Número 22. Salvar el abismo.

El camino inevitable

Javier Sicilia

Dossier
Aun cuando la mística se volvió impracticable en un mundo que pervirtió el mensaje evangélico, su camino, que según Sicilia contiene el sentido más puro de la revelación de la Buena Nueva, terminará por imponerse a la humanidad. Siguiendo a Juan de la Cruz y a Léon Bloy, Sicilia supone que, en la pasión, la crucifixión y la resurrección de Cristo —metáfora del Apocalipsis— está escrito simbólicamente el destino de una humanidad que caminó en sentido opuesto a la revelación traída por el Evangelio que resguarda la mística.  

La mística ha sido el patito feo de la Iglesia, la hija rebelde a la que, después de hostigar y perseguir, le dio un sitio en la parte trasera de su casa. Las razones son múltiples. Me concentro en una: sus distintas maneras de vivir el Evangelio y el Reino prometido y cumplido en un “ya, pero aún no” en Cristo.

Mientras que con el Edicto de Milán (313), la Iglesia se transformó en un aparato de Estado que apela al poder y al dinero para cumplir de manera vicaria una misión salvadora que concluirá con el regreso de Cristo y la instauración definitiva del Reino, la mística, desde aquel periodo, habla de empobrecimiento y renuncia. Su punto de mira no es tanto la salvación del ser humano —que el Estado y las sociedades modernas corrompieron convirtiéndola en un estado de bienestar material para el que crearon un sinnúmero de instituciones de servicio—, sino la vida del Reino en el amor aquí y desde ahora, que la primera carta del apóstol Juan asocia con Dios (“Dios es amor”).

A diferencia de lo que el aparato eclesial, extremadamente judicializado y poderoso, nos presenta, y a semejanza del Evangelio, el Dios/amor que descubre la mística no tiene una intención utilitaria. Tampoco es poder y afirmación, sino, como lo muestra su Encarnación en el vientre de María, es negación de sí, debilidad, dulzura y delicadeza de ser menos. Y porque ha renunciado a todo es don y acogimiento que se manifiesta en una vida común pobre y equilibrada, de la que las primeras comunidades cristianas, la vida de los Padres del Desierto y el monacato son expresiones.

La palabra que mejor lo expresa está en la carta de Pablo a los filipenses (2, 5-7): kénosis (“vaciamiento”): “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí mismo y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres”.1

Para la mística no hay otro camino para vivir el Reino que transformarse en ese Dios/amor. Uno y otro son las dos caras del ser, del sentido último de la vida. Todos los tratados místicos apuntan hacia allá. Son en su complejidad la descripción de un camino kenótico. No encuentro un mejor resumen de ellos que una reflexión de Eckhart sobre la pobreza y los “Versillos del Monte de Perfección” de Juan de la Cruz:

Si llega el caso de que un hombre se ha vaciado de cosas, criaturas, de sí mismo y de Dios, restando aún cierto lugar en que Dios pueda realizar sus actos dentro de este hombre, decimos: mientras exista cierto lugar, este hombre no es pobre con la pobreza más íntima, pues Dios no desea que el hombre le reserve un lugar para sus obras, siendo que la verdadera pobreza de espíritu requiere que el hombre se vacíe de Dios y sus trabajos, de modo que si Dios desea actuar en el alma, él mismo debe servir de sitio en que actuar y esto le placerá. Pues si Dios diera alguna vez con un Hombre [la mayúscula es del propio Eckhart] pobre hasta ese extremo, asumirá la responsabilidad de su propia acción, convirtiéndose él mismo en escenario de los actos, ya que Dios es aquel que actúa en sí mismo. Es así, en esta pobreza, que el hombre recobrará el ser entero que fue alguna vez, que es ahora y que será para siempre.  
Para venir a gustarlo todo
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para venir a lo que no gustas,
has de venir por donde no gustas.

Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
Para venir a poseer lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres

has de ir por donde no eres.
Cuando reparas en algo
dejas de arrojarte al todo.
Para venir del todo al todo,
has de dejarte del todo en todo.2

Este camino, que quedó resguardado en las habitaciones más recónditas de la Iglesia y que conduce al ser humano a la renuncia de sí al grado, dice Pablo, de “ya no [ser] yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2, 20) o a esa experiencia que el propio Juan de la Cruz expresa hermosamente en su poema “Noche oscura”: “amada en el amado transformada”, ¿puede decirle algo al mundo de hoy que ha terminado por reducir la vida espiritual a un conjunto de recetas morales, a un yoga de gym, a textos y cursos de autoayuda? ¿Puede proponerle una vía alterna, a ese mundo que tiene como meta el poder, el dinero y la depredación en aras del desarrollo y el progreso? ¿Puede proporcionarle sentido a la era de las redes sociales, de la inteligencia artificial, del show narcisista y la posverdad, a un mundo para el que la pobreza no es una condición de vida, sino un flagelo a combatir?  

Es prácticamente imposible. Desde que, con el Edicto de Milán, el aparato eclesial leyó el misterio de la encarnación no como un acto gratuito del ser de Dios —que el Evangelio ilustra con la parábola del Buen Samaritano3 y al que la mística quiere imitar—, sino como un deber vinculado a un plan salvífico; desde que, por lo mismo, decidió crear instituciones para atender necesitados de todo tipo —extranjero, huérfanos, viudas, enfermos—que las leyes romanas no amparaba, y que poco a poco comenzó a mirar a todos los seres humanos como seres desvalidos necesitados de salvación, el aparato eclesial al mismo tiempo que respondió a la revelación evangélica, sentó las bases de las sociedades de servicio que han invadido el mundo entero. A partir de entonces, todo el saber humano de Occidente se puso no sólo al servicio de la salvación del alma, que administraba y continúa administrando la institución clerical, sino de las necesidades humanas que ahora auspicia y regula el Estado. Un camino de abundancia, contrario a la kénosis. Lo expresa con claridad el teólogo franciscano Roger Bacon —uno de los primeros pensadores del método científico y del progreso tecnológico— que en el siglo XIII —el siglo del descubrimiento del poder de la herramienta— miró esos instrumentos no como una ayuda, un don —decía  Hugo de San Víctor— para hacerle al ser humano menos dura la vida, sino como una especie de arma que, según él, restauraba el poder que el hombre tenía antes de la expulsión del paraíso y cuya función es dominar la naturaleza y obligarla a servir como una esclava, a entregarle al hombre lo que guarda en su avaricia. “Esta idea —dice Jean Robert— fue la que prevaleció y desarrolló las formas heterónomas de las herramientas complejas de la era industrial que, bajo la sombra del colonialismo y más tarde del desarrollo, Occidente ofreció al mundo entero, tachando de incultos y subdesarrollados a quienes, como Gandhi [un místico], las rechazaban”. Con ello y la emergencia de las redes sociales y la Inteligencia Artificial, la libertad del amor y su pobreza se perdieron para siempre. Contra la mística, que ve en el Evangelio la revelación de un Dios amoroso que nos llama a disminuirnos, a ser menos para, como Cristo, acoger todo y vivir en el equilibrio del Reino, el mundo, fomentado por un aparato clerical que más allá de responder a las necesidades de acogimiento de los excluidos, vio al ser humano como un ser desvalido necesitado de ayuda, caminó en sentido contrario. No hacia el menos, sino hacia el más; no hacia el despojamiento, la pobreza y la reconciliación con nuestra finitud, sino hacia la acumulación y la riqueza; no hacia el equilibrio y la autonomía, sino hacia la desmesura y la dependencia de satisfactores materiales que llamamos bienestar.

Fuera de un camino personal y de nichos de resistencia que recuerdan la vida de las primeras comunidades cristianas y del mejor monasticismo —pienso no sólo en los ashram gandhianos, en el Arca de Lanza del Vasto, en las comunidades indígenas zapatistas o en la de Cherán, sino también en la resistencia en común que han hecho las madres buscadoras en México y el movimiento de víctimas— nada puede aportarle la mística a este mundo. Ni siquiera podría entenderla. Si acaso lograra verla, la miraría como una estupidez, como un masoquismo en la era del placer, del poder, el dinero y el progreso sin fin, como el residuo de un pasado oscuro y superado o como una mera curiosidad guardada en el traspatio de la Iglesia.

La consecuencia es una profunda anomia que se mide en violencias de todo tipo, desastres ecológicos, desfondamiento de las instituciones de la Iglesia y del Estado —que bajo la lógica de una salvación degradada en servicios mercantiles, administran la vida humana—, en el retorno de ideologías extenuadas, en el reblandecimiento del esqueleto moral y de la inteligencia, y en una cada vez mayor pérdida de libertad y autonomía bajo el imperio de las industrias tecnológicas y de la Inteligencia Artificial.

En otro tiempo, cuando el aparato clerical de la Iglesia comenzaba a institucionalizar la caridad del Evangelio volviéndola un mandato y una responsabilidad de Estado, los bárbaros venían de afuera, de las periferias de la nueva cultura que había nacido con el Evangelio. Ahora, después de apoderarse de ella y contribuir a su degradación, se han instalado en el centro del mundo. No hay manera de dar marcha atrás y retomar la vía mística que desde el Edicto de Milán se refugió, con los Padres del Desierto, en los páramos de Siria y Egipto, es decir, en los lugares que los bárbaros, seducidos por el poder del Imperio abandonaban, y terminó en las recónditas habitaciones de la Iglesia.

Si es verdad, sin embargo, que la clave con la que la mística leyó el Evangelio es el camino por el que el hombre entra en la intimidad con Dios y hace el Reino, la humanidad terminará allí, sólo que de una manera más dolorosa e inesperada. En Subida al Monte Carmelo, Juan de la Cruz dice al hablar de la “noche”, metáfora de la kénosis:

Porque he dicho que Cristo es el camino y que el camino es morir a la naturaleza en sensitivo y espiritual, quiero dar a entender cómo sea esto a ejemplo de Cristo […]

En cuanto a lo primero, cierto está que él murió a lo sensitivo espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte, porque como él dijo, en la vida nunca tuvo dónde reclinar la cabeza, y en la muerte menos.

En cuanto a lo segundo, cierto está que al punto quedó aniquilado, ni consuelo ni alivio alguno […] para que aprenda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino a Cristo para unirse con Dios y sepa que cuanto más se aniquila por Dios según estas dos partes: sensitiva y espiritual tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace, y cuanto viniera a quedar resuelto en nada, que sería la suma humildad, quedará hecha la unidad espiritual entre el alma y Dios.

Cuatro siglos después, a principios del siglo XX, Léon Bloy, un místico en estado salvaje, delante de los acontecimientos que anunciaban las grandes monstruosidades a las que la humanidad llegaría en su búsqueda de dominio, leyó la historia humana desde la perspectiva de Juan de la Cruz, pero agregó a ella un sesgo apocalíptico. Para Bloy, en la vida de Cristo se escribe la historia humana y por lo mismo, a su pesar, la humanidad deberá vivirla para llegar, esta vez de manera apocalíptica, al amor y el Reino que propone la mística y que el ser humano rechazó. “Estamos en el umbral del apocalipsis y no son tiempos para juegos del pensamiento”, escribió ese profeta de la desgracia después de decir, “en cuanto a mí ya sólo espero a los cosacos [los bárbaros] y al Espíritu Santo”.

La analogía entre el cuerpo de Cristo y la historia no es gratuita. La Biblia cristiana inicia con la creación —expresión del amor kenótico, del “retiramiento” de Dios en su Palabra; en la palabra nos replegamos para develar el mundo y mostrarnos en él—, tiene su parteaguas en el Evangelio —la revelación de ese amor de retiramiento que es Dios—y frente a su fracaso —al que Dios responde con la resurrección—concluye con el Apocalipsis: destrucción y resurrección de la humanidad. El propio Cristo en su prédica que se conoce como “la gran tribulación” (Mateo 24, 21-24) describe a su manera el apocalipsis: “persecución, odio, carestía, angustia, traiciones, falsos profetas, que como buitres se arremolinan alrededor del cadáver, y oscurecimiento del cielo”. Y advierte: “cuando vean todas estas cosas sepan que [el retorno de Cristo y el Reino] está cerca, a las puertas”. Pero de ese retorno “nadie sabe ni el día ni la hora, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo mi padre”.

Estamos delante del “misterio del mal” del que habla Pablo en su segunda carta a los tesalonicenses,4 lo contrario de la pobreza del amor, de la kénosis, a la que apunta la mística, en el centro de la plenitud del poder que cayó como una tromba sobre el cuerpo y el alma de Cristo y que, si leemos el Apocalipsis con la mirada de Bloy, se abatirá también sobre el mundo entero no por designio de Dios, sino, como sucedió con Cristo, por nuestro afán de dominar y controlar todo en provecho de una abstracción llamada pueblo, nación o humanidad: “Conviene que un hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera”, dijo Caifás, el hombre que detentaba el poder del Sanedrín. Al final de esa noche llena de tribulaciones estará el Reino que vive el místico y que rechazamos.

No sé si llegamos ya allí —el tiempo Apocalíptico es largo; Pablo e Illich lo sitúan a partir de la revelación del Evangelio; otro místico, discípulo católico de Gandhi, Lanza del Vasto y el judío Walter Benjamín en su sobrecogedora visión del “Ángel de la Historia”, a partir de la Caída. Sea lo que sea, la literatura escatológica, respetuosa de la afirmación de Cristo de que nadie sabe el día ni la hora, divide el tiempo apocalíptico —un “tiempo de crisis”, dice eufemísticamente el lenguaje de las ciencias sociales— en “el tiempo del fin” y “el final de los tiempos”. Tengan razón Pablo e Illich o Lanza y Benjamin, vivimos desde entonces un “tiempo del fin” que conforme avanza la historia se compacta, acelera y anuncia, como señala la prédica de “la gran tribulación”, una “tan grande como no la hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora” y que es el reverso del Evangelio.

Quizá entonces el Reino venga “como un relámpago” o quizá no y llegue como la resurrección, de manera silenciosa, pobre, de las periferias del mundo, del traspatio de la Iglesia, de las catacumbas, donde la experiencia mística se preserva contra toda fe y toda esperanza.  

1 Maurice Blondel definió la kénosis como “el suicidio de Dios”. Simone Weil, en su ensayo “El amor de Dios y la desdicha”, se refiere a él como un segundo retiramiento de Dios que tiene su antecedente en la noción del tzimtzum (“contracción”, “retirada”) del cabalista Isaac Luria para quien Dios creó contrayéndose para dejar lugar a la creación. Pese a lo novedoso y profundo de estas concepciones sobre un Dios que renuncia a su poder, me parece que si Jesucristo, visto a la luz del Evangelio de Juan, es la revelación de Dios —“El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14, 9); “Yo y el Padre somos uno” (Juan 10, 30)— habría que pensar la Encarnación no como una kénosis, un “suicidio”, un “retiramiento” o una “contracción”, que, no obstante muestra la dimensión del amor de Dios, sigue mirándolo como poder, sino como el ser mismo de Dios; Dios como vaciamiento puro. Para que el amor sea absoluto acogimiento —hacia allá apunta el camino místico que es hacerse uno con Dios— debe ser vacío, como el hueco de una casa o el de una campana.  (Cfr. Javier Sicilia, “Una relectura del Evangelio”, en Aproximaciones a un tiempo del fin. Cetys Universidad, Mexicali, B.C, 2024). En relación con el camino místico del vaciamiento, cfr. Javier Sicilia y Tomás Calvillo, “El vacío y el significado místico”, en La revelación y los días, Cuadernos de la Orquesta, México, 1987.  

2 Hay una hermosa paráfrasis de T.S Eliot en “East Coker” de Cuatro cuartetos: “Para llegar allí,/ para llegar a donde estás,/ para salir desde donde no estás,/ debes de ir por un camino en donde no hay éxtasis. / Para llegar a lo que no sabes,/ debes ir por un camino que es la ignorancia./ Para poseer lo que no posees/ debes ir por el camino de la desposesión,/ para llegar a lo que no eres/  debes ir por el camino en el que no eres./ Y lo único que sabes/ es lo que no sabes./ Y lo único que posees/ es lo que no posees/ y donde estás es donde no estás. Traducción de José Emilio Pacheco.

3 El samaritano de la parábola, como lo ha mostrado Iván Illich, no fue en auxilio del judío herido por un deber —era su enemigo y no tenía, por lo tanto, ningún tipo de obligación moral ni jurídica para con él—. Si lo hizo fue por esa libertad de espíritu que proviene del amor, por una respuesta de su corazón al llamado de un ser caído en desgracia. Cfr. Javier Sicilia, op. cit, y David Cayley, “Evangelio”, Últimas conversaciones con Iván Illich, El pez volador, España, 2019.  

4 Cfr. Giorgio Agamben, El misterio del mal. Benedicto XVI y el final de los tiempos, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2014; Javier Sicilia, “El tiempo del fin y el katékhon” en op. cit., y David Cayley, “El comienzo del fin” en op. cit.

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