El eterno final de Occidente

Adrián Tolentino

Dossier
El historiador Adrián Tolentino hace una minuciosa arqueología de la idea de Occidente y nos enfrenta a la paradoja de la insistencia en su final como una forma de autoafirmarse. Tal vez, plantea con ironía, Occidente dejará de existir cuando dejemos de pensar en su desenlace. Entre los ensayos de Tolentino destacan “La identidad política y los redactores de la Biblia” y “Jesús, el judío de Galilea ¿era un laico?”.

Algún día llegará la noche.

Juan Rulfo

“Talpa”

1

Occidente ha muerto. Ésa era la lamentación del italiano que estaba sentado a la cabeza de la mesa durante aquella cena.

Intentaba repetirse la lamentación una y otra vez, como para convencerse de que no había nada más que hacer. Era treintañero, pero su barba tupida y sus sollozos lo asemejaban al profeta Jeremías. Los llantos por el fin de Jerusalén eran idénticos a sus dolores por el fin de Occidente.

Al costado del italiano comía un joven jesuita austriaco. Meditabundo, no asentía ni rebatía al italiano. No sé bien qué estaría pensando sobre la fatalidad que sobrevenía a Occidente. Ni un gesto de nostalgia o de indiferencia se asomaba en su rostro. Será el aplomo del confesor.

Junto a mí, replicaba serena y hasta jovialmente una novicia de República Checa, el país más ateo del mundo. “No hay problema, no hay problema. Que se acabe Occidente”. Su desapego cultural me fascinaba. Ella no entiende, sino que vive la radical diferencia que hay entre Occidente y cristianismo. Cuando piensa en Cristo, ella no se imagina el Duomo de Milán, ni los patrocinios de los Medicis, mucho menos la Roma vaticana. ¡Qué más da el final de Occidente!, insinuaban las palabras moderadas de la monja checa.

Queriendo sobresalir en esa velada, intenté lanzar afirmaciones contrarias al del italiano. Le aseguré confiadamente que su Occidente no existe. Que es una construcción imaginaria de algunos intelectuales europeos. Que nadie sabe exactamente qué significa ser occidental. Que un gringo le daría una definición de la identidad occidental que lo sacaría de quicio. Y que, por ende, si Occidente no existe, entonces tampoco se avecina su final. ¿Para qué sufres tanto, si sólo es un fantasma de tus fantasías eruditas?

La cena era muy rara. Compartíamos la mesa distintas nacionalidades. Pero eso no era lo más extraño. Éramos cuatro personas, relativamente jóvenes, que profesaban la fe católica. Yo era el único laico. Los demás pertenecían a la vida religiosa. Habían renunciado a carreras decisivamente exitosas para vivir en comunidad y para obedecer órdenes de superiores. ¡En pleno fin de Occidente!

Cenábamos en una de las cocinas del campus jesuita de Frankfurt. Frente a nosotros, la ventana desplegaba un paisaje ridículamente relevante para la charla. Lo admirábamos desde el otro lado del Meno. A la izquierda, se levantaba la Catedral Imperial de san Bartolomé. A la derecha, estaba el Banco Central Europeo. Esa Catedral es ícono de la Cristiandad, que tanta nostalgia le inspiraba al italiano. Ahí, durante muchos siglos, se coronó al Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Es el lugar donde se manifestaba la autoridad divina que todos debían obedecer. Por otra parte, el Banco es el símbolo del capitalismo europeo. Todavía, aunque a regañadientes, sostiene una parte de la economía mundial. Los caminantes contemplan un rascacielos inmenso que los estremece, especialmente si son europeos, porque casi no hay rascacielos en Europa. En la base se erige un gigantesco monumento al Euro. Es la manifestación visible de la autoridad divina del humano capitalista. Podría decirse que, arquitectónicamente, se están encarando el pasado y el presente de Europa.

Aparte de ese paisaje, esa cena era ridículamente relevante por otros motivos. Estábamos hablando del fin de Occidente en una ciudad donde, si le creemos al italiano, estaba sucediendo eso mismo. Frankfurt es la ciudad más cosmopolita de Alemania. Las naciones de tradiciones islámicas componen una nutrida población. La aplastante mayoría de menores de edad es extranjera. Nosotros, los católicos, rápidamente en proceso de extinción, éramos los restos de un mundo que ya se despedía. Tal vez el italiano se estaba figurando que el campus jesuita de Frankfurt era como una llama desvaneciéndose cinematográficamente en un mapa dominado por forasteros.

“Claro que tú puedes creer que Occidente es una construcción intelectual porque... bueno... eres mexicano. Después de todo, no es tu cultura”, sentenció el italiano. Por un momento, casi me dejo llevar por la furia hispanófila. Estuvo a punto de arrastrarme el orgullo novohispanista. Por fortuna, esquivé la tentación de litigar como los entusiastas de las falanges y la misa en latín. Preferí darle rodeos socráticos: “¿qué es Occidente realmente? ¿Crees que aquí en Alemania hay la misma cultura que en Italia? ¿Acaso tienen idéntica cultura los tiroleses y los lombardos?” Confieso que rematé la disputa recurriendo a una tramposa ad hominem: “me contaste que eres calabrese, ¿no?, ¿Calabria no fue conquistada por España, al igual que México?”

2

No es escandaloso que tantas etnias, tradiciones y cosmovisiones proclamen “Occidente soy yo”. La categoría por sí sola desborda ambivalencias. Un occidental podría ser cualquiera. Dependerá de cómo se acomode la orientación geográfica. Algunos intelectuales rebeldes hoy invierten sus mapas para que el hemisferio sur sea el nuevo Norte. Los occidentales serían, entonces, los “orientales”, aunque el Sol siga naciendo y poniéndose de Este a Oeste.

Lo escandaloso es monopolizar la proclamación “Occidente soy yo”. La arrogancia de un punto cardinal nunca fue tan peligrosa. Y, si nos detenemos a pensarlo, es un poco cómico que el Oeste sea supremacista. ¿Qué tiene de especial?

El Norte rebosa importancia. Es la guía por excelencia. En esa dirección brillaban por la noche los septem triones, los siete bueyes que mueven el carruaje de las esferas celestiales. El Este, por obvias razones, debería tener la supremacía absoluta. Es la cuna del sol. Es donde hay que buscar el Jardín del Edén, por indicaciones del Libro del Génesis (II,8). Es el origen de los vientos que asolan, según los románticos británicos. El Sur sólo recientemente ha sido vulnerado en su dignidad. Antes, se le consideraba la Tierra del Sol. Al sur de la línea equinoccial estaba la zona tórrida, el lugar sin frío donde impera el Sol. Por eso, una etimología vulgar de África era a-phrike, “sin frío”. Esta falsa raíz etimológica reflejaba la vieja creencia medieval de que Cam, el hijo maldito de Noé, pobló África. Cham en hebreo significa “caliente”. “Cam” era una etiqueta frecuente para señalar al continente africano en la cartografía medieval. No olvidemos que lo único que se conocía de ese continente era el calientísimo desierto del Sahara.

¿Cómo se atrevería a competir el Oeste con todos esos puntos cardinales? Por ahí el sol se mete y se acabó. Sí, estoy exagerando la irrelevancia del Occidente por mera provocación. De todas maneras, estoy convencido de que los significados asociados al Oeste eran menores.

Difícilmente alguien se hubiera atrevido a juntar a todos los pueblos del Atlántico Norte y del Mediterráneo bajo una sola identidad. Desde tiempos antiguos, las capacidades de distinguirse y sobresalir de los pueblos europeos estaban bien afiladas. Cada reino marcaba su diferencia del resto con base en lo incomparablemente divino que fuera su rey. ¡Mi rey es el Rey cristianísimo! ¡El mío es el Rey Apostólico! ¿Ah, sí? ¡Pues el mío sana milagrosamente a los escrofulosos! No me digas, el mío es nada más y nada menos que el Vicario de Cristo reinante en Roma.

Las sutilezas religiosas, imperceptibles a nuestros ojos seculares, dividían a aquellos viejos europeos. El concepto de “Cristiandad” tampoco servía para cohesionar a los reinos en su credo cristiano. Christianitas tuvo una muchedumbre de significados en la Edad Media.1 Algunas veces, era otro término para hablar de la Iglesia. También se esgrimía para describir el cristianismo de una persona: “mi cristiandad es muy débil”, pudo haber murmurado un medieval piadoso. Incluso hubo quienes se dirigían a los reyes con esa palabra. En lugar de decir Su Majestad, habrían fanfarroneado con un Su Cristiandad.

Sólo uno de esos mil significados llegó a aludir al territorio de los cristianos. La aparición de enemigos políticos influyó para robustecer ese concepto. Los reyes empezaron a exhortar a defender la Respublica Christiana contra los infieles. Pero, al mencionar la Cristiandad, ninguno de los reyes estaba pensando en un territorio bien delimitado. Sus antagonismos con otros reyes se los impedía. Habría sido inimaginable que un súbdito francés cupiera en el mismo recipiente que un súbdito inglés. Seguramente, para los reyes, estaba mejor definido el territorio de los infieles que el de los cristianos. Defender la Cristiandad no significaba proteger a los europeos. Más bien, significaba atacar a los musulmanes.

Lo que llamamos “Occidente” siempre estuvo fracturado. Aunque, pensándolo bien, esto no es del todo exacto. Lo que nunca estuvo unido, lo que siempre estuvo desperdigado en cientos de piezas, no puede considerarse una fractura. A pesar de eso, en algún momento surgió la sensación de que algo se había roto. Algunos pensadores europeos sospecharán que están viviendo en un mundo invertebrado. Tal vez esta vivencia se forja con los acontecimientos de la Reforma Protestante y la Contrarreforma. Estos hechos generaron la ilusión de que antes había una unidad que se diseminó. Primero fue la fractura, después lo fracturado. De ahí nace la idea de Occidente.

Ciertamente, esto suena ilógico. Pero es sorprendente ver la recurrencia de esta tendencia hipocondríaca en la historia. En este caso, ciertos europeos angustiados se auto-diagnosticaron una fractura. Fue necesario inventar la extremidad fracturada. Después de sufrir las punzadas imaginarias, se indujo un verdadero quebrantamiento. Y, a juzgar por cómo ha caminado la historia, hasta podría aventurar algo más dramático. No sólo se sugestionó la fractura. También se encontró en solitario el remedio con cauterizaciones y amputaciones.

3

Si analizamos el concepto de Europa, quedará mejor evidenciado el momento hipocondríaco.  

Europa, la mujer fenicia raptada y violada por Zeus, rápidamente se volvió un punto geográfico en la Antigüedad. Nunca estuvo muy nítido qué lugar era. Heródoto confesó no saber exactamente dónde ubicarla. Aristóteles ponía diferencias entre Europa y el país de los “helenos”.

Estrabón y Plinio el Viejo usaron la división tripartita entre Europa, Asia y África. Esta idea era compatible con la Biblia. Las tres partes del mundo cuadraban a la perfección con los tres hijos de Noé que habitaron el mundo con sus tataranietos. Además de Cam en África, Sem se estableció en Asia y Yafet en Europa. Por la concordancia, san Agustín y san Isidoro de Sevilla rescataron las ideas de Estrabón y Plinio.2 Desde entonces, fueron los pilares de los mapas y las cosmografías medievales.

Son sugerentes las semejanzas entre nuestra idea actual de Europa y las ideas de Estrabón y Plinio, pero las apariencias engañan. Muchos historiadores que escribieron sobre el desarrollo de “la idea de Europa” han caído en la trampa. Se conformaron con leer la palabra “europa” en documentos antiguos y creyeron que hablaban del continente europeo. No se preguntaron si acaso esta palabra querría decir otra cosa.

Una investigadora austriaca, Isabella Walser-Bürgler, sin embargo, no se dejó engañar. Ella, experta en literatura latina y neo-latina, se dio cuenta de que los romanos prácticamente se olvidaron de Europa. El Imperio romano, por tanto, no se identificaba como europeo. Por Padres de la Iglesia como san Agustín, Europa recuperó importancia. Pero Walser-Bürgler demuestra que entre los teólogos siguió teniendo una obscura localización. Ella analizó varios documentos, como los que hablan del emperador Carlomagno como el Pater europae. Descubrió que esto no quería decir que el emperador del Sacro Imperio fuera el progenitor del continente europeo. Más bien, “Europa” era otra denominación para el territorio de los carolingios. Esto implicaba que no eran europeos los rivales de los carolingios: los griegos bizantinos y las poblaciones leales a Bizancio.3 Hoy muchos se vanaglorian de que Atenas fue la cuna de Europa, pero Aristóteles y los primeros medievales lo negaban explícitamente.

El concepto de Europa y el gentilicio “europeo” se generalizaron sólo a partir del siglo XIV. Dante, Petrarca y Enea Silvio Piccolomini son los primeros en hacer alusión a las poblaciones de ese continente con el gentilicio.

A mí no me sorprende la fecha. Coincide con el primer momento en que se usa la palabra “cruzada”.4 ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? La explicación es muy sencilla: para que surja una identidad con contornos distinguibles, se necesita algo con lo cual distinguirse. El concepto de “europeo” precisaba de un contraconcepto. ¿Y qué mejor que un enemigo de guerra? El concepto de “cruzada” es un síntoma de que una enemistad política se había consolidado entre los europeos.

No hay evidencias de que los guerreros que salieron de Francia a Jerusalén en 1099 se hicieran llamar “cruzados”. Probablemente ni siquiera sabían que irían a combatir a musulmanes. Acudieron al llamado del emperador bizantino de defender Bizancio, y de paso reconquistar la Tierra Santa, no a matar musulmanes. El conocimiento sobre el islam que circulaba durante esos años en los reinos medievales era prácticamente nulo.5 De esta manera, aprendemos que ni eran “cruzados”, ni iban a hacer la guerra específicamente contra los musulmanes. Tendrían que esperar casi dos siglos para que, en Cluny, los monjes de Francia iniciaran estudios sobre el Islam. Sus traducciones de fragmentos del Corán, así como los relatos de las guerras en el Medio Oriente bizantino, trajeron conocimientos de los musulmanes a esos reinos medievales. Sólo después de eso, se concibió al musulmán como un “infiel” que puede declararse como enemigo de una “guerra justa”. Por eso, afirmo que no es casualidad que se acuñara el concepto de “Cruzada” al mismo tiempo que el gentilicio “europeo”. El término de “Europa” sirvió para confrontarse con identidades tan distintas como los “infieles”.

Sin embargo, todavía faltaba un par de siglos para que el concepto de “Europa” fuera la expresión de una cultura con rasgos propios. Las cosas cambiarán en el siglo de las guerras religiosas: el siglo XVI. Ahí se escribirán tratados sobre la “historia de Europa” en referencia a este continente. Se simbolizará iconográficamente a Europa como una mujer majestuosa. Los mapas no dejan lugar a dudas de que se conocía como Europa a esa región del mundo. Aunque es notorio que nadie supiera bien dónde terminaba Europa, si en los Balcanes o en Rusia. Los recelos sobre las disonancias entre el norte y el sur, y entre el poniente y el oriente de Europa mantuvieron su virulencia hasta muy tarde (alguien podría decir que hasta hoy).

Los libros de historia más tradicionales suelen hablar del siglo XVI como la época en que se desmoronó la unidad europea. No están tan desencaminados, pero carecen de exactitud histórica. Aciertan al descubrir que algo se fracturó. Pero se equivocan cuando dicen que fue Europa. En este recorrido, se alcanza a ver que Europa nace precisamente de esta fractura.

4

El siglo XVI fue el teatro de acontecimientos que dejaron hondas heridas. Tardaron en cicatrizar porque alcanzaron auténticas dimensiones traumáticas, como lo fueron los asesinatos de algunos monarcas.

Regresemos al hecho de que buena parte de la identidad de los medievales era su condición de súbditos de los reyes. Hay que entender que ellos se sometían al soberano con sangriento orgullo. Creían que el cuerpo de Dios estaba avecindado en el cuerpo humano del monarca. Reducir este cuerpo a un cadáver debió de contemplarse como algo profundamente monstruoso. Los asesinatos de Enrique III y Enrique IV de Francia, y las ejecuciones de la Reina de los Nueve Días y de Carlos I de Inglaterra sin duda parecieron apocalípticos.

Aunque la Edad Media no estuvo desprovista de rebeliones internas, las guerras entre cristianos de un mismo reino fueron una extraña novedad. Hay que aclarar que no era un asunto meramente confesional. No es que un simpatizante de Lutero declarara “Detesto al Anticristo que está sentado en Roma” y enseguida un católico lo atravesara con su espada. En realidad, el odio y hasta la indiferencia por el Papa eran algo mucho más común de lo que imaginamos durante la Edad Media. Por eso, si un luterano despotricaba contra los pontífices, me atrevo a decir que sólo hubiera inspirado bostezos.

La realidad fue más compleja. Luchar en el bando protestante dentro de una monarquía católica, o viceversa, equivalía a desmembrar el cuerpo místico.6 La cabeza de ese cuerpo era el rey. Si el rey era protestante, entonces todo el cuerpo debía convertirse al cristianismo reformista. Si unos se resistían a convertirse, se volvían células cancerígenas. Una parte del cuerpo quedaba inhabilitada. Como suele suceder con el cáncer, hay metástasis a otros órganos, se consumen las funciones vitales y, frecuentemente, se pierde la cabeza.

No sólo lo eclesiástico, sino también lo legal y lo político entraban en crisis cuando el cuerpo místico se desmembraba. Para el sistema medieval, esto se traducía en un derrumbamiento de la totalidad de lo divino. Todo el universo, que estaba sujeto a Dios, colapsaba. No es ninguna casualidad que la única explicación válida para esos sucesos fuera la llegada del Final de los Tiempos.

Los católicos pensaron que el katékhon (o sea, la fuerza misteriosa que aplazaba indefinidamente el retorno de Jesucristo) se había terminado. Esto significaba que se desencadenaría muy pronto la batalla entre el Cristo y el Anticristo. Los protestantes, por su lado, supusieron que la restauración del cristianismo original era la derrota del Anticristo. En estos términos teológicos cobraron sentido las guerras de religión que fracturaban a esos reinos.

La versión apocalíptica de las guerras civiles dio paso a una nueva interpretación. Tras ochenta años de guerras y regicidios, surgió la sensación de una fractura más trágica. Naturalmente, muchas causas propiciaron este cambio. Sería inocente querer atribuirlo a unos cuantos factores. La historia tradicional cacarea mucho de la “Era científica” como detonante de las transformaciones. Yo sugiero leer con cuidado los libros de Étienne Gilson, Alexandre Koyré y Alexandre Kojève para superar este mito. Por inverosímil que le parezca a la mente moderna, el heliocentrismo fue menos inquietante que otras cosas.

Estoy hablando, por ejemplo, de la inmensa frustración de notar que el Final de los Tiempos no llegó como se había previsto. Tantas décadas de derramamiento de sangre, sólo para constatar que las promesas de la segunda venida del Mesías no se verificaron. Además, el asombro por el Nuevo Mundo y sus habitantes “salvajes” entrañó dudas bíblicas sobre la Creación. Lo mismo provocó descubrir que África era dos mil leguas más grande de lo que se pensaba. Adam Smith consideraba igual de importante el “descubrimiento” del Cabo de Buena Esperanza que el de América.7 No menos impactante fue el encuentro entre los portugueses y los verdaderos indios —los de la India—, así como con los chinos y los japoneses. Por último, la ansiedad de los calvinistas también jugó un papel importante. Creer que Dios destinó a la condenación eterna a una persona desde antes de que naciera era intolerable. Ése no era un Dios perfectamente bueno, sino un Sádico Cósmico, como le llamaría C. S. Lewis. Esto trajo, según Peter Byrne,8 el descrédito de la Religión Revelada. No se le suplantó por la negación de Dios y el ateísmo. En cambio, el remedio fue crear una Religión Racional, cuyo Dios fuera verdaderamente perfecto.

La Modernidad se escurre de estas grietas, y entre esas emanaciones están la idea de Europa y de Occidente.

5

Los historiadores coinciden en que la identidad de Europa realmente alcanza su culminación durante la Ilustración.

El Estado se volvió una maquinaria eficiente para domesticar la barbarie del “lobo del hombre”. El soberano tuvo que relegar la religión y las convicciones morales de los súbditos a la privacidad. Lo público excluiría toda clase de subjetividad. Debía reinar únicamente la razón. Sin embargo, esta razón estatal podía frisar e incluso atravesar excesos. Sin religión y sin moralidad, nadie podía someter al soberano a un tribunal. Según Reinhart Koselleck, la necesidad de regresar a una moralidad que estuviera por encima de cada soberano particular creó la Ley de las Naciones. Dice Koselleck: “Fue a partir de la cruel experiencia de la guerra civil sectaria que se desplegó el sistema de los Estados europeos”.9 En ese terreno común, los Estados absolutistas ejercitaron el diálogo internacional. Y, al conformarse esa moralidad internacional, la idea de una unidad europea, por imperfecta que fuera, tuvo rienda suelta.

Cualquiera sabe que esos diálogos fueron todo menos pacifistas. En el siglo XVIII, la conflictividad europea superó los límites imaginables. Tanto así que inclusive alcanzó latitudes fuera de Europa, en las colonias de ultramar. A medida que aumentaban los pleitos europeos, creció el sentimiento europeísta de narrar una identidad milenaria. No es ninguna contradicción que, mientras más fisuras se infligieran, hubiera mayor anhelo de armonía y concordia. Contra el horror a los rompimientos, el antídoto era soñar con un continente homogéneo. ¡Qué magnitud debió de tener la fractura para que los intelectuales europeos generaran una identidad con pretensiones de universalismo! El eurocentrismo y la supremacía europea son dos inflaciones muy descaradas del sueño europeísta.

Los filósofos de la Ilustración francesa dedicaron muchas palabras a ese sueño. Shane Weller lanza la sugerente observación de que pensadores como Rousseau se reflejaron en el espejo del Imperio Romano para construir su identidad europea.10 La pluralidad de etnias no era un impedimento para la unificación, pues el Imperio supo incluirlas. Así, aspirarían a un futuro donde se realizaría el proyecto de unificar a Europa.

Tampoco es casual que en ese mismo siglo se contemplara con curiosidad las identidades “exóticas” del Medio Oriente, de Asia, de América Latina y de África. Esto no era ningún espíritu de tolerancia, ni antropología, ni etnografía científica. El morbo por lo folclórico de los perfumados ilustrados era un instrumento para su beneficio. Cuando Edward Said analizó el “orientalismo” del historiador escocés H. A. R. Gibb, encontró la intención oculta de los ilustrados: “Occidente necesita del Oriente como algo que debe estudiarse porque [...] alivia la aflicción de su egocentrismo excesivamente provinciano y nacionalista”.11

Una híper-sensibilidad de esta aflicción ocurre con el Romanticismo. Los románticos sentirán con dolor las incesantes fracturas. Llorarán horrorizados por las iglesias incendiadas y las cabezas guillotinadas. Su paisaje estará conformado por ruinas de castillos y catedrales góticas. Las venerarán tanto que asumirán que provienen de tiempos remotos. Creerán que estas ruinas son los restos de los “buenos tiempos”, cuando los seres humanos eran cándidos. Fabricarán fábulas hermosas sobre la caballerosidad del pasado, la virtud de la Tradición y la solidaridad de la Europa cristiana. Ellos son los responsables de que Cristiandad y Europa fueran términos intercambiables. Hechizados por los rituales, los misterios y cualquier cosa que los apartara del presente, se embriagaron con su propia melancolía europeísta. En suma, los románticos inventaron nuestra idea de Europa. Pero hay que advertir algo en el nacimiento de nuestro concepto: Europa surge a través de los relatos sobre la muerte de Europa. Los románticos acusaron a la Ilustración y a la Revolución de haber liquidado a Europa o la Cristiandad. Europa empieza en el final de Europa.

De esta manera se preparó el camino para el advenimiento de Occidente. Me permito recapitular este proceso conceptual para apreciar mejor las consecuencias: la identidad europea germinó por la rivalidad con los “infieles” en la Edad Media tardía. Era todavía muy amorfa y francamente irreconocible. Después de los conflictos entre católicos y protestantes, la silueta de Europa cobró mayor visibilidad. Ante el dolor de los acontecimientos, se anheló una unidad. Al cabo de muchas décadas de fracturas, se inventó el mito de una Europa que había estado unida hasta que la Reforma y la Contrarreforma la rompieron. Al final de las guerras, los bordes europeos llegaron a trazarse con lujo de detalle. Así fue, a pesar de que los déspotas ilustrados declaraban más guerras que antes a otros déspotas ilustrados. Es una paradoja que Europa adquiriera una frontera cada vez más exacta a medida que se ahondaban más las fracturas entre países europeos.

6

Occidente fue el concepto que desplazó a “Europa” cuando un gigante temible comenzó a asomarse hacia el Este. El Imperio Ruso no abrigaba más extrañezas que Polonia o que los Balcanes para los otros imperios europeos. Yo aventuraría, incluso, la conjetura de que, para Francia o Alemania, Rusia era tan ajena y tan superflua como lo eran Portugal o Sicilia. No por eso dejaban de ser parte de Europa. Por otro lado, es cierto que la tradición ortodoxa de Rusia la emparentaba con el antiguo mundo griego. No olvidemos que, desde Aristóteles, había resistencias a insertar a Grecia, luego a Bizancio, en Europa.

Esta vieja disociación entre Europa y Bizancio, reforzada por la presencia de los turcos otomanos, inspiraba recelos sobre Rusia. Pero como ese reino estaba muy lejos y no intimidaba, los cartógrafos no lo marginaron del continente europeo. En el momento en que Rusia cobró vigor y sus noticias ya no podían ignorarse, se emprendieron los intentos por segregar a Rusia. En el siglo XVIII se dio mucha propaganda a la visión de que Rusia era más asiática que europea. A pesar de los intentos del zar Pedro I por adoptar costumbres de las cortes francesas, austriacas y prusas, se le tachó de un mandarín asiático. Por su parte, los pensadores rusos que buscaron una identidad nueva para Rusia comenzaron a hacer descripciones de los imperios “occidentales” de Europa. Merece la pena recuperar lo que dice Riccardo Bavaj, el historiador que trazó con mayor crítica la historia conceptual de “Occidente”:

Rusia surgió como el antónimo que dio origen a “Occidente”. En primer lugar, se convirtió en el escenario de intensos debates sobre “Occidente” y la “occidentalización”. En segundo lugar, visto a través de los ojos de observadores franceses, alemanes y británicos, se convirtió en un contraste para las nociones de “Occidente” que se articulaban en lo que llegó a conocerse como Europa occidental. Sin embargo, que los “europeos occidentales” ubicaran a Rusia en el este no se volvió común hasta las décadas de 1830 y 1840. Las conferencias sobre la filosofía de la historia de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), impartidas en la década de 1820, así como el estudio sobre relaciones internacionales de Dominique Dufour de Pradt (1759-1837) de 1822, proporcionan una indicación temprana de que los académicos franceses y alemanes comenzaban a sustituir la división norte-sur, que había dominado los mapas mentales europeos durante siglos, por una división este-oeste. Además, el periódico Der Bote aus Westen (Mensajero del Occidente), o Westbote (1831-1832), de Philipp Jakob Siebenpfeiffer (1789-1845), ofrece un ejemplo temprano de la temporalización y politización de la división este-oeste. Aunque Rusia había sido considerada durante mucho tiempo una potencia del norte, gradualmente se transformó en una del este. Aunque esta imaginación geográfica rara vez entró en las autoconcepciones rusas, que típicamente externalizaban el este como el Oriente, los “europeos occidentales” enmarcaron cada vez más a Rusia como el epítome de “Europa del Este”.12

No reflexionaré sobre lo ominoso que resulta saber hoy, en pleno 2025, que el concepto de Occidente viene de una fractura con Rusia. Esa tarea deberán asumirla los partisanos de un Occidente antirruso y los de una Rusia antioccidental. Lo que me interesa destacar en este texto es lo siguiente: cuando aparece el concepto de Occidente, muchos europeos estaban lamentándose del “final” de Europa. Esto lo hacían sobre todo los reaccionarios y los impulsores de las contrarrevoluciones. Ellos odiaban “la civilización moderna” que estaba devastando, según ellos, la milenaria “civilización cristiana”.

El concepto de Occidente es simultáneo a la narrativa del final de Occidente. Y me arriesgaré a ir más lejos: Occidente es un concepto posibilitado por las ideas, las predicciones y los temores de su final.

7

Como cualquier concepto, el de “Occidente” tardaría en estandarizarse. Sería a finales del siglo XIX cuando ya todos los pensadores estarán hablando de Occidente. Es la época cuando el proyecto de una “civilización moderna” (la occidental) empieza a fastidiar. George Bernard Shaw cuenta en una carta una anécdota elocuente de este tedio. Le escribe a Hamlin Garland que escuchó él un discurso de un político. Le dice: “supe que era estadounidense porque hablaba de la libertad, la justicia, la verdad, el derecho natural y otras extrañas supersticiones del siglo XVIII”. La opinión pública llegó al colmo del hartazgo tras revelarse los escándalos del Caso Dreyfus y de la corrupción del Canal de Panamá. Por eso, Hannah Arendt tuvo que encontrar los orígenes del totalitarismo en esa fecha. Es la misma época de Nietzsche, a quien Heidegger consideró anunciador profético del final de Occidente.13

Apenas unos años después, en 1918, Oswald Spengler usaba métodos biológicos para demostrar La decadencia de Occidente. Arnold Toynbee se inspiró en el moribundo Occidente para hacer una historia de los ciclos vitales de las civilizaciones. Max Weber resucitó la visión romántica del “desencantamiento del mundo” y la inmortalizó en “la jaula de hierro”. François Hartog nos recuerda que los apocalipsis occidentales proliferaron en la Segunda Guerra Mundial. Surgieron en forma de pesimismos como la Náusea de Sartre y La peste de Camus, o en forma de esperanza como el mesianismo de Walter Benjamin.14

¿Y qué decir del postmodernismo, cuyos campeones vieron como un triunfo la muerte de Occidente? Un par de décadas después, con la caída de la Unión Soviética y la inminencia del año dos mil, otros profetas hablaron del final de Occidente. Samuel Huntington se nutrió de las predicciones de Francis Fukuyama para decir que, en El choque de las civilizaciones, Occidente no vencería. Y no olvidemos el llamado que James Davison Hunter hizo, en 1991, a todos los occidentales a unirse en defensa de su querida “cultura” occidental en su libro Las Guerras Culturales.

De alguna manera, el final de Occidente se ha promulgado con altos niveles de certidumbre desde que nació ese concepto. En esta época el final se siente intensamente. Por doquiera hay globalizaciones, migraciones aceleradas, pluralismos vertiginosamente diferenciados, artificialidades cada vez más humanas y debilitamiento de viejas hegemonías políticas. ¿Pero realmente se siente el final? ¿O será que en “Occidente” hay una rápida propensión a calificar como un final a los acontecimientos?

Hay quien dice que vivimos en una Teología Política. En cristiano, esto significa que muchos principios del cristianismo siguen vigentes, a pesar de que la religión haya perdido terreno. Si esto fuera cierto, entonces seguiría operando la insistencia cristiana en que el final de los tiempos es inminente. La eterna repetición de que Occidente finalizará pronto parece constatarlo. Después de todo, pareciera que el concepto de “Occidente” sí refleja con cierta fidelidad aquel pasado cristiano de Europa. Y, si desde aquellos remotos tiempos, se viene repitiendo una y otra vez, que sobreviene el final, ¿es realmente el final? ¿No es esta certeza sobre el final lo que le dio vida al concepto de Occidente? Visto así, quizás deberíamos empezar a sospechar que el final de Occidente sucederá cuando se deje de pensar en el final.

Occidente se mantendrá en pie mientras tenga quien lamente su final. Tal vez debí dejar que el italiano, en aquella cena de Frankfurt, siguiera lamentándose como el profeta Jeremías.

1 Cfr. Nora Berend, “The Concept of Christendom: Christianitas as a Call to Action”, en Claus Oschema y Christoph Mauntel (eds.), Order Into Action: How Large-Scale Concepts of World Order Determine Practices in the Premodern World, Turnhout, Brepols, 2022, pp. 71-90.

2 Cfr. Shane Weller, The Idea of Europe: A Critical History, Oxford University Press, Oxford, 2021, pp. 16-20.

3 Cfr. Isabella Walser-Bürgler, Europe and Europeanness in Early Modern Latin Literature: Fuitne Europa tunc unita?, Leiden, Brill, 2021, pp. 26-30.

4 Cfr. Benjamin Weber, “El término ‘cruzada’ y sus usos en la Edad Media”, en Carlos de Ayala Martínez, Patrick Henriet, J. Santiago Palacios Ontalva (eds.), Orígenes y desarrollo de la guerra santa en la Península Ibérica: Palabras e imágenes para una legitimación (siglos X-XIV), Casa de Velázquez, 2016.

5 Cfr. Claude Cahen, Oriente y Occidente en Tiempos de las Cruzadas, tr. de Agustín Ezcurdia Híjar, Fondo de Cultura Económica, México, 2001 (1983), p. 171

6 Cfr. Ernst H. Kantorowicz, The King's Two Bodies: A Study in Mediaeval Political Theology, Princeton University Press, Princeton, 1997 (1957). Leer especialmente el apartado “Corpus reipublicae mysticum”, pp. 207-231.

7 Éstas son sus palabras en La riqueza de las naciones: “the discovery of North America and that of a passage to the East Indies by the way of the Cape of Good Hope are the two greatest and most important events ever recorded in the history of mankind” (Libro IV, Capítulo VII).

8 Cf. Peter Byrne, Natural Religion and the Nature of Religion: The Legacy of Deism, Routledge, Nueva York,  2013 (1989), p. 21.

9 Reinhart Koselleck, Critique and Crisis: Enlightenment and the Pathogenesis of Modern Society, MIT Press,Cambridge, 1988 (1959),  p. 48.

10 Cfr. Shane Weller, The Idea of Europe: A Critical History, Cambridge University Press, Nueva York, 2021, p. 58.

11 Edward Said, Orientalism, Vintage Books, Nueva York, 1979, p. 257.

12 Riccardo Bavaj, “The West: A Conceptual Exploration”, en Europäische Geschichte Online, 2011, <www.ieg-ego.eu/en/threads/crossroads/political-spaces/riccardo-bavaj-the-west-a-conceptual-exploration>.

13 Cfr. Jeff Malpas, Heidegger's Topology: Being, Place, World, MIT Press, Cambridge, 2006, p. 207.

14 Cfr. François Hartog, Chronos: L'occident aux prises avec le Temps, Editions Gallimard, París, 2020.

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