Laura Lienlaf, integrante del Eje de Iglesias y Espiritualidades, nos muestra el sentido de la experiencia mística en la manera en que las “madres buscadoras” enfrentan las tinieblas de las desapariciones en México. A fuerza de caminar a su lado en ese descenso a los infiernos, Lienlaf no es sólo un testigo directo de esa experiencia, la ha vivido en una profunda comunión con ellas. Acompañar a esas madres, nos dice Lienlaf, es redescubrir la profundidad de la mística y su misterio redentor en el centro mismo del desprecio y el espanto.
Primeros pasos
Un día del mes de mayo comenzó el camino. Una hija busca a su padre hace más de cinco años. Una semana completa entre montes, pinos, agua y mucho polvo. Pozos y peligros, belleza herida y aire puro, desolación y esperanza, palabras que intentan decir algo de lo que vivimos: el hallazgo de un cuerpo (incompleto) femenino en pozos de agua. La historia la narro en mi Diario de Campo de mayo 2024:
Llegadas al punto de búsqueda y estando todas reunidas, las mamás deciden hacer un ritual para comenzar la jornada. El perito todavía no comenzaría su labor porque se debe extraer toda el agua que cubre el pozo y eso tomará tiempo. Nos alejamos un poco de los funcionarios presentes y comenzamos a caminar por el bosque (siempre con la supervisión de soldados que custodiaban el área debido a su peligrosidad). Encontramos varias partes del suelo quemadas, metimos la varilla, pero su olor era únicamente a tierra. Las mamás escogieron un lugar que tuviera linda vista y ahí comenzamos a hacer un altar en el suelo, buscando elementos del entorno para embellecerlo. Pusimos hojas, flores, madera, tierra y fotos de familiares desaparecidos. Las familias de este colectivo mandaron a confeccionar dijes con el rostro de sus desaparecidos y, algunas, hasta aretes. Quienes no traían su foto, la pusieron en su celular y, así entre todas armamos un altar que tenía en el centro una veladora, las fotos y la cruz que siempre cargan.
En la oración, le agradecemos a Dios, Padre-Madre bueno que nos acompaña y le pedimos que nos guíe, nos dé luz y proteja en la jornada, especialmente que nos ayude a encontrar lo que falta de quien llamaremos, "nuestra hermana’". Esta oración, fue una conversación entre todas, con el sabor que la misma Teresa de Jesús contó alguna vez: tratar de amistad con quien sabemos nos ama (Libro de la vida, 8). Todas queríamos hablar sobre la muchacha encontrada, las familias mencionan que les gustaría conocer a su mamá y decirle que ya la devolvieron a casa, no de la manera que quisieran pero que, vuelve a casa. Se comienzan a preguntar cómo se llamará, a qué se dedicaría, si sería madre (hay indicios en el hallazgo de que sí) y de cuánto tardaría la identificación de sus restos. Así, decidieron llamarla Nuestra Hermana, decidieron darle un nombre a ese cuerpo sin nombre ni rostro. Desde ahí, le hablaremos de esa manera y le pediríamos a Dios que pueda descansar logrando localizar lo que falta de ella.
Después de esto, rezamos un Padrenuestro y comenzamos a compartir cómo es posible curar tanto mal y dolor. Las mamás, hijas, hermanas sienten que ya no pueden, que se están enfermando y que todavía no encuentran a sus familiares. Sentadas en el suelo formando una ronda, hicimos una terapia corporal, una oración desde la pedagogía de la piel, nos hicimos pequeños masajes en la espalda unas a otras y comenzamos a regalarnos palabras que nos sanaran. Ahí las familiares presentes decían en voz alta que esas eran frases “curadoras”, porque les han dicho que, a pesar de todo el dolor, ellas están curando el mundo. Terminamos nuestro ritualito cuando una de las autoridades nos avisó que estaban listos para comenzar los trabajos.
Es el horror de la desaparición, pero también la hermosura de los gestos de las familias que hacen sagradas las tierras sólo con una muestra de lo que ellas viven en su vida diaria. La desaparición forzada hoy en día no es sólo una cuestión de las “zonas calientes”, como se les denomina; se ha extendido por toda la geografía mexicana, golpeando con particular intensidad al Estado de México donde acompaño a las madres buscadoras como compromiso personal. Allí, delitos como secuestro, desaparición, feminicidio y extorsión se entremezclan y son el pan cotidiano. Pareciera que allí, desaparecer no es una posibilidad extraña. Después de Jalisco y Tamaulipas, el Estado de México es la tercera entidad federativa con más personas desaparecidas y el primero de mujeres. Ecatepec es el municipio con mayor número de desapariciones.1
Vidas suspendidas, historias de amor interrumpidas, madres a quienes les han arrebatado a sus hijos; hijas e hijos que no entienden por qué su padre no vuelve de trabajar; hermanos que buscan a otros hermanos. Detrás de las cifras, familias que viven el horror de la desaparición.
Este texto, más que exponer cuestiones técnicas acerca de la desaparición forzada y cómo la mística podría tener una palabra al respecto, quiere invitar a nuestros cuerpos a sentir y registrar el dolor de tantas familias, para dejar que sean sus experiencias vitales las que nos muestren aquello que les permite sonreír en medio del tormento, estar de pie con dignidad ante funcionarios del Estado que simulan buscar, poder abrazar a un familiar que encontró sin vida a su ser querido. Esa fuerza, difícil de imaginar, la podemos conocer aprendiendo a caminar a su lado, nunca adelante ni pretendiendo representar sus voces, sino reconociéndolas a ellas como nuestras maestras, a decir de Arturo Carrasco, sacerdote anglicano.
Busco, por lo tanto, compartir las experiencias que he vivido en mi caminar con familias que buscan a sus desaparecidos. Considero que su praxis de resistencia y esperanza contiene en sí misma una mística contemporánea que se configura como una respuesta comunitaria ante el horror de la desaparición forzada. Es por ello que, místicamente hablando, acompañar implica aprender de y junto a las familias, es compartir la densidad del día a día de la desaparición con los límites que la vida impone, es ser capaces de escuchar a un familiar y que su testimonio nos mueva el radar completamente. Así, estas páginas intentan transpirar algo del aprendizaje que ellas nos transmiten: el amor y la fuerza con que afrontan un nuevo año sin sus hijos, padres, hermanos y esposos; su profunda esperanza que les hace seguir buscando, su fe en que un día regresarán a casa. Es descubrir que reside en ellas una mística de la búsqueda que las empuja hacia adelante, donde ningún torrente puede apagar el amor (Cantares 8, 7) por sus corazones desaparecidos.
Escribir sobre estas experiencias de acompañamiento es contar lo que he visto y oído (Hechos 4, 20), lo que he sentido y contemplado, lo sufrido y disfrutado. Estar junto a las familias que buscan a sus desaparecidos significa para mí ponerle carne a la sentencia de san Juan de la Cruz: “el alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa” (Dichos, 101), es decir, las mujeres que buscan a sus desaparecidos andan en amor, se mueven por amor y, por tanto, no se cansan de buscar hasta encontrar, ni tampoco cansan a quienes con honestidad se acercan para aprender de ellas, con interés genuino de buscar juntos a quienes nos faltan. Soy una aprendiz de quienes me enseñan día a día que las esperanzas pueden unirse para buscar con amor.
Aprender a acompañar
Se aprende a acompañar acompañando. No existe una receta. En acciones públicas, conversatorios, marchas y diversas actividades de sensibilización, suelen acercarse personas que preguntan cómo ayudar. Lo primero que responden las familias y quienes acompañamos es: “Vengan a una búsqueda, acompañen a pegar fichas, compartan los boletines en sus redes sociales, deténganse a leerlos en las calles”. En realidad, no demandan grandes proezas. Sólo necesitan que estemos ahí, sin decir mucho, e incluso sin hacer mucho. Es estar ahí, acuerpar, escuchar, abrazar. Mediante esos actos sencillos vamos aprendiendo de ellas, de su pedagogía de amor, de que hay una mística que las habita y que les permite enfrentar los horrores más perversos.
Las familias nos enseñan el verdadero significado de acompañar, porque, antes que nada, ellas mismas acompañan a otras familias en su dolor y en su búsqueda. En el tiempo que llevo caminando junto a ellas, he sido testigo de su generosidad, que no sabe de horarios ni cansancios, ni, a veces incluso, del autocuidado. Madres con más experiencia en las búsquedas, les enseñan a otras cómo poner la denuncia, cuáles son sus derechos, cómo insistir a las autoridades para que se realicen las búsquedas; cómo en todo momento deben recibir un trato digno, incluso en las notificaciones de hallazgos sin vida. Como ejemplo de este modo de acompañar de las familias, menciono tres episodios. Todos sucedieron en algún municipio del Estado de México. Los dos primeros se refieren al acogimiento a madres que buscan a sus hijos víctimas de economías criminales. Se acercan a una de las compañeras del colectivo y ella inmediatamente las arropa. Escucha sus historias, tiene reuniones con ellas, gestiona el seguimiento con las autoridades, las acompaña a los “boletinajes” (difusión de información sobre la persona desaparecida) y búsquedas en campo, se preocupa y busca todos los medios para ayudarles a encontrar lo antes posible a sus familiares; ella sabe que las primeras horas son cruciales para encontrarlos con vida. Gracias a su acompañamiento pudieron encontrar al poco tiempo a los jóvenes, lamentablemente sin vida. El tercer ejemplo es bastante similar, sólo que, a diferencia de los anteriores, esta vez me tocó acompañar la notificación de un hallazgo sin vida. Ese día, la coordinadora del colectivo me enseñó cómo debía hacerse una notificación digna que, mediante un protocolo diseñado para ello, contrastara con la automatización mecánica de la burocracia mexicana. Lo estudié con detenimiento. Al llegar la familia al lugar de la notificación, yo y otra compañera del colectivo, nos acercamos y abrazamos a la mamá y a la tía, quienes habían seguido de cerca todo el proceso. Luego se sumó el resto de la familia. Ese día era tremendamente difícil porque no había dudas de la coincidencia genética del cuerpo encontrado con el del hijo buscado. Antes de entrar al reconocimiento, les preguntamos si querían hacer una oración. Nos tomamos de las manos, cerramos un momento los ojos para contactar con todo el amor que le tenemos a Benjamín2 y le pedimos a Diosito que Benjamín pudiera sentir todo el amor de su familia que lo había buscado durante todo este tiempo. Al concluir la oración toda la familia se abrazó y estuvo lista para entrar. Salió envuelta en llanto. No había oración que pudiera consolarla. Al salir, parecía que ninguna oración posible daría consuelo. Todos rompían en llanto. Sólo el abrazo sostenido pudo refugiar las lágrimas de la madre y de la tía de Benjamín. Sólo la escucha amorosa pudo acoger el dolor de la pérdida violenta. Sólo las manos que acariciaban sus cabezas fueron el lenguaje de estoy aquí contigo, cuenta conmigo. Acompañar era abrazar, llorar y guardar silencio. Este modo de acompañar es un modito de estar y son las familias las que nos lo enseñan. No desde arriba, como expertas o ajenas, sino siempre desde abajo y desde dentro.
La mística de la búsqueda
Entiendo la mística, no como un conjunto de conceptos, sino como una forma de estar y habitar el mundo, como una mirada que te permite ver de otro modo, como una actitud ante la vida. Esta noción bebe claramente de algunos padres y madres de la teología de la liberación, como Ignacio Ellacuría, jesuita asesinado en la UCA de El Salvador, y de tres de sus máximas: “Hacerse cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarse de la realidad”. Agrego una cuarta, acuñada después por Jon Sobrino: “Dejarse cargar por la realidad”. Esta mística tiene que ver también con Pedro Casaldáliga y su invitación a vivir como “contemplativos en la liberación”, con la teología política de Johan Baptist Metz y su “mística de los ojos abiertos”, que nos invita a sufrir el dolor de los demás y no quedarnos impasibles ante el sufrimiento del inocente, y con la de Dorothee Sölle, teóloga luterana.
La mística que sostiene las búsquedas que realizan los familiares de los desaparecidos, está en las narraciones de lo que viven. Es una mística que se experimenta no de manera aislada, sino en comunidad. En este caso muy concreto desde la comunidad de los colectivos y el Eje de Iglesias y Espiritualidades3 del que formo parte. Este espacio ecuménico de acompañamiento a las familias es el primero que reconoce en ellas a sus maestras y sostiene la esperanza desde distintas tradiciones. Es, por tanto, una mística que se entiende arropada por las comunidades, que son historias de vida, experiencias vitales en comunidad.
Este modito de acompañar nos permite leer, aun en medio del terror, los signos de esperanza que destellan en la noche. Para ilustrarlo comparto un texto de abril de 2024 de Paola Clerico, religiosa de Jesús-María y miembro del Eje de Iglesias. Ella descubre en el agua nauseabunda de un canal de desagüe una mística de resurrecciones:
Estamos en Pascua. En mi país nos encanta que nos echen agua, que nos bañen de “agua bendita de Pascua”. Se lleva a la Vigilia cubetas, botes, lo que encontremos con tal de llevarnos esa agua que sentimos bendecirá lo que toque.
También hay otras aguas benditas: las que bendice el amor, la esperanza. También el dolor y hasta el horror. Pienso en las aguas del canal de desagüe que va de Ciudad de México, pasando por Ecatepec en el Estado de México y entiendo termina en el Estado de Hidalgo. Largo y nauseabundo “río” que lleva lo que el cuerpo desecha, lo que industrias no saben dónde botar, donde se arroja “basura”, aunque esté prohibido, ya que genera “costras” o tapones que provocan de vez en vez inundaciones de ese oscuro líquido.
Es en ese canal, en el que en los últimos tres años hemos estado buscando “tesoros”, así nombran algunas mamás, hermanas, abuelos, padres a sus seres queridos desaparecidos. El agua en el canal se ha convertido en una larga “fosa clandestina”.
Esa fosa clandestina “acuática” parece ser el “perfecto” lugar para desaparecer a alguien. “Perfecto” si no fuera por una comunidad de amor buscador, colectivos de resistencia que se niegan al olvido, que van a buscar HASTA ENCONTRARLES...
De octubre a diciembre esa agua cargada de desechos, esa “costra” donde se detenía lo que la mayoría piensa que es basura, se transformó en un altar... doloroso, pero altar. La vista, el olfato (difícil respirar en ese lugar), manos, pies, el cuerpo entero puesto para buscar... Y como es el amor y la esperanza las que guían, allí están ellas, en su mayoría mujeres, vestidas con el tyvek blanco, guantes, cubre bocas, a pleno rayo de sol, ellas las que con paciencia “separan” con un rastrillo de jardín, o arrodilladas acariciando lo que de aquella agua había salido, como si fueran flores, restos de seres humanos que habían sido botados en esas aguas negras...
Ellos estaban ahí, con su grito silencioso, esperando que hubiera oídos capaces de escuchar: “¡Aquí estamos!; “Desde el cielo extiende tu mano, líbrame, sálvame de las aguas turbulentas” (Salmo 144, 7), “Desde lo hondo a ti grito Señor, escucha mi voz” (Salmo 129).
Y como siempre, los oídos de las buscadoras y de los buscadores estaban despiertos (Isaías 50, 4). ¡Y en ese momento el agua de canal se transformó en “agua bendita”, como la de Pascua! Bendecida por el trabajo incansable de mañanas enteras, por algunas lágrimas que brotaron del amor, de la esperanza, también del terror por lo que contemplábamos... Y en ese momento alguien resucitó, la piedra-basura se había movido, hijos o hijas de Dios esperan ser identificados para poder “regresar a casa”.
Allá los espera “otra agua” que brota del manantial de sus orígenes: el amor de sus familias, amistades, vecinos.
Ser contemplativos en medio del horror nos hace capaces de escuchar a la tierra, al agua, al aire, al fuego… en este caso, escuchar a un canal de aguas negras que esconde restos de vidas sagradas. Ser contemplativos ahí, es un don, son esas cosas que el Padre reveló a los pequeños (Lucas 10, 21-24), donde la trascendencia de la vida se niega a quedar atrapada en costras de basura, en bolsas amarradas para desechar cuerpos, en drenajes como metáfora máxima de la desaparición. Son las familias las que purifican esas aguas con sus manos que buscan y con sus lágrimas, su don de lágrimas, hacen sagrada y curan la tierra del horror.
En medio de ese campo de maíz y alfalfa, rodeado por uno de los cauces del Gran Canal, se aloja una costra enorme de basura. Es tanto el tiempo que se solidificó y le crecieron hierbas. A esa costra le quitamos pedazos para buscar con paciencia y amor rastros de humanidad. Así, en una jornada las manos de los familiares encontraron doce restos óseos, tesoros. No podíamos quedarnos así. Rodeamos el hallazgo y cantamos el Padrenuestro. Nos tocamos el corazón y lloramos. Al día siguiente, para reverenciar esas vidas sagradas, hicimos un altar en medio de la basura. Con una mesa, un mantel, una veladora y una cruz, abrimos un tiempo de la mayor delicadeza posible. Cortamos doce flores que había en el campo. Con la palma de nuestras manos en el pecho, sentimos y seguimos el ritmo del corazón, para que, en medio de ese lugar de muerte, pudiéramos rescatar esas vidas. Nos invitamos a conectar con la vida de quienes amamos, nos miramos a los ojos y vimos que el dolor nos traspasaba, pero con un brillo en ellos que hablaba de esperanza. Después cada familia besó la flor y la puso en el altar. La belleza del momento convirtió ese lugar en un santuario de la dignidad.
La mística de la búsqueda es devolver belleza y vida a esos lugares de muerte. Y sólo lo pueden hacer las manos de quienes buscan con amor. No es para nada una mística que se aparta del mundo, sino al contrario, es un modito de estar que se funde hasta las entrañas mismas de la oscuridad, para buscar a quienes aman. En palabras de Gabriela Juárez Palacio, teóloga feminista e integrante del Eje de Iglesias, es una manera de vivir; es una espiritualidad del amor en búsqueda, “es una fuerza interna, el soplo divino que las lleva a exigir encontrar con prontitud al hijo/a, hermano/a, padre, sobrino/a, y a la vez las mueve a encontrar-se con ellas mismas”.4
Para cerrar
Retomemos la narración de mi Diario de campo con la que inicié. Esa que nos cuenta cómo “Nuestra Hermana” debe regresar a casa, que merece volver con su madre:
La jornada termina con más hallazgos: restos de material biológico de Nuestra Hermana. El pozo se ha convertido en una fosa de agua que se rehúsa a regresárnosla completa.
Ya es tarde, y pronto se irá el sol. Una de las mamás nos dice que debemos hacer memoria de Nuestra Hermana. Allí se encontró su cuerpo y hay que hacer algo sagrado para que pueda descansar.
Durante el día estuvimos haciendo ojitos de Dios, una técnica huichol para hacer mandalas con lanas y palitos de madera. Las familias le dieron un significado más: el palito vertical, es la búsqueda personal de cada familia; el palito horizontal, es la búsqueda de todos. Ambas búsquedas se unen al centro con un color especial, simbolizando que lo que las une es el amor por encontrarles. Cada familia hizo un ojito de Dios pensando en su familiar desaparecido y, acordaron hacer uno grande, donde cada una le diera vuelta a la lana con sus manos. Al ojito de Dios, le pegamos un papel que decía: “Hermana: con amor te encontramos. Que la luz de Dios te regrese a casa. Descansa en paz”. Las autoridades nos dejaron acercarnos al pozo y en un pino que se encontraba a su lado, colgamos el ojito de Dios con todo el respeto, cariño y delicadeza que sólo una madre que busca a su hijo puede tener. Nos tomamos de las manos, hicimos silencio, lloramos y, entre lágrimas le pedimos a Dios que pudiéramos encontrarla completa, que descanse en paz. Terminamos abrazadas, rezando el Padrenuestro.
Entonces ¿qué mística es esta? Una mística que nos dice que la única manera de volver a ser humanos es sacando a Nuestra Hermana del pozo, confiando en que Él está con nosotros todos los días hasta encontrarlos (Mateo 28, 20). Una mística que al final del día reza con gratitud: felices ustedes porque estuve desaparecido y acompañaron a mi familia a buscarme.