Justicia postoccidental o el fin de la ética global

Tatiana Lozano

Dossier
En las contradicciones de Occidente —su pretensión de una “ética global” y su accionar bajo la lógica del “sometimiento, la exclusión y la aniquilación”— la filósofa Tatiana Lozano ve no sólo lo que ella llama la “caducidad de Occidente”, sino en sus fisuras la posibilidad de una “justicia postoccidental” integrada no por la idea de una ética universalista, que es lo mejor de Occidente, sino por redes en las que las diversas culturas humanas y no humanas interactuarían entre sí para llegar a una verdadera justicia planetaria.    

En los mejores mitos de Occidente se observan, mediante su propio reflejo, las razones de sus múltiples crisis. Mientras su mitología pregona libertad e igualdad, el imperialismo occidental somete y aniquila. A pesar de ser una constante, sólo la llamamos “crisis” cuando la hipocresía se vuelve indefendible e inocultable, cuando los rostros de sus víctimas evaporan la moral que pretende justificar el proyecto occidental. Ante la persecución de migrantes, la precarización de las mayorías y el genocidio, las instituciones occidentales han decidido perder su legitimidad en lugar de sostener sus valores. Aun así, dudo que haya un único hecho que pueda marcar el fin de ese concepto abstracto e instrumento concreto que es Occidente. Si bien las fisuras de su proyecto son cada día más visibles, a través de ellas se puede entrever una salida distinta para rescatar lo valioso de su propuesta teórica.

Entiendo Occidente como una noción que busca demarcar el espacio geográfico, ideológico y de influencia sociocultural europea. Hoy esta influencia la encabeza el eje anglo-europeo y los países del norte global. En este sentido, Occidente es un concepto frontera, es decir, un muro conceptual pero también material. Occidente como frontera se erige tanto en las mentes de quienes quieren distinguir entre los suyos y los otros como entre los territorios de Palestina e Israel (que no dejan de estar ambos en Oriente). Incluso entre México y Estados Unidos habrá quienes crean que se erige un muro entre Occidente y América Latina (considerada occidental o no-occidental según la noción que se tenga).

Occidente no es sólo una frontera, es también el ideal de derribar las fronteras (de ahí que sea tan difícil delimitar su alcance). Como un espejo frente a otro, Occidente proyecta al mismo tiempo cortes o límites y un espacio que se percibe infinito. Su tradición engendró tanto el universalismo según el cual todos los seres humanos tenemos el mismo valor moral, como las herramientas discursivas para distinguir entre los propios y los ajenos. Es tan occidental la idea de la igualdad fundamental del ser humano como la idea de que hay grupos humanos bárbaros, cuya dignidad humana se pone en duda por situarse del otro lado de la frontera occidental. Esta frontera toma muchas formas. Uno se puede quedar fuera por su religión, por su cultura, por sus actos, por el color de la piel, por la precariedad en que vive: por cualquier accidente geográfico o biográfico. Al delimitar un universo se fincan sus límites.

Las contradicciones internas del proyecto occidental son como dos espejos enfrentados que generan una proyección casi infinita de subordinación y asimilación. De un lado está el ideal y, del otro, la puesta en práctica real del proyecto. Ante esa imagen vertiginosa se requieren referencias para navegar la contradicción inicial recurrente. Considero que esa referencia se ubica en el punto de encuentro entre Occidente como concepto y práctica: en la ética, es decir, el espacio donde la teoría exige concretarse en acción. Y es en la ética donde la caducidad de Occidente se presenta como una constante que va del ideal a la realidad y de regreso.

La ética occidental se hace nombrar a sí misma como una “ética global”. Es global en tanto pretende abarcar a todos los seres humanos y porque se asume teóricamente válida en todos los contextos sociales. Lo primero refiere al intento de aplicar el universalismo cristiano por medio de un sistema de justicia global basado en los derechos humanos y sus instituciones. Con la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 se formalizó la idea de que todo humano tiene razones para exigir protecciones mínimas —de instituciones nacionales e internacionales— ante algunas de las amenazas más comunes, como el hambre y la violencia.

La ética global tiene mucho a su favor: desde la teoría se asume que la validez de un juicio moral depende, entre otras cosas, de la imparcialidad dada por la universalidad. Dudaríamos de un juicio moral que no aplicara en todos los contextos. Con la etiqueta “global” la objetividad adquiere una connotación geográfica-cultural. Desde esta perspectiva, hablar de “ética global” sería incluso redundante. Pero la ética es global en otro sentido más revelador: muchos de nuestros problemas actuales tienen causas globales, consecuencias globales y, en ocasiones, soluciones globales. Esto, como la igualdad moral universal, justifica el interés occidental de establecer (imponer) una ética global.

La ética global de cuño occidental se presenta como una herramienta para resolver las injusticias de todo el mundo, pero a menudo se concentra solamente en las que afectan a los suyos —i.e., los occidentales. Es en este punto que la teoría exige concretarse en una realidad que corre en paralelo con las atrocidades del (post)colonialismo occidental. En la práctica, los países y las empresas occidentales se sostienen sobre la precariedad y la explotación de personas tanto suyas como bárbaras. A las suyas, en el mejor de los casos, las protegen los derechos humanos: la transgresión adquiere un límite caritativo, se respeta cierta igualdad. Las bárbaras, en cambio, se consideran responsables de su propia explotación, ya sea porque eligen gobernantes corruptos o porque no son lo suficientemente inteligentes o trabajadoras.

Así, los valores occidentales abstractos topan con pared en el límite de los intereses concretos anglo-europeos. Aunque estos valores derivan de la tradición cristiana universalista, se limitan a la particularidad del progreso eurocéntrico: el desarrollo económico y la democracia liberal son el estandarte de sus procesos civilizatorios. En un intento por civilizar a los grupos de bárbaros, el lenguaje de los derechos humanos y la ética global —que invitaban a todas las personas al club de la humanidad— se vuelven a enroscar en su necesidad de fincar fronteras entre un adentro y un afuera. El instructivo del crecimiento económico, incluso cuando se presenta con los principios de la democracia liberal, implica una serie de estructuras jerárquicas que terminan imponiéndose. De ahí que, como alerta Hather Widdows, la ética global misma pueda ser señalada como una forma de neocolonialismo moral.

No sólo las prácticas occidentales van en contra de los principios de su ética; la teoría misma tiene contradicciones internas limitantes y explosivas, como las llamó Jean-Paul Sartre en su prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. Por vía del liberalismo individualista la ética global se convierte en una moralidad de los límites y las fronteras. La primera frontera está en el individuo, que es a la vez soberano e idéntico a los demás (superiores e inferiores por igual). La mentalidad occidental sigue un imperativo egoísta derivado del individualismo: “cada quien a lo suyo”, mind your own business. Para la ética global el individuo es una ficción necesaria pero problemática porque al igualar homogeniza: no captura las diferencias reales, los contextos, las relaciones constituyentes.

Incluso cuando la ética global piensa en términos de comunidades y regiones, la protección de los derechos humanos está condicionada por los límites del liberalismo. Las fronteras económicas y geográficas determinan el valor de un espacio. No se puede exigir que los países ricos inviertan demasiados recursos en fortalecer a los más pobres: it’s too demanding, dice la lengua global. Las exigencias se limitan a lo “razonable” y lo razonable es demasiado poco como para distribuir las responsabilidades necesarias para erradicar la precariedad ocasionada por la economía globalizada. De los derechos humanos se derivan exigencias claras, pero no responsabilidades concretas.

El orden occidental establece un centro alrededor del cual todo lo demás se organiza, desde ahí se decide lo que las periferias pueden razonablemente exigir. El centro decide y obtiene, mientras que las periferias tienen permiso de intentar subsistir en la medida que puedan aportar valor al centro. Luego, estas relaciones entre centros y periferias se replican en distintas escalas dadas por las estructuras jerárquicas de base. La periferia debe hacer sus peticiones en términos de los estándares morales de ese centro que dicta una ética global como requisito de pertenencia.

De acuerdo con las estructuras jerárquicas, el centro requiere que la periferia no tenga las capacidades necesarias para florecer, debe mantenerse siempre en la línea de la subsistencia. La autonomía se convierte en la mayor amenaza al orden occidental. De ahí que la institucionalización de la ética global, dice Henry Shue, se piense en términos de “ayuda” concéntrica en lugar de estrategias estructurales para evitar la precariedad en todos los nodos de la red. De nuevo se observan los espejos enfrentados: los derechos humanos generan la ilusión de un espacio universal a reflejarse en la realidad, pero se ven fragmentados y distorsionados por sus propios límites.

El ideal occidental viene, por usar palabras de Elena Garro (1963, p. 225), “de un mundo en el que todavía contaban las acciones y existía la esperanza”. Ese mundo es una ficción que la ética necesita para tener sentido y legitimidad. Sin repercusiones, es difícil encontrar razones para esperar que se haga justicia o incentivos para hacer lo correcto; sin esperanza, es aún peor. Una de las trampas más grandes de nuestros tiempos está en presentar ese mundo ideal como un pasado perdido y no como un horizonte por construir.

Quizá la caducidad de Occidente resida en que mientras crece la consciencia de que pertenecer a la humanidad conlleva estándares mínimos de dignidad, el centro se rehúsa a abandonar los instrumentos que deshumanizan a la mayor parte de las personas. Esta disonancia termina por situar las violaciones a los derechos humanos como hechos del pasado erróneamente situados en nuestro presente. Cuando nuestro universo mismo nos parece anticuado, cuando la base teórica exhibe su anacronismo, entonces la teoría misma se revela como un bien perecedero. Nos encontramos en este punto de la larga historia de Occidente y desde aquí se revelan los usos instrumentales de la moral occidental para mantener un status quo inmoral.

La caducidad de Occidente se puede ver como la imposibilidad de ingerirlo, pero también como el terreno fértil donde las esporas rearticulan nuevas formas de vida coloridas. Si el universalismo de la ética occidental es deseable en el espacio abstracto de la teoría, habría que trazar puentes hacia el mundo real. No hace falta asumir que si el mundo no fuera el conjunto de tierra, agua, raíz, sangre y carne que es, habríamos alcanzado la justicia global siguiendo ese principio. De acuerdo con Donna J. Haraway, hay que partir del planeta material que nos sostiene: esta Tierra dañada por el ecocidio y el despojo colonialista. Es necesario separar los espejos para permitirles reflejar la realidad.

El reto de la justicia postoccidental es rescatar lo valioso de la ética global sin las exclusiones del centro occidental. Para que las exigencias derivadas del principio de universalidad adquieran la validez que les corresponde primero habría que reconsiderar las razones para pensar en términos generales o universales. Según Alain Badiou, no puede hablarse de una ética global porque lo universalmente humano proviene necesariamente de verdades, contextos e ideas particulares. Entonces no tiene sentido declarar como universal lo que es deseable en todos los casos, más bien habría que identificar a qué aspiramos cuando sentenciamos el valor inalienable de todo ser humano.

La ética decolonial suele ofrecer una salida de lo universal por vía de lo pluriversal. Este principio busca pasar de asumir la universalidad cristiana (i.e., particular) como base de la igualdad a poner en práctica la búsqueda de lo auténticamente pluriversal mediante el diálogo entre culturas. Se reconoce la existencia de distintos mundos y cosmovisiones valiosas que no tienen por qué ser homogeneizadas para tomarse como igualmente valiosas. Más bien, el auténtico respeto de la igualdad está en la autonomía: las personas y los pueblos, dice Robin Dunford, “tienen derecho a habitar en sus diferentes mundos porque son iguales”. Se busca un mundo donde quepan muchos mundos, como canta el dicho zapatista.

El centro occidental, al exigir la asimilación, impide el florecimiento de los muchos mundos. En el pluriverso no hay un centro único, sino que las distintas comunidades humanas se vuelven centros en relación con otras, sus redes se distribuyen por el planeta sin referencia a un solo centro. Bajo este esquema, planteado en “What is planetary justice?”, la justicia se entiende como el respeto y la colaboración entre los nodos relacionados de la red. Al asumir la red como base en lugar del centro y sus periferias, el individuo, agrega Ángeles Eraña, deja de ser el sujeto principal de la ética y es sustituido por la relación.

Una vez que los valores se descentralizan y que el cuidado de las relaciones se vuelve primordial, lo humano aterriza en el planeta real, donde los sistemas de la Tierra se revelan también en crisis. Lejos de proteger ideales occidentales contradictorios, las prioridades se vuelven claras: la subsistencia de la humanidad y de sus muchos mundos depende de las redes de vida no humana. El universalismo —incluso en sus mejores versiones— se limita a valorar lo humano; dentro del pluriversalismo, en cambio, se observan cosmovisiones ecologistas. Es en ese punto que la justicia postoccidental se convierte en justicia planetaria.

El proyecto de la justicia planetaria, expuesto por los autores de “What is planetary justice?” se presenta como un ideal en construcción. No hay verdades cristalizadas en el pluriverso: hay una búsqueda de consensos y cooperación. Consiste en un proceso de aterrizaje en la Tierra, de atención a las necesidades concretas de los sistemas planetarios. Implica, desde luego, cambios radicales en los modos de producción, en las prácticas extractivistas y, en suma, en el ideal global del crecimiento económico. Escapa de las posibilidades de mis palabras explicar el proyecto, por ahora sólo basta con apuntar al horizonte.  

Cuando el foco se aleja del centro y su crecimiento económico, se abren posibilidades reales para la justicia. Se abre la posibilidad de un futuro esperanzador. Quizá el mayor valor de la crisis de Occidente está en la luz que entra por las fisuras de su proyecto.

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