Frente a la velocidad de los medios tecnológicos y el algoritmo que embruja nuestras mentes y, como señala Tomás Calvillo, raptan nuestra interioridad, la socióloga Urapiti Castillo, explora los arquetipos junguianos, particularmente el de Jesucristo, como un punto de referencia para escapar del asedio tecnológico y recuperar el sentido espiritual de nuestras mentes en un mundo roto y tomado por un nihilismo colectivo.
En un mundo dominado por la tecnología y la inmediatez, ¿qué lugar ocupa la mística en nuestra búsqueda de sentido? ¿Puede la mística brindar algo a nuestra sociedad en pleno siglo XXI? ¿Por qué alguien desearía invertir su tiempo en prácticas de la interioridad que no ofrecen certificaciones ni likes en redes sociales?
La respuesta radica en la decisión individual. Las razones permanecen las mismas hoy que hace dos mil años, la vida humana se vive desde una decisión individual, ya sea de forma consciente o inconsciente, pero finalmente una elección propia. La decisión comienza con aquello a lo que le damos tiempo a lo largo del día, que es el reflejo del interior.
La sociedad, para su funcionamiento, impone un orden social que promueve ideales a través de discursos, cuentos, narrativas e historias. Este orden, denominado nomos por el sociólogo Peter Berger en su libro El Dosel de lo sagrado, hace referencia a las normas que estructuran la vida social y que otorgan sentido a la existencia dentro de un colectivo. Define el nomos como un orden que tiene significado y que se crea a partir de las experiencias, esto es la socialización, y que cuenta con significados de los individuos y sus colectividades. Por lo que es el orden que trasciende a la persona y es parte de la cultura y el garante de la sociedad.
Dentro de este orden existen formas o ideales para la persona, estos son los arquetipos, representaciones simbólicas y colectivas en la psique del ser humano, que tienen a ser atemporales. Estos arquetipos presentan una variedad de tipos ideales de persona que desempeña un rol en la sociedad en función de sus intereses y capacidades y se encuentran en el inconsciente colectivo. Estos arquetipos han sido empleados por la sociedad para premiar conductas específicas y sancionar aquellas que no permiten la reproducción del sistema tal como se conoce. Sin embargo, siempre han existido personajes históricos y figuras anónimas que rompen con este orden promovido por los arquetipos dominantes. Su presencia nos recuerda que la evolución cultural y espiritual no es un fenómeno uniforme, sino que depende de rupturas y transformaciones constantes.
La psicóloga jungiana Jean Shinoda, en su libro Las diosas en cada mujer, ha trabajado con los arquetipos empleando la mitología griega. Entre otras cosas, su trabajo resalta cómo la sociedad impone un orden al promover arquetipos femeninos relacionados con la esposa — asociada en la mitología griega con la diosa Era—, con la hija ideal para el padre— es la diosa Atenea— y la mujer que nutre y cuida a los hijos —la diosa Deméter— que es explotada por todos. Rescata, así mismo, el surgimiento, con los movimientos feministas, del arquetipo de la hija querida de la madre y defensora de las hermanas o musas —la diosa Artemisa— reivindicando la diversidad de modelos de lo femenino.
La presencia de tan diversos arquetipos nos muestra un orden, nomos, que permite la expresión de diferentes modelos de vida. Sin embargo, toda elección implica una renuncia: vivir de acuerdo con un arquetipo impide experimentar las ganancias de otro. Son los costos sociales los que han limitado la expresión de ciertos arquetipos en nuestra sociedad. El miedo a ser diferente y quedar aislado en la sociedad es muy grande para el ser humano. A pesar de ello, han existido personas con la capacidad de cambiar el mundo y de incluir nuevos arquetipos para transformar el orden social. Estos son los agentes de cambio, individuos que, al desafiar el statu quo, han permitido la apertura de nuevos caminos para la humanidad.
El arquetipo que representa Jesucristo es un modelo universal para creyentes o no, ya que, más allá de la dimensión religiosa, representa el ideal de la introspección, de la transformación interior, el compromiso por el bien común y la creación de un nuevo orden social. Hoy, al igual que hace dos mil años, cuando enseñaba a sus discípulos y a todo el que lo seguía, sobre el amor al prójimo, se refería a un prójimo sin distinción de creencias o color de piel, nacionalidad o ideología. Esas enseñanzas eran revolucionarias en su tiempo, y siguen siéndolo hoy. Él es un arquetipo del que transforma el sistema, promoviendo una visión de unidad que supera la figura del "otro". Es innegable que el costo por romper el orden es alto, para Jesucristo, la crucifixión, y aún sabiendo el costo de su revolución estuvo dispuesto a hacerlo por el bien común, demostrando que la transformación interior y social exige sacrificio y valentía.
El mundo de hace dos mil años, tal como ahora, presentaba diversas formas de cómo ver la realidad, y de cómo vivir la individual a través de representaciones arquetípicas. A lo largo de la historia de la humanidad, han predominado dos visiones: una basada en la competencia, donde gana el que impone su poder mediante la fuerza y la explotación; y otra basada en la cooperación, la compasión y el cuidado del “otro”. La primera ha dominado gran parte de la historia moderna, configurando estructuras de poder. Mientras que la segunda ha sido adoptada por movimientos espirituales y filosóficos que promueven el bienestar colectivo y la equidad. Promoviendo un trabajo interior y una transformación de nuestra cosmovisión. El arquetipo de Jesucristo representa esta segunda visión, la de la compasión y el cuidado. Por lo que la propuesta de Jesucristo era un cambio en la cosmovisión, como un cambio en el software cultural.
¿Por qué es esto relevante en nuestra vida actual, caracterizada por la tecnología y la velocidad? Porque seguimos inmersos en una sociedad que cuenta con un orden, con arquetipos y modelos individuales que son premiados o castigados. Aun así, conservamos la libertad para decidir qué visión del mundo adoptamos y qué papel desempeñamos en él. Sin embargo, la rapidez de las pantallas nos llena de algoritmos y de información que van moldeando nuestra identidad. Esta digitalización de la existencia nos aleja del contacto con lo esencial, promoviendo una cultura de inmediatez y superficialidad que busca la autosatisfacción.
La interioridad se ha vuelto una mercancía diseñada desde otro orden tecnológico, con un carácter de entretenimiento que carece de un sentido profundo de vida. Es precisamente en el sentido de vida donde la espiritualidad cobra relevancia. Una vida vivida con sentido requiere una toma de decisiones consciente sobre los intereses, la personalidad y los valores como el servicio, la compasión y el interés por los demás. Sustituir el silencio, la contemplación y el ritmo de la naturaleza por la velocidad y el consumo perpetuo genera un vacío existencial. La experiencia humana corre el riesgo de reducirse a la de un mero usuario en un sistema que no promueve el autoconocimiento, la autorrealización ni el encuentro con lo trascendente.
El arquetipo de Jesucristo por su parte representa la totalidad del individuo. Carl G. Jung en su libro Simbología del Espíritu define el arquetipo de Cristo como aquel que representa al héroe, más aún que un humano, es la “totalidad psíquica”, es un símbolo del “sí mismo”, donde se vincula la psique consciente y la inconsciente. Es en este arquetipo donde la humanidad y la divinidad coexisten. Narra que este arquetipo existía con símbolos o imágenes en otras tradiciones con el nombre el Hombre-Dios, el Redentor cósmico, y fue la figura de Jesucristo la que encarna este arquetipo.
¿Cómo retomar el arquetipo de Jesucristo en nuestra sociedad moderna que nos invita a ser usuarios pasivos? Recuperar el arquetipo de Jesucristo en nuestra realidad implica un acto de rebeldía, así como lo fue en su tiempo. Por un lado, romper el ciclo de dolor y división y elegir el servicio y la capacidad de amar al prójimo. Por otro, se requiere el cultivo de prácticas espirituales auténticas, como la contemplación y la introspección, para conectar con la esencia divina que habita en cada ser. Este es el camino místico de la libertad espiritual. Así como en las terapias, requiere un trabajo consciente, el poder introyectar y desarrollar el arquetipo de Cristo ante la saturación del mundo moderno. Queda entonces la pregunta y la elección individual: ¿estamos dispuestos a romper el ciclo de dolor y transformarnos? ¿Estamos dispuestos a seguir promoviendo los arquetipos de la violencia en la cultura? ¿Preferimos mantenernos como espectadores de nuestra existencia, como usuarios de la era digital? Está en nuestras mentes, promover la cultura de paz ya que en las bienaventuranzas Jesucristo lo afirma: “Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios”.