Número 22. Salvar el abismo.

El fracaso de la mirada externa

Patricio Ramos Catalá

Columna

Hay algo profundamente erróneo en querer explicar la vida social como se mide la trayectoria de un proyectil o la descomposición de una molécula. Porque la vida social no se rige por leyes físicas, sino por significados compartidos. Y, sin embargo, durante mucho tiempo, disciplinas como la antropología intentaron hacerlo: observar desde fuera, medir, clasificar, como si las personas fueran “átomos culturales” obedeciendo patrones fijos e invisibles. Pero, ¿qué pasa si la cultura no se explica?

Peter Winch lo intuía cuando escribió que las ciencias sociales no pueden funcionar como las naturales. Las personas no son objetos que reaccionan ante estímulos, sino agentes que actúan conforme a reglas. Pero no reglas grabadas en piedra: hablamos de normas que emergen del uso, de la costumbre, de los acuerdos tácitos. “Seguir una regla” no es repetir un procedimiento mecánico, sino saber cuándo, cómo y por qué se hace algo dentro de una comunidad que comparte sentidos. No hay reglas privadas, las reglas sociales se siguen con el otro, sólo toman su sentido cuando hay un otro para el que valen. Una ley científica describe regularidades observables en la naturaleza y permite hacer predicciones bajo condiciones controladas. Una norma social, en cambio, regula el comportamiento dentro de un grupo humano y sólo tiene sentido dentro del marco cultural que la sostiene. Tal vez deberíamos deshacernos de la etiqueta “científico” que se toma como requisito para todo saber con el fin de ser considerado como conocimiento auténtico.

Ver no es sólo un asunto de la visión. Ver es interpretar y para interpretar hay que haber aprendido. Todo ver es siempre un “ver algo más”.  Un astrónomo y un niño miran el cielo nocturno. Ambos ven puntos brillantes, pero mientras el niño ve “estrellas”, el astrónomo ve sistemas solares, constelaciones, espectros de luz y distancias medidas en años luz. Están mirando lo mismo, pero lo que ven depende del lenguaje, el conocimiento y el entrenamiento. Esto vale también para el antropólogo: sin haber aprendido los conceptos de una cultura, uno no ve más que superficies. Un antropólogo que llega por primera vez a una comunidad y presencia un ritual en el que los miembros bailan “vestidos” de papagayo no ve lo mismo que los miembros de la comunidad que, en ese momento, son papagayos: no simbolizan, ni representan, sino que habitan esa forma de vida desde dentro. Si no has aprendido los conceptos que dan sentido a esa práctica, no puedes describir la conducta como describirías un experimento científico. Esto es anterior a toda aproximación, esta experiencia es anterior a todo proceder empírico de la ciencia, utilizar un método establecido de observación es traer consigo una visibilidad preestablecida. No hay observación neutra, como tampoco hay cultura sin lenguaje.

Esto se aplica a toda forma de vida: incluso dentro de una misma familia, los distintos grupos generan sus propias prácticas, formas de ver y de decir, que se definen por su uso particular del lenguaje. No se trata solamente de hábitos o costumbres superficiales, sino de mundos de sentido que se aprenden y se habitan.

Esto lo sabía bien Wittgenstein, en especial cuando se burlaba de Frazer por intentar “explicar” la magia. ¿Explicar qué, exactamente?; ¿que una danza para pedir lluvia no hace llover? Pero eso ya lo saben quienes bailan. El ritual no busca controlar el clima como una fórmula química controla una reacción: busca otra cosa. Sentido, pertenencia, comunión, memoria. La magia no se refuta con datos, porque no es una hipótesis. Es una expresión. Querer aproximar todo conocimiento desde la explicación es un espejismo cientificista, una ilusión que pretende medir con la misma vara todos los saberes, como si la verdad tuviera una sola voz.

Si la magia es una expresión, entonces también lo es el rito, la moral, el duelo. Todo aquello que hacemos para vivir entre otros. Por eso la antropología no puede ser la policía de la lógica ajena. Cuando un etnógrafo entra a una comunidad, no debería ir a medir creencias con su vara racional. Debería ir, como quien aprende un idioma, a dejarse enseñar nuevas formas de habitar el mundo. No hay error en un ritual por no producir efectos empíricos. Sería como sancionar a un jugador de vóleibol por tocar el balón con la mano: estás en el juego equivocado. Así de absurdo es juzgar una forma de vida desde otra. Las reglas cambian. El sentido también. No hay universalidad que valga si se impone como camisa de fuerza.

Por eso, el etnógrafo no es un experto que diagnostica, sino un observador que escucha. El trabajo de campo no es una etapa previa a la teoría, es en la propia práctica en donde la labor toma sentido. Es donde se aprende a ver desde dentro, a reconocer que lo que parecía extraño tiene una lógica, y que esa lógica puede, incluso, afectarnos. Aprender un lenguaje es también dejarse transformar por él. No hay lenguaje sin memoria. Las culturas narran, no sólo porque cuentan historias, sino porque a través de ellas preservan lo que creen, lo que valoran, lo que temen. La historicidad, entonces, no es un decorado del que podamos prescindir. Es el suelo donde brota todo sentido.

La palabra “cultura”, como tantas otras, no tiene una definición fija. No hay una esencia que la capture. Es una de esas palabras que funcionan por “semejanza de familia”, como decía Wittgenstein: no porque todas las culturas compartan un rasgo único, sino porque entre ellas hay conexiones, ecos, similitudes parciales. Pretender ordenar las culturas de más a menos avanzadas es ignorar eso. Es imponer una vara evolutiva que convierte la diversidad en jerarquía. Aquí fallaron los antropólogos de escritorio, los que clasificaban pueblos sin haber pisado su tierra. Frazer, con toda su erudición, no supo ver que sus comparaciones convertían diferencias cualitativas en escalones cuantitativos. Este es el error por excelencia: confundir juegos de lenguaje distintos como si fueran fases de este.

Entonces, ¿qué es hacer antropología? No es hacer predicciones ni formular leyes. Es traducir. No en el sentido técnico de cambiar palabras de una lengua a otra, sino como una traducción auténtica: hacer comprensible lo otro sin traicionar su singularidad. No se trata de decir “esto equivale a aquello”, sino de crear puentes. Y para eso tiene que liberarse al concepto de la abstracción y permitir que valga sólo dentro de las reglas que le dan sentido.

Si la antropología quiere tener sentido hoy, debe renunciar a ser ciencia en el sentido tradicional y abrazar su carácter de arte de la comprensión. Debe ser el espacio donde el asombro no es infantilismo, sino método. Donde el trabajo de campo no es recopilación de datos, sino convivencia radical. Exagerar el fundirse en el otro, el estadio del espejo llega a su hipérbole. La teoría no es algo que se impone, sino que emerge. Y donde el lenguaje, lejos de ser una herramienta neutra, es el terreno mismo donde se juega el sentido de lo humano.

Comprender al otro no es reducirlo a lo que ya sabemos. Es, quizás, el gesto más serio y creativo que tenemos.

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