ocasión; completa Sicilia por enésima vez: “Salazar Mallén caminó en sentido inverso [a Paz]: cambió de postura política justo en el instante en que era vilipendiada y estigmatizada. Casi como para llevar la contra. O quizás eso hacía”. Y luego prescinde del adverbio porque Salazar Mallén precisó de sí mismo: “pienso que el mundo es imperfecto y que siempre hay oportunidad para estar en contra”. Su apreciación era correcta.
Con el cambio de siglo, la generación de la transición —la mía— le ha propinado otra lápida, una más de las que ya carga desde mediados del siglo pasado. Acusa miopía quien no lo vislumbre, el ethos del periodo se oponía a Salazar Mallén por razones obvias: por desobediente, destructivo e inasimilable. Pero sobre todo por antiliberal. Si de algo descreyó Salazar Mallén fue de la hipócrita concordia, del tótem del consenso, de la domesticación del pensamiento. El periodo de la transición, que nos ofrendó el pluralismo, también arrojó la triste tríada de la tiranía a la basura y busca desarraigarse de las sociedades por caminos no pocas veces más aborrecibles. De esos liberales, vale deducir que Salazar Mallén habría dicho: “Son incapaces, orgánicamente incapaces, de comprender que se puede estar mucho más allá de esa miserable clasificación. Es que ignoran y odian al hombre, quizás sin saberlo”.
Gastada la transición, ¿quién negará el interés por un hombre así, que es justo el tipo de extravío que gestan sociedades como en las que vivimos hoy? Estos tiempos —mismos miedos— patrocinan demonios como los de Salazar Mallén. A disgusto de Cicerón y de Marx, la historia no es maestra de la vida, pues los acontecimientos se imponen con frecuencia dos veces como tragedia. Los ejemplos ahí están a nuestra guisa, para que aprendamos de ellos y actuemos en consecuencia. En República de Weimar: la muerte de una democracia vista desde el arte, Jacobo Dayán, entre otros, ha vuelto a ver las connivencias que existen entre la convulsa República de Weimar y nuestros días. Si no menciono que no hay periodos históricos iguales es porque no juzgo necesario anunciar la oriental salida del sol.
¿Qué sucedió antes? Lo mismo que sucedió después y volverá a suceder. Quienes ahora y antes rinden, como Salazar Mallén, su voluntad a estas ideologías totalitarias, no aman al hombre, sino al Hombre; prefieren la Justicia en detrimento de la justicia y, a contrapelo de Camus, escogerían la salvación de su alma sobre la de su madre. El odio al liberalismo no es una aversión a su proyecto económico sino a sus facetas política y moral. Escojo esta palabra sin ligereza: el porvenir liberal es abierto y en esa incertidumbre algunos, como Carl Schmitt, han visto el lugar abandonado por Dios una vez alcanzada la modernidad. Salazar Mallén quiso resolver esa paradoja, ese vacío si se prefiere, con “un poco de picante [y] un poco de horror”, como alegó Emil Cioran sobre Joseph de Maistre. Y hay, desde luego, muchos picantes y horrores; también muchas combinaciones.
El comunismo y el fascismo de Salazar Mallén son un tipo ideal de los dos caminos que tomó el pensamiento de Hegel en el siglo XX: el del Estado sobre todo y todos, por vías distintas y complementarias. Ambos, a tono con el filósofo de Jena, persiguen la realización del Espíritu Absoluto a través de la redención o, para hablar en profano, la depuración no de los individuos sino de una abstracción llamada hombre y su sublimación a través del orden y de conjuras como “anulemos el Estado” y de “todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. Hoy es igual, si acaso con peores morondangas del estilo “acá nosotros” y “allá ustedes”, burdas enunciaciones de efectos fatales.
No es baladí que Salazar Mallén anotara hacia el crepúsculo de su vida: “Las diversas actitudes que he adoptado tuvieron origen en el afán de encontrar solución a los problemas del hombre, pero debido a una disposición crítica, remataron siempre en la decepción”. Así termina siempre la sed de infinito en el hombre; y en política, qué duda cabe, en desastre.
Rubén Salazar Mallén murió el 20 de junio de 1986.