El término “decrecimiento” surgió, señala Tornel, “en los años setenta como una crítica a los límites biofísicos del crecimiento económico. Destacaba la imposibilidad de sostener un crecimiento infinito en un planeta finito”. Con todo lo importante de la propuesta, había en ella dos limitaciones: al igual que su crítica al modelo desarrollista, el decrecimiento se pretendía universal y limitaba su análisis a cuestiones meramente económicas y materiales. Para reorientar sus fundamentos y mantenerlo como una herramienta útil para enfrentar la complejidad de la vida humana, Carlos Tornel, miembro del Tejido Global de Alternativas, introduce en ella los conceptos de “subsistencia”, “proporción” y “autonomía” traídos del pensamiento de Iván Illich, Jean Robert y Gustavo Esteva entre otros. Junto con Elías González Gómez, Carlos Tornel escribió, Gustavo Esteva. Vida de un intelectual público desprofesionalizado (2023).
Enlightenment, understood in the widest sense as the advance of thought, has always aimed at liberating human beings from fear and installing them as masters. Yet the wholly enlightened earth is radiant with triumphant calamity.
—Adorno y Horkheimer, The dialectic of enlightenment
Introducción
En 2018 se llevó a cabo la primera conferencia internacional sobre el decrecimiento desde el Sur Global. Durante el encuentro resultó difícil articular una comprensión clara y compartida del concepto, especialmente en relación con su pertinencia y particularidades en el Sur Global. Más allá de debates algo estériles sobre si el término más adecuado es “descrecimiento” o “decrecimiento”, el evento no logró ofrecer una respuesta estructurada a la pregunta central que emergió repetidamente: ¿es pertinente hablar de decrecimiento en el Sur Global? ¿Deberíamos emplear este concepto en nuestras regiones? Y, en caso afirmativo, ¿cómo abordarlo? Cinco años después, estos debates han adquirido mayor relevancia en las luchas y el pensamiento crítico, especialmente en América Latina. Sin embargo, como señala Gustavo Esteva (2018) en su introducción a la edición mexicana de Decrecimiento: Vocabulario para una nueva era, el decrecimiento no es un movimiento popular en ninguno de los dos sentidos del término: no es un movimiento político de masas ni una corriente de pensamiento ampliamente adoptada. Esto es particularmente evidente en América Latina, donde el concepto sigue siendo poco utilizado, salvo en círculos académicos o en ciertos movimientos sociales que lo incorporan en diálogo con otros procesos, principalmente en Europa.
En buena medida, el consenso que ha sido más o menos aceptado sostiene que “el Norte Global debe decrecer para permitir que el Sur tenga espacio para desarrollarse”. Aunque esta propuesta parte de buenas intenciones y ofrece una ruta de acción y pensamiento crítico desde y para el Norte Global, asume de manera problemática que el Sur—una realidad compleja y heterogénea, difícil de reducir a una sola categoría—necesita ese “desarrollo”. Este enfoque no sólo reproduce la misma lógica colonial implícita en la construcción de una visión universalista del desarrollo, sino que también reduce el problema a una dimensión puramente económica y material. Al hacerlo, ignora la pluralidad de luchas, procesos, resistencias y organizaciones que no sólo buscan satisfacer demandas materiales, sino que aspiran a recuperar, mantener o recrear formas autónomas de ser, estar, entender y habitar el mundo. En términos académicos, esto se enmarca en la idea de una pluriversidad de ontologías y epistemologías, o dicho de manera más sencilla, la afirmación de que muchos mundos pueden coexistir dentro del mundo, desafiando el discurso hegemónico del desarrollo y reivindicando otras formas de vida más allá de su marco impuesto.
A partir de esta formulación, me propongo abordar tres cuestiones en el siguiente texto. Primero, retomando el trabajo de Jean Robert y sus diálogos con Iván Illich, argumento que el decrecimiento puede ser una alternativa viable para encaminarnos hacia una sociedad convivial, pero esto sólo será posible si rompemos con la lógica embebida en la economía capitalista que se comporta como una guerra contra la subsistencia que rige este y otros sistemas sociales institucionalizados, es decir, si desmantelamos el régimen de la escasez. No se trata simplemente de diseñar un sistema que reduzca de manera planificada el uso de materiales y energía –como suele definirse el decrecimiento– sino de articular esta reducción con otras formas de concebir la buena vida, construida desde la autonomía y una apertura pluriversal o en diálogo con múltiples formas de ser y habitar el mundo. Segundo, mi crítica —que al mismo tiempo espero se entienda como un diálogo— con el concepto de decrecimiento parte del reconocimiento de sus limitaciones, en particular de algunas corrientes del pensamiento que pretenden reproducir ciertos dogmas propios del universalismo, al nombrarlo un concepto “paraguas” o un “movimiento de movimientos”. Finalmente, considero que el decrecimiento abre posibilidades valiosas para recuperar la autonomía más allá del Estado y de los monopolios radicales de las instituciones, permitiendo imaginar caminos hacia sociedades más conviviales.
A partir de lo anterior, la reflexión que propongo busca articular una propuesta de decrecimiento desde América Latina, considerando este concepto no sólo como una filosofía pluralista, sino también como una demanda política y una práctica de lucha. Mediante un breve recorrido por el pensamiento sobre el decrecimiento y el análisis de diversas luchas y procesos autonómicos, planteo la necesidad de un espacio de diálogo pluriversal y radical que nos permita repensar el decrecimiento desde nuestros territorios. Más que una simple adaptación del concepto, propongo concebirlo como un proceso que contribuya a la resistencia frente al Estado y a la construcción de modelos alternativos de pensamiento y organización.
La guerra contra la subsistencia
El concepto de decrecimiento surgió en los años setenta como una crítica a los límites biofísicos del crecimiento económico. Destacaba la imposibilidad de sostener un crecimiento infinito en un planeta finito. Obras como Los límites del crecimiento de Meadows y compañía (1972) y Las leyes de la entropía y el progreso económico de Nicholas Georgescu-Roegen (1971) subrayaron la urgencia de replantear el pensamiento económico como el motor central del progreso.
En 1972, André Gorz introdujo por primera vez el término decrecimiento para cuestionar las bases estructurales del capitalismo, su impacto ecológico y la erosión progresiva de las condiciones que permiten a las personas satisfacer sus propias necesidades de manera autónoma. En América Latina, los debates sobre los límites del crecimiento económico y las condiciones de la modernidad también se desarrollaron desde una perspectiva del Sur Global, con Iván Illich como una de sus voces más influyentes. A través de los panfletos de Cuernavaca —incluyendo La sociedad desescolarizada (1971[2004]), Némesis médica (1972[2004]) y Energía y equidad (1974[2004])— Illich se consolidó como un crítico clave de las instituciones modernas y del uso de la energía, hasta entonces considerada un recurso técnico indispensable para el progreso.
La crisis del petróleo de 1973, al cuadruplicar sus precios y reconfigurar el orden geopolítico, marcó un punto de inflexión al evidenciar la fragilidad de la dependencia económica y política de los combustibles fósiles, así como la inviabilidad del crecimiento ilimitado. Illich argumentó que el uso excesivo de energía mecánica no sólo profundiza desigualdades, sino que también dificulta la equidad social, desarrollando el concepto de “contraproductividad paradójica”: cuando las instituciones modernas superan un umbral inicial de beneficios, comienzan a sabotear sus propios objetivos. La crisis energética también reveló el potencial de recuperar formas de vida más igualitarias y sostenibles mediante la reducción del consumo energético, lo que Illich denominó "el dominio de lo vernáculo": un espacio de valores y prácticas ajeno al mercado que permite a las sociedades imaginar alternativas basadas en la suficiencia en lugar de la escasez. Desde esta perspectiva, el decrecimiento no sólo implica una reducción material, sino la posibilidad de recuperar la autonomía frente a las crisis de los monopolios institucionales, abriendo caminos hacia nuevas formas de habitar el mundo.
La contraproductividad, concepto central en la obra de Iván Illich, se manifiesta en lo que Jean Robert denomina la investigación sobre algo que parece demasiado obvio para ser cuestionado: el avance y la obsesión por el progreso se convierten en una fuerza “deshabilitante” que genera una profunda alienación o enajenación.1 Para comprender esta lógica, es útil retomar el análisis de El Capital de Marx sobre la acumulación originaria. Allí enfatiza el carácter violento del despojo a través del cercamiento. Para muchos de sus estudiosos, los cercamientos de tierras en la Inglaterra del siglo XVI marcan el origen del capitalismo al privatizar los bienes comunales y forzar a las poblaciones a integrarse en la lógica del trabajo asalariado. La contraproductividad sucede cuando al pasar ciertos umbrales, las instituciones comienzan a generar más perjuicios que beneficios: las escuelas obstaculizan el aprendizaje, las carreteras ralentizan la movilidad y los hospitales comienzan a producir enfermedades. Según Iván Illich, la condición generalizada de este tipo de instituciones llevó a lo que describe como la era de los sistemas: la transformación de las instituciones modernas en monopolios radicales, que no sólo eliminan la autonomía, sino que generan una dependencia total de sus servicios. Este proceso da lugar a una guerra contra la subsistencia, en la que se erradican formas de vida materiales, culturales y conviviales para consolidar un sistema cerrado, donde las herramientas —ahora convertidas en sistemas— dejan de ser medios para convertirse en fines en sí mismos.
En este contexto, la modernidad produce un sujeto, un individuo, que sólo puede existir dentro del sistema, sin posibilidad de imaginar alternativas ni concebir una exterioridad. La artificialeza moderna, resultado de esta lógica, impone un mundo sin fronteras ni límites, donde la tecnología y la infraestructura —como el internet y sus redes físicas— se sostienen sobre la explotación de la naturaleza y la alienación de la vida vernácula. La irrupción de la virtualidad, ahora en su expresión más avanzada con la inteligencia artificial, representa una profundización en la era de los sistemas. Como sugieren los libros de Benjamin Labatut,2 el monopolio de los sistemas genera una incertidumbre radical, una sensación de pérdida de control frente a fuerzas que, una vez desatadas, pueden reconfigurar la realidad de formas inesperadas e irreversibles.
Illich, en el Género vernáculo y El trabajo fantasma, plantea una perspectiva distinta pero complementaria: más que centrarse en una economía capitalista o socialista, argumenta que la economía industrial en su conjunto depende de una producción constante de valor, la cual sólo puede sostenerse mediante la creación simultánea de desvalor. Es decir, el progreso técnico y económico no ocurre de manera neutra ni beneficiosa para todos, sino que se sostiene sobre la destrucción de formas de vida autónomas y de prácticas vernáculas que antes garantizaban la subsistencia sin mediación del mercado. Cuando el capital produce valor, lo hace separando a la naturaleza de su contexto socioecológico. Como explica la antropóloga Anna Tsing, el capital no sólo surge, sino que opera inevitablemente a través de la fricción: su expansión depende de interacciones desiguales que transforman y subordinan lo que toca. La idea de un mundo sin fricción es, por tanto, una fantasía del liberalismo; detrás de sus múltiples narrativas condescendientes sobre reconocimiento, participación e integración de la diferencia, persiste un proceso continuo de borramiento, una desvalorización sistemática de otras formas de ver, ser y estar en el mundo. Así, cada vez que pensamos en el valor dentro del capitalismo —particularmente en la lógica de la plusvalía— debemos reconocer que su producción implica, de manera simultánea, la reproducción de un desvalor. La estructura del pensamiento occidental-moderno depende de la creación del desvalor y opera a través de lo que Boaventura de Sousa Santos describe como una línea abismal: un límite epistemológico que divide el mundo en dos. De un lado, se encuentra “lo valorable” considerado racional, científico; del otro, lo ilegible, folclórico, mitológico e irracional, que queda desvalorizado o invisibilizado bajo este modelo hegemónico.
La crítica a la contraproductividad y a las instituciones modernas puede complementarse con lo que ya sabemos sobre los mitos de la modernidad. Sostener el crecimiento económico como el fin último de los Estados no sólo es contraproductivo en términos sociales, ecológicos y políticos, sino que, como advirtió Iván Illich, perpetúa lo que él denominó “sexo económico”. Al inscribir todas las relaciones dentro de un régimen de escasez, la economía desarticula las complementariedades y proporciones, despojando a la vida de su dimensión encarnada y reemplazándola por abstracciones. En este proceso se impone una lógica de asimetría que, como sostiene Jean Robert, “suprime los dominios de lo femenino y encierra tanto a mujeres como a hombres dentro de la esfera económica, un espacio históricamente masculinizado”. Frente a esto, Illich propone el concepto de "género vernáculo", entendido como aquello propio de un lugar, tejido en una complementariedad disimétrica. Más aún, la alienación de las cosas de su contexto social no sólo implica una acumulación originaria, como propone Marx en el El Capital, sino que conduce a una enajenación total del ser en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Siguiendo a Illich y a Robert, se hace evidente que la alienación no es sólo una cuestión de desposesión material, sino de una desarticulación de la comunidad, una guerra contra la subsistencia. Este proceso requiere la eliminación de las relaciones sociales y comunales, así como la transformación del habitar en un modelo que vacía el espacio de significado, reduciéndolo a un recurso moldeable para la satisfacción de necesidades. En contraste, una visión alternativa comprendería el espacio no como un objeto inerte, sino como un lugar vivo, portador de significados, historias y relaciones que dan forma a la vida en comunidad.
El decrecimiento: más allá del paradigma del Norte Global
Sabemos que no existe ninguna correlación entre el crecimiento económico y la reducción de la pobreza. Como argumenta Miriam Lang, la idea de que los países pobres “necesitan” crecimiento económico —al menos en las primeras etapas de lo que, como nos recuerda Gustavo Esteva, no es más que una carrera interminable— es una falacia. El incremento del Producto Interno Bruto (PIB) no implica una reducción de la pobreza; por el contrario, tiende a concentrar aún más la riqueza en las élites ya existentes y a degradar progresivamente las economías de subsistencia, con la consecuente destrucción de la naturaleza. El empuje hacia la modernidad se convierte así en una guerra contra la subsistencia que elimina las posibilidades de las personas de satisfacer sus necesidades por sus propios medios y genera una dependencia que, a su vez, da lugar a nuevas necesidades impuestas. Iván Illich sostiene que estas necesidades se retroalimentan exigiendo cada vez más modernidad: ¿de qué otra forma podemos satisfacer la necesidad de educación si no construyendo más escuelas?, ¿cómo garantizamos la movilidad automotriz sin más carreteras, puentes y caminos pavimentados? De esa manera se produce un ciclo de dependencia en el que los individuos son progresivamente enajenados de su propia capacidad de confiar en sus instintos y actuar por sí mismos. El resultado es lo que Illich denomina "el hombre necesitado", un individuo atrapado en un estado perpetuo de carencia, siempre a la espera de satisfacer una necesidad impuesta que no puede resolver por sí mismo. En este sentido, el deseo de desarrollo no sólo perpetúa las desigualdades, sino que termina modernizando la pobreza, desviando aspiraciones hacia objetivos ilusorios e inalcanzables y socavando las capacidades culturalmente moldeadas para prosperar y encontrar satisfacción dentro de ciertos límites.
La noción de decrecimiento también ha sido formulada de manera problemática. La idea de que el Norte debe decrecer para que el Sur pueda desarrollarse no sólo ignora la crítica de Iván Illich a la modernidad, sino que también falla en reconocer el desarrollo por lo que realmente es: una manifestación del pensamiento colonial, que en América Latina se expresa, según González Casanova, como un colonialismo interno. El decrecimiento, ya sea presentado como un concepto paraguas o un movimiento de movimientos, ha sido interpretado por Padini Nirmal y Dianne Rocheleau, como una reformulación del universalismo, ignorando las particularidades y condiciones contextuales. Sin embargo, otros autores, como Burkhart y colegas, identifican puntos de encuentro entre el decrecimiento y diversas luchas y procesos en el Sur Global, especialmente desde una perspectiva crítica del capitalismo y en la búsqueda de una transformación socioecológica profunda. A pesar de sus diferencias —que incluyen distintos sistemas de organización y estrategias de transformación— el decrecimiento se concibe como una propuesta que va más allá de una simple estrategia para los países del Norte. En lugar de una mera reducción del consumo y la producción, se abre al diálogo con prácticas materiales y formas de organización que también requieren un cambio en el metabolismo social del Sur Global. En este sentido, el decrecimiento no sólo es una crítica, sino también una alternativa que se nutre de las prácticas y filosofías de otros mundos posibles en el Sur.
Otros autores también han señalado la heterogeneidad de conceptos y luchas, pero el error radica en concebir los universales como meras alternativas de diferente tamaño, en lugar de entenderlos como construcciones arraigadas en interacciones particulares. En este sentido, podríamos describir esta tensión como una paradoja: la construcción de un horizonte común a partir de lo particular, sin caer en una lógica universalista que imponga un modelo único sobre el resto. Como propone Aimé Césaire, esta construcción de lo particular es clave para sustituir un sistema universalista por uno que no busque homogeneizar ni imponer su visión al resto. Propuestas de este tipo, formuladas desde una perspectiva decolonial, resuenan en el pensamiento de otros autores, como Leopold Kohr en El colapso de las naciones. En dicho libro argumenta que, cuando las estructuras alcanzan una escala demasiado grande, las decisiones dejan de ser tangibles y se trasladan a un plano abstracto, lo que incrementa la complejidad hasta niveles inmanejables. Esta lógica no sólo conduce a la explotación y la ineficiencia, sino que también agrava la degradación ecológica y social. Para Kohr, la clave está en romper con estos modelos centralizados, limitando la acumulación de poder y promoviendo estructuras que operen dentro de límites perceptibles y manejables. Más que una simple reducción de escala, su propuesta implica una reorganización del poder en función de la proximidad, la autonomía y la capacidad de decisión real dentro de comunidades más pequeñas y autoorganizadas.
Si el decrecimiento se reduce a una opción individual, voluntaria o basada en soluciones técnicas que refuercen la dependencia en los expertos, el resultado será simplemente una reproducción de la misma lógica que se busca superar. No se trata, por tanto, de construir un nuevo sujeto revolucionario en torno al decrecimiento —o cualquier otra identidad política— sino, según Jappe, de articular un movimiento que rompa con la lógica en la que el reconocimiento como sujeto implica su integración en la maquinaria automática del sistema. Como lo planteaba Gustavo Esteva, la noción de desarrollo tenía originalmente el propósito de liberar al individuo de la condición humillante del subdesarrollo. Sin embargo, el avance de la tecnología y el desarrollo industrial, lejos de emanciparnos, han reforzado la ilusión de que la modernidad nos liberará de nuestras necesidades, cuando en realidad nos ha privado de la capacidad de satisfacerlas por nuestros propios medios.
El desarrollo no sólo perpetúa la división entre valor y desvalor —al borrar todo aquello que no encaja en una visión homogénea de bienestar— sino que impone una carrera interminable hacia un ideal inalcanzable. Más que una meta concreta, el desarrollo se convierte en una condición, un estado de continua transformación sostenido por la “colonialidad”, que persiste en la extracción de minerales, energía y trabajo barato del Sur Global hacia el Norte. Sin embargo, como señala acertadamente Lang, esta dinámica no puede reducirse a una simple división entre Norte y Sur, ya que oculta la complejidad del extractivismo, la concentración de riqueza en las élites del Sur y el empobrecimiento de ciertas regiones dentro del Norte. Desde esta perspectiva, el decrecimiento se plantea no sólo como una reducción material y energética en sectores específicos —como argumentan Ferrari et al.— sino también como una crítica estructural al modo imperial de vida que sostiene y reproduce el modelo de desarrollo. Más que una estrategia de ajuste técnico, el decrecimiento implica cuestionar las relaciones de poder y dependencia que han permitido la expansión de esta lógica extractivista y desigual.
Resulta paradójico pensar que instituciones como el Estado-nación, en cualquier geografía, puedan ser el actor que nos lleve hacia una economía en decrecimiento. Estas visiones asumen erróneamente que el Estado es un actor neutral, adaptable a las demandas sociales, cuando en realidad, dice Azize Aslan, no es otra cosa que el instrumento político del capitalismo, su brazo armado, el cual constituye a la nación y no al revés. Su prerrogativa fundamental es la acumulación de capital, una función que suele justificarse en nombre de la garantía de libertades individuales, aunque en la práctica se traduzca en un sistema de control progresivo y en la proliferación de estados de excepción, diseñados para legalizar y asegurar la extracción de recursos, tal como dicen Zibechi y Machado. El problema radica en que, dada su naturaleza colonial y su papel dentro de la era de los sistemas, en la que los límites han sido transgredidos y las contra productividades se han vuelto la norma, es ingenuo pensar que procesos institucionales como plebiscitos, políticas redistributivas o reformas estatales conducirán hacia el decrecimiento. Lejos de ser herramientas para la transformación, estas estructuras están diseñadas para distraer y desarticular los entramados comunitarios, neutralizando la autonomía y la organización social. Más aún, cada vez es más evidente que el Estado, en su afán de mantener el orden capitalista, recurre a estrategias de ingeniería social y contrainsurgencia blanda, utilizando mecanismos de represión cada vez más sofisticados y violentos para manufacturar el consentimiento y evitar cualquier amenaza real a su hegemonía.
Particularmente en América Latina, la discusión sobre la relación entre el Estado, la democracia y el capitalismo contemporáneo es fundamental. La experiencia con los gobiernos progresistas evidencia los límites estructurales tanto del Estado-nación como intermediario hacia una sociedad en decrecimiento, como de la democracia liberal, cuya función termina siendo, afirma Dinerstein, la legitimación o la administración de un régimen capitalista que no deja de ser extractivo, racista y patriarcal, cada vez más violento. Estos gobiernos, en su afán de ampliar la economía para responder a las demandas sociales, adoptaron un modelo rentista basado en la expansión de las exportaciones y el extractivismo, en lugar de apostar por políticas redistributivas y transformaciones estructurales. Como resultado, no sólo profundizaron la dependencia de sus economías respecto a los mercados globales, sino que también consolidaron un modelo que precariza territorios y comunidades en nombre del “desarrollo”. Como señalan Decio Machado y Raúl Zibechi, el progresismo latinoamericano, al depender del extractivismo, refuerza las mismas dinámicas de despojo que históricamente han sustentado el capitalismo en la región. Esta contradicción estructural ha llevado a la erosión de muchas de las promesas de cambio de estos gobiernos, mostrando que, sin una ruptura real con las lógicas de acumulación y control, el Estado y la democracia liberal difícilmente pueden ser vehículos de transformación emancipadora.
En México, aunque la economía no experimentó el mismo nivel de primarización que en otros países de la región, los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y Claudia Sheinbaum han demostrado la continuidad estructural de este modelo. Su administración ha sentado las bases para una reconfiguración del territorio, centrada en la creación de legibilidad y tránsito, es decir, en hacer el espacio más accesible y funcional para los intereses del Estado y el capital. La crítica al neoliberalismo sirvió como una herramienta discursiva clave para legitimar un modelo basado en una democracia supuestamente tolerante e inclusiva, que, en la práctica, disfraza el despojo territorial, la devastación socioecológica y el racismo bajo la retórica de un gobierno que “pone primero a los pobres”. Este modelo de inclusión y reconocimiento se sostiene sobre la premisa de que la democracia puede tolerar gobiernos de izquierda, siempre y cuando estos se comprometan a gobernar con políticas de derecha. En una de las revisiones más críticas y lúcidas de la llamada “Cuarta Transformación”, Gilberto López y Rivas caracteriza este fenómeno como una “democracia tutelada, de baja intensidad y contrainsurgente”, en la que “los partidos pierden toda capacidad contestataria y transformadora, pues no pueden sustraerse a la lógica del poder, dada la efectividad de este para cooptar a sus dirigentes. Estos, finalmente, terminan desempeñando un papel de legitimación del sistema político basado en la desigualdad y la explotación capitalista”.
Bajo la premisa de sostener un modelo de desarrollo, crecimiento económico y generación de empleo, el Estado no puede desligarse de estas lógicas. En su afán por mantener el orden económico, utiliza el poder popular como un mecanismo para construir una fuerza laboral dócil, al tiempo que reprime a la población, degrada la naturaleza y expande las fuerzas represivas para alcanzar sus objetivos. El avance de la militarización en América Latina como un medio para proteger el extractivismo revela la profunda interacción entre el capitalismo y el Estado, cuya función hoy es más crucial que nunca para garantizar la disciplina, la extracción, el control y la explotación. En este contexto, lejos de representar un freno a la lógica neoliberal, el Estado sigue operando como su principal gestor, consolidando un modelo que perpetúa la violencia estructural bajo una nueva fachada discursiva.
Una descolonización del decrecimiento nos invita a pensar no sólo en pasar a acciones enraizadas versus abstractas, sino a pensar en la posibilidad de construir espacios conviviales y a romper con la lógica de los sistemas, recuperando una noción de límites conviviales a través del uso de herramientas apropiadas. El decrecimiento implicaría pensar en sociedades con “menos economía”, es decir, fuera de la esfera de la escasez al tiempo que permite revalorizar los saberes sometidos y espacios vernáculos por la idea del desarrollo. El decrecimiento es parte de una visión que va más allá de pensar en la reducción absoluta de todo (economía, energía, materiales, etc.) y más bien pensar en la subsistencia, la abundancia frugal o en la construcción de límites a una escala convivial. Implica virar hacia otras alternativas al desarrollo y la reconstrucción de los entramados comunitarios: propuestas que van más allá de un mundo de lo posible establecido bajo el modelo único de desarrollo (neo)liberal de la modernidad occidental.
Conclusiones o el decrecimiento como herramienta
El decrecimiento, entendido desde una perspectiva más allá del Estado, implica una ruptura con la lógica de la escasez y una lucha contra los sistemas de despojo que han sustentado el capitalismo y la modernidad. Más que una simple reducción del metabolismo material y energético de las sociedades industrializadas, el decrecimiento representa una oportunidad para revalorizar aquellos saberes y formas de vida que han sido desplazados, subordinados y deslegitimados por el proyecto modernizador. En este sentido, su potencial no radica sólo en la crítica a la acumulación de capital o a la expansión industrial, sino en su capacidad para abrir caminos hacia autonomías materiales, epistémicas, ontológicas y políticas donde comunidades puedan recuperar su capacidad de definir y sostener sus propios horizontes de vida, sin la intermediación de Estados o mercados.
Desde esta óptica, la crítica al desarrollo y la búsqueda de alternativas post-extractivistas no pueden limitarse a una agenda reformista o tecnocrática, sino que deben enraizarse en una reconstrucción de los entramados comunitarios. Pensar el decrecimiento como una herramienta para detener la guerra contra la subsistencia es una forma de definir de qué forma y quiénes deben decrecer su metabolismo social (consumo de energía y materiales) y articularse con otras luchas y otras formas de ver, estar y pensar el mundo. Más que un fin en sí mismo, el decrecimiento debe entenderse como un discurso de transición, sostiene Arturo Escobar, una apertura a la pluralidad radical, donde múltiples formas de vida pueden coexistir sin ser subsumidas bajo una única visión universalista del progreso. En este sentido, el decrecimiento en América Latina no es sólo un desafío conceptual, sino una apuesta política y práctica para imaginar y sostener otros mundos posibles, donde la convivencia, la suficiencia y la autonomía reemplacen la lógica de la escasez, la dependencia y el control institucionalizado.