México en crisis

Javier Sicilia y Jacobo Dayán

Miscelánea
En 1995, con motivo del 50 aniversario de la liberación de los campos de exterminio nazis, Jorge Semprún y Elie Wiesel sostuvieron una conversación que en 1997 se publicó bajo el título de Se taire est impossible (Callar es imposible), Editions Mille et un nuits. Este año, en que se cumplen 70 de ese hecho, el poeta Andrés Ramírez y el escritor Romeo Tello, invitaron a Javier Sicilia y a Jacobo Dyán, testigos del horror en México, a continuarlo. De esos diálogos surgió Crisis o Apocalipsis. El mal en nuestro tiempo, que próximamente aparecerá bajo el sello editorial Taurus. Reproducimos con autorización de Penguin Random House este fragmento que pertenece a la sección “El caso México”.

Jacobo Dayán: Hago una recapitulación de lo que he dicho sobre la crisis civilizatoria, me permitirá aproximarme a las características que tiene en México. Decía que el Estado, que nació de las ideas ilustradas y cambió la preeminencia de Dios por la Razón, entró en una grave crisis con el surgimiento de los totalitarismos y el estallido de la segunda guerra mundial. La era de la Razón había engendrado monstruos terribles que la llevaron al fracaso, como lo mostraron Adorno y Horkheimer. Para evitar caer nuevamente en ello, el proyecto civilizatorio que comenzó a gestarse fue una extraña mezcla entre lo mejor de los principios de la Ilustración universalizados, órganos supranacionales y organismos multilaterales. Unas palabras, en los años cincuenta, del segundo secretario general de la ONU, el sueco Dag Hammarskjöld, resumen bien el espíritu con el que ese organismo se fundó: “La ONU no fue creada para llevar al ser humano al paraíso, sino para salvar a la humanidad del infierno”. Aunque suele pensarse lo contrario, ese organismo supranacional, vinculado con el proyecto civilizatorio de Occidente, es ajeno a las pretensiones que han llevado a la humanidad lo mismo a las inquisiciones que a Auschwitz y al Gulag. Su objetivo es, repito, evitar el infierno que la Razón había producido, impedir que “el amor abstracto”, del que hablaste al citar a Albert Camus, o “la corrupción de lo mejor”, a la que se refería Iván Illich, la destruyera. Su creación no fue, sin embargo, una panacea. La ONU vivió tiempos muy complicados con la Guerra Fría. Luego, cuando cayó el muro de Berlín en 1989 y la Unión Soviética a principios de los noventa, contribuyó a avances importantes. Por ejemplo, la creación de la Corte Penal Internacional, la democratización de los países detrás de la cortina de hierro y el avance de la agenda de Derechos Humanos. Hoy, sin embargo, su presencia y su actuación se han vuelto prácticamente irrelevantes.

Lo que ha quedado de aquella mezcla nacional y supranacional son Estados inoperantes. Los grandes problemas que deben enfrentar, producto de un modelo económico depredador que ahonda la pobreza, aumenta las desigualdades, genera graves daños ecológicos y enormes flujos migratorios, al mismo tiempo que reproducen las violencias, nulifican las capacidades de los Estados para controlarlas, incluso las de los más sólidos. Incapaces de mantener la legalidad y la legitimidad en equilibrio, los Estado perdieron su facultad de ordenar la vida social, como vienes de señalar. De allí la emergencia de los populismos que tratan de hacerlo apelando no a la razón ni a la realidad, sino, como de alguna forma lo hicieron los totalitarismos, a las sensaciones: ofrecen cosas que no pueden cumplir, porque eso implicaría un replanteamiento total de la idea del Estado y del pacto social, pero cuyo canto de sirena es muy seductor. Proceden con los mismos principios que Víctor Klemperer pone de manifiesto en la Lengua del Tercer Reich: “El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adaptadas de forma mecánica e inconsciente”.

Esta crisis, que en México se expresa mediante una descomposición social y política galopante, con violencia extrema y el surgimiento, en los últimos años, de un gobierno de corte populista y autoritario, tiene un componente más: desde su independencia, el Estado mexicano nunca logró encarnar los ideales del proyecto civilizatorio que surgió del pensamiento ilustrado y la Revolución Francesa con los que se fundó. Ha sido siempre un Estado de naturaleza autoritaria, cuyos momentos democráticos fueron muy pocos y duraron lo mismo. Uno fue el de la llamada República Restaurada, que duró casi 10 años, 1867-1876; el otro fue en 1911 con el ascenso al poder de Madero, cuya administración duró 15 meses y concluyó en un baño de sangre que dio origen a la Revolución Mexicana. El Estado que surgió de ella tampoco logró un verdadero Estado de derechos. Fue una extraña dictadura de partido que cambiaba de rostro cada periodo electoral. Pese a ello, hacia finales del siglo XX, llevado por los cambios que trajo el fin de la Guerra Fría, la globalización, la apertura a los mercados y las luchas sociales nacidas del movimiento del 68, se abrió una puerta para que México pudiera transitar de un Estado duro y autoritario a un Estado en ruta democrática, con un andamiaje institucional para una verdadera competencia electoral y un esbozo de división de poderes.

Así, a fines de los noventa, en ese periodo de esperanza global que resumí, México entró en una transición que no prosperó, porque los gobiernos sucesivos nunca hicieron una verdadera reforma del Estado ni buscaron reducir la desigualdad. Heredaron un Estado que, después de la Revolución, encabezaron militares que controlaron el país mediante el clientelismo —un eufemismo de la corrupción—, la amenaza, el garrote y poderes fácticos locales, dentro y fuera del Estado, es decir, institucionales y criminales. Gobernaron con ellos y el ejército reprimiendo, encarcelando, asesinando y desapareciendo gente, cooptando o pulverizando cualquier articulación social crítica, instaurando el terror y gestionando a cambio mercados lícitos e ilícitos, entre los que estaba el tráfico de drogas, un asunto que, al igual que los vínculos político-criminales, existía desde entonces. Conforme el régimen disciplinó las regiones y a las fuerzas armadas, que quedaron dentro de la estructura política, se optó por una gestión civil. Las múltiples crisis económicas que siguieron a ese cambio, así como el descrédito del régimen forzaron al Estado a virar hacia el neoliberalismo y el despunte de la globalización. En esos años, la década de los ochenta, los poderes fácticos regionales, transformados ya en grandes cárteles de la droga, cuyas figuras hoy son emblemáticas del mundo criminal, continuaron manteniendo sólidos vínculos con la clase política y controlando junto con ella territorios y mercados. Al transitar hacia la democracia a finales de los noventa, esos poderes fácticos se fracturaron e hicieron que, junto con el modelo económico neoliberal, los 18 años de transición democrática fracasaran. Lejos de consolidarla, los tres gobiernos de la transición —dos del PAN y uno del PRI— sucumbieron a la corrupción, a los poderes fácticos de las organizaciones criminales y a los intereses económicos de las élites nacionales y mundiales. Nunca lograron controlar el territorio de la nación ni llevar a las fuerzas de seguridad, particularmente las del ejército, a un modelo democrático, ni crear un verdadero Estado de Derecho. Administraron el país con el mismo aparato represor y de impartición de justicia de un Estado autoritario que nunca ha buscado proteger a la ciudadanía, sino proteger al Estado de ella.

Los tres gobiernos de la transición pensaron que lo electoral y la incipiente división de poderes, sobre todo del poder judicial, traería todo aquello por añadidura. En síntesis, Javier, el Estado de la transición democrática fue incapaz de reducir la desigualdad, garantizar la mínima seguridad y la mínima justicia, y, vinculado cada vez más abiertamente con los poderes fácticos del crimen organizado, generó el estado de violencia que hoy vivimos y que el gobierno populista de Morena, que puso punto final a la transición, ha intentado paliar con propaganda, programas sociales y vínculos cada vez más profundos con los poderes fácticos. Morena niega el derecho a la vida, a la seguridad, a la salud, a la educación, al tiempo que eleva a rango constitucional los programas sociales. Hoy, Javier, el Estado mexicano, que, en su particularidad, es una expresión de la crisis de los Estados contemporáneos, se ha convertido, junto con el crimen organizado, en un gestor muy poderoso de mercados lícitos e ilícitos mediante violencias más diversificadas y terribles que las de los gobiernos nacidos de la Revolución: homicidios, masacres, desapariciones, torturas, desplazamientos forzados, trata con fines de explotación sexual o de esclavitud, reclutamiento forzado, cobro de piso, extorsiones, devastación de tierras, agresiones a pueblos indígenas, a defensores de derechos humanos y del medioambiente, a periodistas y un largo etcétera. Cada vez es más difícil encontrar diferencias claras entre la clase política, los aparatos de seguridad y justicia del Estado y las organizaciones criminales. Recuerdo que en 2011, durante el gobierno de Felipe Calderón, a raíz del asesinato de tu hijo y de la articulación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, dijiste que el país se había convertido en un lodo, en la mezcla del Estado con el crimen organizado. En ese lodo, que con el gobierno de Morena se ha vuelto un lodazal, los seres humanos nos hemos convertido casi de manera absoluta en meros instrumentos al servicio del mercado y de los intereses del poder.

Javier Sicilia: Estoy de acuerdo con tu diagnóstico sobre cómo, en medio de la crisis civilizatoria que vivimos, México llegó a esta etapa de deterioro y desfondamiento del Estado. Pero quisiera ir más lejos, a sus causas. Me parece que la incapacidad del Estado mexicano para crear un Estado de derecho y llegar a los grados de descomposición moral y barbarie que describes, tienen su origen en el hecho de que el Estado en México nació desde su independencia enfermo. Por ello, me parece, nunca logró crear ni ciudadanía ni verdaderas instituciones democráticas, ni siquiera en la época de la República Restaurada, mucho menos en el breve periodo de la administración de Madero, periodos que en el calendario señalan más las ilusiones de una clase liberal e ilustrada, que una realidad. A diferencia de Francia, cuya revolución, tan bárbara como la nuestra, derivó en el Terror y lentamente se fue consolidando a través de sus subsecuentes repúblicas; a diferencia también de Estados Unidos, que desde su independencia ha tenido que vérselas con la esclavitud y la segregación racial, pero que ha logrado cimentar instituciones democráticas, México, pese a sus más luminosos teóricos, nunca asumió con seriedad, o quizá nunca entendió, los ideales políticos de la Ilustración. Nació enfrentado consigo mismo, dominado por facciones de toda clase e individuos que, con excepciones, buscaron perpetuarse o se perpetuaron en el poder, como Porfirio Díaz. Por ello, me parece, el Estado postrevolucionario derivó en un Estado que yo definiría como criminal. Las condiciones de su enfermedad le permitieron adelantarse a las dictaduras y a los totalitarismos del siglo XX. Preservó las instituciones creadas por Díaz, creó otras y se reestructuró como una organización criminal que cambiaba de administración cada periodo electoral, pero mantenía intacto su armazón. Obregón y Calles, no sólo asesinaron a sus rivales, construyeron un Estado que, como señalas, controló el país mediante el ejército y poderes caciquiles, pero también, como toda organización mafiosa, mediante la corrupción, las prebendas, la extorsión y el terror. Usó la legalidad para ejercer la ilegalidad. Benito Juárez, el emblema de la República Restaurada, cuya muerte le impidió perpetuarse en el poder, lo resumió en una frase: “A los amigos justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”. Esta aplicación selectiva de la ley, esta forma mafiosa de ejercerla, tiene su otra cara en el aparato policiaco. Mientras te escuchaba, recordé a Claudio Lomnitz, de cuyos libros hemos hablado mucho en otras ocasiones. Si recuerdas, en El tejido social rasgado, analiza muy bien que la policía, el aparato encargado de la seguridad del país, funcionó hasta las reformas de Zedillo a las que te referiste como un sicariato legalizado, si es posible decirlo así: usaba la extorsión, la violencia y la corrupción —acotadas por cadenas de mando internas—, para negociar territorios y reglas de operación de la economía informal y de las economías ilícitas, y brindar de paso, dice Lomnitz, alguna protección a la ciudadanía en general en espacios que estaban delimitados y protegidos por decisiones políticas. Por ello, los pésimos intentos de reformar a las policías durante la transición democrática, derivaron en un aumento de la criminalidad. Sin los controles y las reglas del sicariato del Estado, las mafias ilegales pudieron corromper el país a sus anchas. Me parece, Jacobo, que la llamada transición democrática no fue más que el producto de la fracturación de un Estado criminal que derivó en una anomia incontrolable, el producto de un Estado abortado desde sus inicios. De otra forma, me es imposible explicarme que un gobierno populista como el de Morena y López Obrador haya podido desmantelar en menos de seis años el supuesto andamiaje democrático que comenzó a estructurarse en el gobierno de Zedillo y que en pleno siglo XXI estemos viviendo violencias que se dieron durante la revolución francesa y el Terror jacobino, a finales del siglo XVIII, o durante la nuestra, hace más de un siglo: torturas, decapitaciones, desmembramientos, masacres, fosas clandestinas, en síntesis, una barbarie que recuerda las guerras floridas, los sacrificios del imperio azteca y el tzompantli.          

A veces, cuando leo a los críticos liberales del obradorismo, me pregunto en qué país han vivido. Piensan con categorías que jamás existieron en México, como si la transición democrática, cuyos defectos has señalado, y las instituciones que mal que bien se construyeron a lo largo de dos siglos, hubieran sido un equivalente de las democracias europeas.

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