Mi corazón, ¿qué será de mi corazón?

Mauricio Ortiz

Miscelánea
Con un delicado humor, Mauricio Ortiz, médico y escritor, explora las metáforas del corazón y sus profundidades que la medicina moderna ocultó bajo descripciones fisiológicas y amenazas patológicas, pero que perviven no sólo en la historia, sino, más allá de nuestros temores, en la propia existencia como una manifestación de la profundidad y el misterio que aún lo habita.  

Me pregunto, con el mártir inglés John Houghton, ¿qué será de mi corazón?

Si las palabras del santo, enunciadas in extremis el 4 de mayo de 1535 en el curso de ser eviscerado, se dirigían a Jesús y hablaban de un corazón espiritual por encima del órgano palpitante que estaban por extirparle, mis palabras, expresadas cinco siglos después, se refieren al corazón concreto que me late en el tórax, tan solo una bomba hidráulica de paredes musculosas y fino tramado eléctrico, y reflejan, más que una aspiración trascendente, el temor neurótico de que termine fallándome y me mate.

¿Qué será de mi corazón? Lo más probable es que sufra un infarto, atendiendo a las estadísticas mundiales de mortalidad que colocan a esta entidad nosológica como la principal causa por la que mueren las personas en nuestros días. Un dolor repentino en el pecho, tal vez irradiado al brazo izquierdo y acompañado de “sensación de muerte inminente”, pero puede ser simplemente un mareo, una sensación de pesadez abdominal, una respiración dificultosa. La onceava edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11) otorga al “infarto agudo del miocardio” el código BA41, dentro de la categoría de “enfermedades isquémicas del corazón”, en el apartado 11: “enfermedades del sistema circulatorio”. Pero hay que especificar: con “elevación del segmento ST”, signo electrocardiográfico que implica un daño extenso del tejido miocárdico, o sin él. Puede ser que el infarto sea “transmural apical-lateral” o bien “anteroseptal”, “inferoposterior”, “posteroseptal” o “de sitio no especificado”. Puede ser un infarto “subsecuente”, que se presenta durante los 28 días posteriores a un infarto previo, y puede ser “extendido” y “recurrente”. Es posible que uno se salve del infarto, si es que no fue “masivo”, pero tal vez uno muera en el acto por “fibrilación ventricular”, donde la lesión del tejido provoca que el impulso eléctrico que activa la contracción viaje desordenadamente y el corazón, en lugar de contraerse sincronizada y vigorosamente, parece una bolsa de gusanos, como describió Vesalio. O que uno muera más tarde, por alguna de las complicaciones que acarrea el infarto, como el “choque cardiogénico”, que es la incapacidad del corazón infartado de expulsar la sangre necesaria para irrigar el cerebro y otros órganos vitales, o un “trombo parietal”, un “aneurisma ventricular”, una “ruptura cardiaca”.

Aparte del infarto y sus complicaciones —toco madera—, son cientos de cosas las que podrían sucederle a mi pobre corazón. Una pericarditis, una endocarditis, una cardiomiopatía; estenosis de la válvula mitral, insuficiencia de la tricúspide; bloqueo auriculoventricular de primer o segundo grado, bloqueo de rama derecha o de rama izquierda; insuficiencia congestiva, insuficiencia ventricular izquierda, insuficiencia biventricular; fibrilación auricular, aleteo, síndrome de Wolff-Parkinson-White, en el que hay una vía accesoria para la transmisión del impulso eléctrico desde la aurícula al ventrículo, eludiendo la pausa natural del nodo auriculoventricular y causando por tanto episodios de taquicardia infundada, con una onda “delta” en el electrocardiograma y pudiendo provocar, a pesar de haber tenido un curso asintomático durante toda la vida, la muerte súbita. No, a aquel temor neurótico no le faltan elementos para justificarse.

Mi corazón podría volverse dependiente de una droga cardiotónica clásica, como la digitoxina o la estrofantina, o bien de un agente antiarrítmico de clase Ia, como la también clásica quinidina, que bloquea los canales de Na+ y prolonga el potencial de acción. Podría requerir un marcapasos, un cateterismo o tal vez una cirugía: valvuloplastía, bypass, ablación del haz de Kent. No quiero ni pensar en ello, pero mi corazón también podría ser extirpado y sustituido por uno más joven o tan siquiera más sano, millón de dólares de por medio.

A John Houghton —el primero de los tres cartujos que ejecutaron ese día— le extirparon gratis el corazón, como castigo por haber negado su adhesión a aquellas Actas de Supremacía que declaraban a Enrique VIII y sus descendientes como jefes supremos de la Iglesia en lugar del Papa. Alta traición. Condenado a ser arrastrado, colgado y descuartizado (drawn, hanged, and quartered) en los siniestros terrenos de Tyburn, al sur de Londres. Y así, después de que un caballo lo arrastrara por cuatro o cinco kilómetros sobre una camilla de palos, vestido aún con sus hábitos y ante un auditorio de miles que incluía nobleza y pueblo, lo subieron al cadalso y lo colgaron, pero cortando la soga a tiempo para que no perdiera la vida. Apenas recuperado, lo subieron a la plataforma de descuartizamiento, lo desnudaron, le abrieron el pecho y, al punto de morir, “mientras el verdugo le agarraba el corazón con la mano para arrancárselo, dijo: ‘Buen Jesús, ¿qué harás con mi corazón?’” (Camm, Lives of the English Martyrs).

Animado por la máquina cardiaca que me palpita en el pecho, minuciosamente estudiada y conocida a niveles inconcebibles, no puedo sino sentir una cierta nostalgia por aquellos corazones antiguos, como el del mártir inglés, librados a su suerte fisiopatológica pero soberanos en el territorio del cuerpo y de la vida. El “miembro rey y centro vivo / de espíritus vitales” de sor Juana y el corazón pensante, la cogitatio cordis, que aparece decenas de veces en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y que atraviesa, ardiente, las Confesiones de Agustín de Hipona y, angélico, la Suma de Teología de Tomás de Aquino. O el yolotl azteca, que ofrendado aseguraba la salida del sol y su viaje al ocaso. O el corazón aquel de Durandarte —“que debía de pesar dos libras, porque, según
los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del
que le tiene pequeño”— que al morir encargó a su primo Montesinos llevar “adonde Belerma estaba, / sacándomele del pecho, / ya con puñal, ya con daga”. El nombre mismo del órgano en lengua española, “corazón”, derivado del cor latino, ya incorpora, “primitivamente”, según Corominas, “un aumentativo, que aludía al gran corazón del hombre valiente y de la mujer amante”.

Mi corazón, ¿qué ha sido de mi corazón? Lo que ocurre es que, además de un cuerpo biológico, “natural”, uno tiene también algo que le es consustancial: la metáfora o, mejor, las metáforas, con que cada cual da razón de él y lo construye y reconstruye y termina de encarnarlo. Y hay metáforas torales del cuerpo: el cuerpo cósmico de las sociedades animistas, un cuerpo sin solución de continuidad con el entorno, donde una misma palabra puede significar a la vez piel y corteza de árbol o intestinos y lianas del bosque o músculo y pulpa de mango; el cuerpo sagrado, que es manifestación de la divinidad y cuya expresión se advierte a lo largo y ancho de las diversas Antigüedades y es piedra angular de los monoteísmos; el cuerpo máquina, surgido del dualismo cartesiano y llevado a su máxima expresión por el pensamiento médico, de la mano de los notables descubrimientos que en el campo de la bioquímica y la biofísica se han verificado en los últimos doscientos años; y el cuerpo mercancía, la novedad de nuestros tiempos, que mira la carne y su cuidado en términos de pesos y centavos.

Esto no quiere decir, desde luego, que uno adopte pasivamente y como por ósmosis la metáfora bajo cuya égida le tocó nacer. Lo que pasa con el cuerpo es algo más complejo y cada cual va elaborando a lo largo de la vida su metáfora personal para abordar ese cuerpo tan suyo y tan particular. Bajo el asedio constante de aquellas metáforas torales —asedio que hoy opera en la palabrería mediática, en la publicidad, en el contacto directo y frecuente con el pensamiento médico, en las llamadas “medicinas” alternativas, en los prejuicios domésticos—, bajo su asedio uno va deslizando observaciones que las complementan, las tuercen, las reinterpretan, las descalifican, las entronizan, las ridiculizan y, así, con mayor o menor imaginación, más informadamente o menos, con más o menos rebeldía, se va configurando una herramienta metafórica tan individual como la huella dactilar, la composición de la microbiota intestinal o el código genético. ¿Cómo y en qué medida interioriza uno las nociones de belleza y fealdad, de feminidad o masculinidad, de juventud y vejez, de salud y enfermedad, de vida y muerte? ¿De tripas y corazón? Hay épocas históricas, estilos nacionales, sesgos regionales, narrativas familiares, imperativos biográficos. Al final, la metáfora personal del cuerpo bien puede ser una quimera de corazón mecánico, manos sagradas, abdomen cósmico y nariz en divisas extranjeras.

Mi corazón es una bomba hidráulica de paredes musculosas y fino tramado eléctrico, he dicho. Pero, además de eso y de la enorme lista de posibles patologías que alimentan el temor neurótico de que termine fallándome, ¿qué más elementos conforman mi personal metáfora cardiaca? El color rojo y el flujo incesante de la sangre. La bondad de que puedo preciarme en mis mejores días, la maldad que me fisura en los peores. Mi más profunda intimidad, mi centro. El amor, desde luego, la exacta dimensión de mis amores y la estela vagamente labrada por los grandes amores de las novelas y la poesía, la historia y la pintura, el cine y las canciones. La valentía, si acaso de pronto la tengo. Ante ciertas circunstancias, digo: “No, no tengo corazón para hacerlo.” A veces, cuando así lo siento, digo: “Desde el fondo de mi corazón.” Y, sobre la piel de mi metáfora, como percebes sobre la piel de una ballena, logotipos saludables, pegatinas, pintas, emojis de corazón.

Y más allá de la metáfora personal, comandada por la noción de máquina pero claramente con vestigios de otras construcciones metafóricas anteriores, encuentro una diferencia fundamental en el corazón contemporáneo con respecto a aquel otro, antiguo. Como que entonces el corazón estaba por encima de la persona y era su fortaleza la que empujaba a la acción, el pensamiento, la fe; uno obedecía a su corazón o se le rebelaba, en cualquier caso respetándolo como a algo superior a uno mismo. Hoy todo es distinto y mi corazón está por debajo de mí, siendo sólo un pedazo corporal que hay que cuidar y consentir, haciendo ejercicios “cardio” y evitando comer tocino. “Y me hundo —con López Velarde en ‘Mi corazón se amerita…’— en la ternura remordida de un padre / que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego”.

¿Qué se ha hecho de mi corazón, qué será de él? Por lo pronto ya me toca ir a hacerme una biometría hemática, una química sanguínea de 45 elementos, un electrocardiograma o, mejor, un monitoreo Holter de 24 horas y, entrados en gastos, un ecocardiograma. No vaya a ser que esté por ahí agazapado este maldito Wolff-Parkinson-White que no se me quita de la cabeza.

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