Acaso la muerte no sea una figura central sólo en la cultura occidental. La muerte es la conciencia de su inevitabilidad. Sabemos que moriremos, que nuestros días están contados, que estamos, en principio, perdidos de antemano. La muerte de una persona o de una comunidad es cuestión de más o menos tiempo. Seguramente esta presencia de la muerte y la experiencia del desgaste corporal y espiritual que conlleva, creó la concepción circular del tiempo en todas las culturas. Andar, desarrollar talentos, construir y consagrar tendrían un final para luego, desde las cenizas, volver a empezar.
Esa noción del tiempo tendría una ruptura en la historia cuando se consolidó la cultura europea, es decir, la cultura occidental que nació de los encuentros y desencuentros de la cultura griega y la cultura latina fermentados por la llamada cultura cristiana. La cultura cristiana que, a su vez, carga y reconstruye la cultura hebrea al aportar a ésta una dinámica ecuménica y que, por el entendimiento del concepto de cultura como análogo, no sólo pudo insertarse en el complejo greco latino, sino, posteriormente, incorporar a las poblaciones de los territorios americanos.
Es importante tener presente que el magnífico complejo cultural europeo no se construyó de la noche a la mañana, que la Edad Media duraría un milenio y que sería entonces cuando a partir del llamado Renacimiento iría consolidando lo propio y radicalmente diferenciante de lo europeo. Como bien enseñara François Guizot, lo propio de la sensibilidad europea es el cambio, la diversidad que distingue para unir. Ortega y Gasset escribió sobre ese particular que los europeos viven la identidad desde la diferencia, diversos territorios, diversas lenguas, diversas construcciones políticas y aun religiosas dentro del cristianismo, pero basta que por el Mediterráneo asome el moro o desde los Urales el asiático para que todos a uno le hagan frente, como ocurrió en la batalla de Lepanto.
En la Edad Media el sentido del tiempo dejó de ser circular para sensibilizarse como un camino de perfección hacia el establecimiento del Reino de Dios en la Tierra y la fundación de las universidades dio inicio el desarrollo del espíritu crítico, a la lucha por la pluralidad del pensamiento y por la instauración de un estado de cosas democrático: en las universidades europeas —Bolonia, París, Alcalá, Salamanca, Oxford, Heidelberg…— estaba establecido que se trataba de centros de estudio y discusión de alumnos y maestros, y de éstos, de su confraternidad provenía la autoridad. Los centros universitarios, además, mantenían viva la interrelación de pensadores, clérigos y seglares en cada una de sus sedes. De alguna forma, el sentido del tiempo en la Edad Media estableció el movimiento de un Alfa a un Omega fincado tanto en el misterio de la Encarnación —Dios que se hace hombre en Jesús de Nazaret para anunciar el Reino a construir— como en el de la Resurrección o negación radical de la muerte. El hombre concebido a imagen y semejanza de Dios y Dios el Padre de todos los hombres.
Estas ideas tuvieron matices a lo largo del tiempo. Al pensamiento dominante de Agustín de Hipona sucede, pero no liquida, la concepción epistemológica de Alberto Magno y de Tomás de Aquino, también la de Buenaventura, Scoto, Nicolás de Cusa, Erasmo de Rotterdam…
La concepción del tiempo en la cultura europea conocerá, sin embargo, un viraje impresionante que anuncia Giordano Bruno y que la llevará al racionalismo de Descartes, de Bacon, de Pascal, al escepticismo y agnosticismo de Montaigne, al racionalismo y panteísmo de Spinoza, condenado por la autoridad judía de Ámsterdam y por el magisterio romano, y antes que ellos, al pensamiento de Martín Lutero que ocasiona un cisma fenomenal en el cristianismo y anuncia un movimiento nacionalista que cuestiona la hegemonía romana y exalta el nacionalismo relacionado con un creciente individualismo al cual contribuye la invención de la imprenta y la divulgación del libro. Lutero traduce y publica la Biblia, distribuye ejemplares de ella a los hombres y mujeres ilustrados que la leen en soledad, comentan en círculos íntimos y próximos, aprendiendo a pensar por sí mismos, a forjarse una idea propia del mundo, del ser humano, del sentido de la existencia…Es la exaltación del yo, de la autonomía de la persona ante cualquier poder y de su derecho, por tanto, a diferenciarse.
Quien mejor lo encarna es el Quijote de Miguel de Cervantes, que la novela picaresca española preludió dándole voz al hombre llano, al hombre analfabeto del pueblo que asciende en la escala social. La progresiva multiplicación de lectores, la autonomía de la razón, el crecimiento de las ciudades y la crisis del sistema feudal que implicaba el predominio de la sociedad agraria y el mundo rural fue dando lugar a una sociedad más compleja, donde el poder se va desplazando de la aristocracia a la burguesía en tanto las autoridades políticas, a su vez, se van distanciando de las religiosas de manera que empiezan a surgir naciones desde lo que eran antes regiones muy delimitadas. Las “patrias” dejan de ser naturales volviéndose culturales, es decir, se inventan en tanto tales, aparte del descubrimiento de un inmenso continente antes desconocido por europeos, asiáticos y africanos. El comercio creciente de esas naciones europeas con los reinos e imperios asiáticos fue injertando en las mentes una confianza en el porvenir del hombre, en las posibilidades de la ciencia, en la configuración de la idea de progreso y, por tanto, de movilidad social y de transformación cualitativa de la sociedad. Como consecuencia, la concepción del tiempo dejó de ser circular para convertirse en lineal, lo cual permeó las mentalidades religiosas ilustradas infundiendo en no pocas el sentido de la creación del Reino desde esta Tierra, mientras que para el hombre de las clases medias la realidad se vislumbró como cambiante y ajena a toda teleología.
Mientras esto sucedía y se trasplantaba al Nuevo Mundo, donde se liquidaba a sus habitantes originales o se les culturizaba mediante el mestizaje, los grandes imperios o reinos del extremo Oriente permanecían en una concepción circular del tiempo, conservando Estados de fondo teocrático-metafísicos cuyos habitantes eran dominados por el quietismo, el conformismo, la resignación y el despotismo de las élites gobernantes.
Así las cosas, el hombre y la mujer europeos se encaminaban hacia algo insólito en cualquier otra cultura de los viejos tiempos: poner entre paréntesis a la Divinidad que, como bien nos enseñara Camus en El hombre rebelde, la Revolución Francesa camufló con el regicidio que en rigor, simbolizaba el deicidio. Lo que el cristianismo había planteado como la conversión al interior del ser humano, ahora se expresó como Derechos del Hombre y el Reino como Ley. Florecieron los patíbulos y el Reino de la Libertad tornóse el del Terror. Cuando Napoleón se apoderó del régimen revolucionario, se impuso el internacionalismo, el sentido universal de la Revolución que convidaba a todos los pueblos a tornarse uno solo. El ser humano libre, en un principio, de todas las cadenas “ideológicas” –el concepto de ideología lo acuñó un hombre de aquellos años, Destutt de Tracy—comenzó a desplegar ensoñaciones que se volvieron nuevas ideologías —socialismos, feminismos, igualitarismos, cientifismos y ateísmos de diversa índole—. Las grandes revoluciones posteriores, como la rusa, seguirían la misma trayectoria que su madre, la francesa: de la liberación al terror. De fracaso en fracaso, los tiempos revolucionarios que se iniciaron en 1789 concluyen en 1989, con la caída del muro de Berlín, exactamente 200 años después.
A principios del siglo XX, el filósofo e historiador alemán, Oswald Spengler dio a la imprenta su obra magna, La decadencia de Occidente. Las culturas, como los seres humanos, dice en ella, siguen una trayectoria semejante: nacimiento y niñez, juventud, madurez y muerte. De la primavera al verano ardiente de la cultura, de éste a la grandeza y su otoño, de aquí al invierno y la muerte. En los pueblos antiguos era siempre un pueblo joven el que arrasaba a los decadentes y volvía a empezar. Sin embargo, ahora que todo se conoce, que todo se ha contaminado, parece preguntarse Spengler, ¿habrá lugar para un conquistador que en la destrucción conlleve el renacimiento? Se piensa de inmediato en Rusia, pero de alguna manera está ya demasiado contaminada por la vieja Europa. Es dudoso, se dice, que pueda provenir de África, europeizada, de hecho, a la mala. La realidad es que el europeo se siente agotado, aplastado por tanta grandeza creada y dejada atrás. ¿Es posible que un joven novelista no sienta el peso de tantos grandes novelistas?, y lo mismo se puede decir que ocurre en los distintos campos de la cultura, de la ciencia, de la política. Lo que estaba cundiendo en las distintas naciones de Europa era el desánimo, el nihilismo que se presentaba, sin embargo, con envoltura revolucionaria y que era, en esencia, una forma radical de manifestación necrofílica. Era lo que Fiódor Dostoievski expresaba en los Endemoniados, haciéndonos entender que los revolucionarios y los reaccionarios eran radicalmente demonios y, en el mejor de los casos, pobres criaturas ignorantes de lo que hacían. Frente a eso no había más camino para unos pocos clarividentes que el Desierto, la soledad como principio y asiento de la vida, la negación del mundo. Pero esto no está al nivel del vulgo, no puede inspirar al hombre masa, a ese que, en palabras del filósofo Heidegger, piensa como todos piensan, opina lo que opinan todos, habla como todos hablan y dice lo que todos dicen…
Dostoievski tenía razón. La literatura que empezó a generarse a partir de él da cuenta del absurdo de existir, y los clásicos de los “nuevos” tiempos habrían sido radicalmente incomprensibles en cualquier otra época de la humanidad porque nunca antes la humanidad se había visto poseída por una sensibilidad absurda. Los tiempos de Kafka y de Joyce daban cuenta de un sinsentido ecuménico que se plasmaría en los horrores de la primera guerra mundial, de la segunda guerra mundial, de los campos de concentración como resultantes de los fascismos y de los socialismos hechos gobierno. Si antaño el único absurdo sustentable era el de vivir a sabiendas de que habríamos de morir como la afrenta, dice el poeta Manrique, de un Dios que nos pudo haber creado como ángeles inmortales, ahora el absurdo es la inexistencia de Dios, la incapacidad de replicar, el arrastrar la vida en medio de la Nada sin tener a quién reclamar por la muerte de los niños, los desastres naturales y accidentales, la desigualdad evidente entre los seres humanos, en suma, un mundo sin orden ni concierto, un universo privado de sentido.
Quedamente, Occidente, por vez primera en su historia se instaló en la muerte: el relativismo, la no verdad, la deshumanización. Pero también el resto de los pueblos de este mundo que por grado o por fuerza bailan al son orquestado por Occidente. Pero lo que infunde, me infunde terror, es el desvinculamiento progresivo en todas las sociedades de este mundo que parasitamos. Un movimiento espontáneo y popular como lo fuera la rebelión cristera en México hoy no podría tener lugar, y este es tan sólo un ejemplo que podríamos rastrear, por analogía, en todos los pueblos de la Tierra. Los medios de comunicación colectiva, las redes sociales, la desaparición progresiva del autor o real creador en el pensamiento, la ciencia y las artes, el reino naciente de la llamada inteligencia artificial manipulada por los incultos detentores del poder, todo ello planteado ya magistralmente por Ernst Jünger en su novela Eumeswil, ha ido socavando los vínculos que daban sentido a los conglomerados humanos y con ello la posibilidad de sentirse digno por el más modesto entre los hombres y las mujeres. Y como los amos de este mundo saben que los seres humanos se tornan bestias en la entropía, van concertando autarquías, populismos, razones de la sinrazón que van imponiendo ante el estupor de quienes piensan por sí mismos y saben hacerlo hasta marginarlos del cuerpo social. Qué lucidez de Luis Buñuel cuando hace exclamar a una de sus criaturas: “El miedo a la ciencia y el horror de la tecnología me hacen volver a la presencia de Dios”.