A través de un análisis de la evolución que han tenido las ideas marxistas a lo largo de la historia moderna que, desde la perspectiva del presente análisis, derivaron en la intolerancia woke y del ascenso de Donald Trump por segunda vez a la presidencia de los Estados Unidos, el economista Rodrigo Noir nos presenta un panorama de la crisis civilizatoria por la que atraviesa Occidente, una crisis que, dice con penetrante lucidez, tiene el mismo nivel de intoxicación que la droga que la define, el fentanilo.
Introducción
Occidente está en crisis y a estas alturas ya no se dice nada original al señalarlo. La emergencia del feo y desagradable rostro de los populismos de aquí y de allá da cuenta de un fracaso y de una crisis de confianza en el liberalismo que era su expresión secular más estilizada o acabada. Descontento e inconformidad siempre han acompañado al liberalismo aún en sus momentos de mayor gloria, pero la crisis que hoy vive no tiene parangón en su historia. Parecería como si en los últimos 175 años del occidente noratlántico, lo que fue una forma de vida (cuyas premisas liberales eran básica o implícitamente compartidas por la ciudadanía) se hubiese convertido en una ideología estructurada de cambio y progreso sin término que quedó condensada en el credo de unas élites como una especie de protocolo de admisión a un club. Ello ha tenido dos efectos: 1) el vértigo de un cambio perpetuo que produce desestabilidad y 2) su estructuración ideológica que ha invitado a una competencia de ideologías sobreestructuradas. Esto ya había comenzado a suceder a mediados del siglo XIX. El marxismo se autopromovió como una ideología más progresista que el liberalismo; mientras que el romanticismo atacó los sueños de la razón ilustrada que lo hizo posible y rechazó sus pretensiones universalistas en nombre de lo particular o local valorando la autoexpresión de esos particularismos. Hoy, la ideología woke ha fusionado esos dos elementos agregando otros: la exaltación de la víctima y la primacía de la afirmación subjetiva sobre la verdad objetiva. De una manera nihilista ha integrado el cinismo descarnado del marxismo con su visión suma-cero de la interacción social, el irracionalismo romántico y una extraña noción secular de pecado original (en este caso de la sociedad occidental blanca y heteronormativa) pero sin perdón ni redención.
El problema, sin embargo, no termina ahí. Esa emergencia de ideologías antiliberales sobre estructuradas en la izquierda ha generado una mímesis invertida o de signo opuesto, más tosca y burda, pero quizás por ello más efectiva. Como afirmara para escándalo de todos hace cuarenta años el historiador alemán Ernst Nolte, sin la irrupción del comunismo en la historia el fascismo/nazismo hubieran sido inconcebibles. Noventa años después esa dinámica parece repetirse hasta ahora en una versión soft: las guerras culturales de tono ideológico posmoderno —inicialmente detonadas desde los centros de educación de élite en el mundo angloparlante y convertidas en activismos progresistas—han obtenido como respuesta formas replicantes en la extrema derecha cuya culminación es el fenómeno Trump.
Esta dinámica ideológica no se comprende si no se toma en cuenta la estructura interna de los fenómenos ideológicos detonantes. Una función matemática puede servirnos como analogía para acercarnos a esa comprensión. En cualquier función de ese orden intervienen parámetros (constantes, exponentes, operadores) y variables (x) que como tales cambian de contenido para proyectar una forma o trayectoria específica en el plano. En la era posmoderna, quizás definida por el colapso de los experimentos intentados en nombre del marxismo clásico, las variables ideológicas ya no tienen el mismo contenido, pero mantienen, como en mi ejemplo matemático, su estructura o parámetros. Desde esta perspectiva el objeto del presente ensayo es poner énfasis en lo invariante de la estructura ideológica de la izquierda woke posmoderna e insistir que este tipo de fenómenos generan su propia réplica desestabilizadora (dinámica) semejante a lo que sucede cuando se aprende a andar en bicicleta: la caída es más el resultado de una sobre corrección en sentido contrario a la inclinación que se tenía en el otro lado de la bicicleta. Como sea, estructura y dinámica dicen mucho sobre la psique contemporánea en Occidente, sobre su malestar interminable y auto invalidante.
La herencia estructural del marxismo
En plena era digital no deja de ser interesante el apasionamiento y la adhesión que Karl Marx sigue suscitando en las redes sociales. Hay quienes lo consideran un genio al nivel de Einstein y Darwin, sobre todo equiparable a este último: un equivalente en el dominio de la historia social de lo que el científico británico era en el dominio de la historia natural. Entre quienes en las redes estudian disciplinas sociales y humanidades se asume que lo que inocultablemente salió mal de su legado se debe a lo que hicieron con él monstruos como Stalin, Mao, Ceausescu, Pol Pot o la Dinastía Kim norcoreana (quienes optan por esta argumentación nunca se preguntan qué hay en el marxismo que atrae a semejantes monstruos). Otros subrayan que la visión del cambio social de Marx y Engels simplemente no era aplicable en países subdesarrollados, cosa que Lenin ignoró fatalmente. También se encuentran quienes ya no pierden su tiempo en defender el marxismo como opción político-económica, sino solamente en términos de sus aportaciones para la comprensión y crítica de la modernidad.
Ciertamente no es éste el espacio para profundizar en una discusión académica sobre lo que sigue vigente del pensamiento marxista. Lo que, sin embargo, llama la atención es que los académicos no parecen querer abordar al marxismo como un fenómeno sociológico, sino como un fenómeno en sí mismo que explica la totalidad social y no deja margen para ser explicado a su vez. ¿No es esto lo que hace del marxismo un credo tan efectivo? ¿Cómo, a pesar del desmentido de los hechos retiene tanto prestigio? ¿De dónde proviene su poder de seducción y qué dice de nuestros procesos mentales?
Antes que por la calidad de su aproximación a la realidad, el protagonismo marxista proviene de su raíz hegeliana y su hybris filosófica: presentar una visión omnicomprensiva de la historia, la economía y la sociedad. En otras palabras, de su visión panorámica más que de su aporte al conocimiento positivo. Marx es un pensador de totalidades, un pensador, digamos, panóptico, que nos habla desde una especie de atalaya. Contra lo que suele creerse, ese pensamiento totalizador es en sus cimientos profundamente reduccionista: la historia no es más que la lucha de clases que surge de la explotación de unos grupos humanos por otros, y todo el edificio social que se ha erigido encima de ello lo oculta. Una propuesta así de radical y simple no puede ser más que explosiva una vez que se le otorgó el estatus de verdad axiomática.
El hecho de que el capítulo veinticuatro del tomo uno de El Capital sea un buen aporte a la historia económica, no pone a Marx por encima de Weber ni de Braudel; su visión del conflicto que subyace a la sociedad moderna no lo hace un observador político más agudo que Tocqueville; su análisis del capitalismo es en buena medida un proyecto fallido porque no comprende ni le interesa comprender los mercados, lo que lo hace un economista inferior a Keynes y a Hayek. Como sociólogo no aventaja ni a Durkheim ni a Simmel en su análisis de la dinámica de la modernidad y sus disyuntivas. Su preeminencia radica en que Marx razonaba como un doctrinario, lo que significa que sistemáticamente pone su visión de totalidades por encima del conocimiento en concreto. Mientras Tocqueville es un observador agudo y atento de las sociedades posrevolucionarias de Francia y Estados Unidos, Marx es 20% observación de la revolución industrial y 80% megalomanía teorética. Al mismo tiempo que blinda su visión de toda crítica a partir de la muy conveniente noción de falsa conciencia, básicamente Marx y Engels nos dicen que todo es ideología encubridora, salvo lo que ellos formulan.
Grandilocuencia, exaltación dramática del conflicto y blindaje o mecanismo descalificador de la crítica es lo que le dio al marxismo una influencia única en la política. En los países atrasados no había manera de contenerlo: fue un asalto en despoblado en términos intelectuales (pensemos en la tragedia de Camboya como caso). Por su parte, en los países desarrollados con instituciones, leyes y mucho sentido común como escuela ciudadana —además de una importante tradición intelectual traducida en competencia entre las élites ilustradas— la hybris marxista pudo acotarse para dar lugar a la socialdemocracia europea. Pero si algo ha mostrado la historia del marxismo es que aun acotado es incontenible, es una especie de alacrán mental que tarde o temprano termina dando el aguijonazo. En las sociedades que no desarrollaron ciertos anticuerpos societales su picadura ha resultado fatal.
Sea lo que sea, por primera vez en la era moderna Marx y Engels conjuntaron los ingredientes de una ideología altamente adictiva que puede resumirse así:
1) Una visión completa de la realidad reductible a principios básicos si bien ocultos a simple vista (según afirman) por el aparato ideológico hegemónico.
2) Un drama central que todo lo imanta y lo permea.
3) Énfasis en el conflicto. Segmentar de forma categórica el paisaje social, eliminar sus gradientes o continuidades para así identificar grupos en una pugna sorda e inconciliable.
4) Negar al individuo o su relevancia; afirmar que la pertenencia a un grupo social es lo que nos define de pies a cabeza. No existe una verdadera capacidad de agencia de los individuos, sólo roles y estructuras que esos mismos individuos reproducen sin comprender qué juego están jugando (el teórico por supuesto puede sustraerse a esas estructuras omnipresentes para descifrar el juego. Queda por explicar por qué puede hacerlo y comprenderlo todo, cual si habitara en un plano supra o metasocial).
5) Deplorar el pasado y el presente de la experiencia humana traducida en instituciones, convenciones y normas de convivencia; estigmatizarlos como errores conceptuales y morales en simultáneo.
6) Postular que una comprensión radical de la realidad social exige una refundación total y no menos radical de esa misma realidad.
7) Cuestionar las motivaciones de todos aquellos que no se dejen arrastrar por lo anterior.
Más allá de cómo se haya marchitado o desgastado lo que Marx y Engels originalmente articularon, los puntos que he resumido anteriormente son la estructura básica de algunos de los discursos ideológicos más agresivos que se hayan suscitado en la historia y no obstante, lo controversial, sugieren un vínculo entre el marxismo y el nazismo. No deja de inquietar en este sentido, que el último haya sustituido la lucha de clases por la lucha de razas como visión totalizante del drama histórico o que haya invertido el sentido de la crítica de la ideología hegemónica que, desde la perspectiva del nazismo, está menos diseñada para encubrir la explotación de una clase por otra que para reprimir la energía vital o incontenible de quienes verdaderamente están llamados a dominar, pero que los sujeta esa moral de esclavos que es el judeocristianismo.
Hacia la deriva woke
Es importante señalar que no necesariamente toda ideología que adopta tal estructura o parámetros de discurso como los enumerados antes y cuyas variables aceptan distintos contenidos, culmina en un fenómeno político criminal, aunque sí inevitablemente en formulaciones estridentes. En ruta hacia nuestro tiempo no pocos intelectuales formados en el marxismo a la vez que aceptaron el fracaso producido por el estalinismo, reelaboraron sus contenidos. Surgió entonces la llamada Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamin, Marcuse, et. al) que con su Critical Theory redirigieron el aparato conceptual utilizado por Marx en su crítica de la economía política hacia una crítica cultural del capitalismo, en particular de la cultura de masas. En Francia, intelectuales como Foucault, Derrida, Lyotard y Lacan ya no le apostaron a la agenda político-económica del marxismo, pero sí a su epistemología relativista-nihilista en donde la posición en el orden social y en la estructura de poder decide lo que es verdadero o no. Comienza así a interpretarse la realidad social como un discurso que hay que deconstruir para así visibilizar una serie de estructuras de poder y micropoderes en donde lo hegemónico marginaliza sistemáticamente lo que no encaja en vez de coexistir con la diversidad. Quienes formulan esto son intelectuales o más bien híper intelectuales que no distinguen entre realidad y texto y aplican a la primera las técnicas hermenéuticas de lo segundo. Como según esto el orden social es discurso, hay que enfrentarlo a múltiples discursos y disputarle todos los rincones de la vida cotidiana.
Esta última mutación posmarxista o posmoderna al pasar al otro lado del atlántico se mezcló con las posiciones radicales en torno a tópicos de raza y género, articuladas por intelectuales como Judith Butler y con el estilo puritano y predicador norteamericano, lo que dio lugar a una nueva cepa ideológica que se conoce como woke; derivación de awake (“despertar” en español). Lo woke es, por lo tanto, el despertar a una nueva comprensión de la injusticia institucionalizada en el orden social, comenzando por el lenguaje. La misión de esta nueva posición ideológica es librar toda suerte de guerras culturales contra el clasismo, la discriminación y el racismo que está enquistado en todas las prácticas sociales que lo woke identifica como hegemónicas. Desde su óptica, todo el orden social, sus prácticas e interacciones no tienen más propósito que oprimir a grupos o colectivos no hegemónicos como las minorías étnicas o la comunidad LGBTQ+++. El territorio preferido de sus batallas es el lenguaje al que acusan de estar diseñado para excluir. Lo ven no como un repositorio de experiencias generacionales o como una herramienta de propósitos múltiples para facilitar y estabilizar la interacción humana bajo principios pragmáticos y referentes comunes, sino como un mecanismo de opresión automatizado que es necesario refundar con nuevas y radicales clasificaciones. Cuestionan así la construcción binaria del lenguaje para imponerle artículos y pronombres inexistentes que den cabida a treinta y tantos géneros, cada uno con sus propias identidades y sexualidad “performativa”. No deja de ser irónico que el wokeismo denuncie la mentalidad binaria de las personas “cisgénero” (heterosexuales) para terminar postulando que toda la complejidad social se reduce a opresores y oprimidos.
El objetivo de la ideología woke ya no es, como en el marxismo clásico y sus derivaciones, el poder político-económico, sino la redefinición del lenguaje, nuestra divisa común, bajo los imperativos de una agenda que pretende politizar hasta sus últimas consecuencias la comunicación humana. Incluso los términos mujer-hombre le resultan sospechosos, de modo que contempla una nueva clasificación de personas con útero o sin él y otras en ese tenor anatómico-fisiológico. Habría qué imaginar qué tipo de poesía podría hacerse con esa neolengua woke. Pensarlo, por ridículo que sea, no es ocioso porque no hay poesía que se comprenda sin una tradición lingüística. Y es que la ideología woke es una con esteroides: su objetivo es atacar el sentido común de las sociedades, alienar a sus integrantes del mundo de la experiencia propia y ajena, imponerles una sobreinterpretación paranoica de las palabras, obligar a una práctica lingüística en la que sea muy fácil ser acusado y censurado por quienes dominan los cambiantes códigos de este nuevo giro doctrinario y su delirante sociología.
A diferencia del marxismo clásico, lo woke ya no es una ideología que promete un futuro promisorio al estilo del Manifiesto Comunista: descree de lo que llama metas narrativas de la historia y se propone desconectarnos de nuestros vínculos con el presente y el pasado, pues cada ser humano es justamente la combinación de planos temporales a través de la convivencia y del lenguaje. El wokeismo es alienación pura: un discurso obsesionado por las identidades colectivas, pero que en realidad fragmenta y pulveriza todo. Hay que destruir las identidades que hasta ahora nos han conectado por la fantasía de nuevas identidades, ¿no es eso después de todo lo que hacen los cultos religiosos más extremos?
Tristemente vivimos en una época de adicciones: a las drogas, al entretenimiento a la pornografía y a las ideologías que también pueden clasificarse en softcore y hardcore según sus decibeles o estridencia: síntomas de una sociedad sobreestimulada que ya no se satisface con lo que consumía, buscando escalar sus niveles de dopamina y adrenalina. Creer que todo puede ser reinventado, que todo es una mera elección, como en los mundos virtuales, que nada nos ha sido dado, es propio de una forma de vida que ya perdió, acaso de manera irremediable, toda conexión con las más simples realidades de la vida humana. El wokeismo —expresión última de la única cultura en la historia que aprendió a odiarse a sí misma— será un subproducto de occidente, mas nunca una semilla que dé frutos. Imposible fundar nada en semejante vértigo estéril.
Coda
El presente texto se elaboró unos días antes del segundo ascenso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica. No pudo haber un hito más ominoso para Estados Unidos, para México y para el mundo. Por más que los analistas ortodoxos exageren el contexto económico, la realidad es que la crisis que hiciera esto posible poco tiene que ver con una supuesta decadencia económica. Estados Unidos es la economía desarrollada que mejor se recuperó de la pandemia y sus corporaciones dominan más que nunca el top 100 a nivel mundial. Si por ejemplo Gran Bretaña se convirtiera en el estado 51 de la Unión, su PIB per cápita sería el más bajo de la federación, más bajo incluso que el del tradicionalmente atrasado Misisipi. Contra lo que se cree, la economía de Estados Unidos se ajustará con menos trastornos a un proceso de desglobalización que cualquiera de sus competidores (comenzando por Asia Pacífico encabezada por China) o que Alemania, y continuará a la vanguardia de la innovación y el desarrollo. El fatal ascenso de Donald Trump, su retorno al poder, le debe no poco al trasfondo de las guerras culturales basadas en las características aquí descritas detonadas por élites híper liberales sin medir, alcance, reacción o consecuencias y que terminaron afectándolo todo, incluyendo las reglas de admisión a la educación superior o a puestos en el mercado laboral (la llamada “discriminación positiva”), ello aunado a una progresiva desvalorización de lo masculino en un país que enfrenta una seria crisis de masculinidad en términos objetivos: mayor porcentaje de varones que desertan de la escuela, mayor porcentaje de desempleados, abrumadoramente mayor porcentaje de suicidios, de muertes por opioides, de vulnerabilidad frente a una muerte violenta y de situaciones INCEL (acrónimo de Involuntariamente Célibes).
El drama del que somos testigos expresa las peores pulsiones de lo peor de la sociedad norteamericana encarnada en Trump. Su camarilla supo capitalizar la creciente desorientación cultural frente a ataques ideológicos estridentes y sistemáticos. Una píldora ideológica imposible de tragar para una clara mayoría de electores que creen encontrar en el fenómeno MAGA la única manera de evitarla, porque detrás de ello lo único que hay es la ilusión de creer que sus simplicidades podrán restablecer el sentido común de la sociedad. El fenómeno Trump es equivalente a lo que otrora fue el fascismo y el nazismo, ideologías tan disruptivas y estériles como las que decían combatir. La tragedia es que ahora fue la clase política propiamente liberal de Estados Unidos la que no supo deslindarse del fenómeno woke privándose a sí misma de toda credibilidad como factor estabilizador de sus sociedades. Olvidó que no es posible cambiar todas las coordenadas de la existencia social, económica y cultural sin darle tregua a su polis, a su ciudadanía.
El liberalismo no entendió a tiempo que el vértigo de una revolución permanente en nombre del progreso o del progresismo enfrenta límites humanos psicosociales y antropológicos. Es necesario reaprender el lenguaje de cuidar, conservar y preservar no sólo la ecología natural, sino también el de las instituciones humanas para evitar que las peores expresiones políticas depreden las necesidades profundas de la psique, tanto individual como colectiva. Quizás el orden político cultural liberal, hoy herido de muerte, sea el punto más alto que le ha sido dado alcanzar a un orden social secular, un punto tan alto como el Renacimiento lo fue para el cristianismo y la Grecia clásica para el paganismo. Cada antropología cultural encuentra su límite y a nosotros nos ha tocado en suerte atestiguar por la que nos corresponde en la historia de Occidente.