El declive de Occidente: una derrota autoinfligida que causa incertidumbre

Jacques Coste

Dossier
De cara a la profunda crisis civilizatoria que vive el mundo –desprestigio de las democracias, emergencia de los llamados populismo, pérdida de la verdad—el historiador Jacques Costes rastrea sus huellas en busca de las causas que la suscitaron y que mira como una derrota que Occidente se autoinflingió y deja una estela de incertidumbre en el porvenir del mundo. Entre sus libros destaca Derechos humanos y política en México.

Vivimos en una época de ascenso de populismos y autoritarismos —que no son lo mismo—, de desprestigio ideológico y repliegue político de las democracias liberales, de fortalecimiento de la ultraderecha, por un lado, y la cultura woke, por el otro, de lenta y gradual erosión de la hegemonía estadounidense, de creciente disfuncionalidad de las organizaciones y normas internacionales que rigieron al mundo tras la Segunda Guerra Mundial, de poca credibilidad de los partidos y líderes políticos tradicionales y de amplio malestar entre las juventudes. A esto se le ha llamado, dramáticamente, el declive de Occidente.

Vaya por delante mi argumento central, para que no queden dudas ni espacio para ambigüedad: el declive de Occidente no es tanto producto del ascenso de otras fuerzas o resultado de una derrota cultural, política, bélica o económica. Es, ante todo, la consecuencia de los males de la modernidad capitalista que el propio Occidente creó. Se trata, pues, de una decadencia autoinflingida.

Y no es que Occidente, históricamente, haya sido mejor que Oriente, que el Sur Global o que cualquiera de los opuestos con los que se le quiera comparar (recordemos que Occidente es un concepto maleable, cambiante y, hasta cierto punto, una ficción, pero ésa es harina de otro costal). La superioridad de Occidente es una de las cantaletas más odiosas de los ideólogos del liberalismo y los defensores del capitalismo.

Como el de cualquier otra región geográfica o sujeto histórico, el legado de Occidente es ambivalente. Si consideramos a Occidente como la región del mundo heredera del pensamiento grecorromano, impulsora del cristianismo, creadora de la Ilustración y promotora del capitalismo, entonces observamos saldos tan dispares como el colonialismo y la democracia liberal; la esclavitud y los derechos humanos; la bomba atómica y el Estado de bienestar; el liberalismo, el socialismo, el anarquismo, el comunismo y el fascismo; producciones culturales tan sublimes como las de Mozart, Vivaldi, Miguel Ángel, Van Gogh, Rembrandt, Víctor Hugo y los Beatles, y espectáculos tan grotescos como las torturas y las ejecuciones públicas; la invención de productos y servicios que han mejorado radicalmente la calidad de vida del ser humano y el desarrollo de un modo de producción que está llevando al colapso ecológico mundial.

Sin embargo, quienes defienden la supremacía histórica de Occidente hoy se sienten acongojados e indefensos ante su declive. Gritan con desesperación que el porvenir del mundo será inevitablemente peor si colapsa la hegemonía occidental. Sin embargo, no me queda del todo claro que Occidente, en su totalidad, esté en decadencia. Por ejemplo, el sistema capitalista sigue campante y no se ve en el horizonte ningún otro sistema de producción que venga a reemplazarlo pronto.

Lo que está en decadencia es el sistema de valores liberales y el legado de la Ilustración que han regido la vida política y la convivencia social de Occidente durante los últimos dos siglos. También está en declive la hegemonía del consenso (neo)liberal que se impuso tras el fin de la Guerra Fría: eso que, a fines de los años ochenta, Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”.

La tesis del fin de la historia de Fukuyama se ha simplificado. El politólogo estadounidense no se refería a que la historia literalmente había llegado a su fin con la caída de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo sobre el comunismo. Más bien, su argumento central era que, con la derrota del comunismo, el liberalismo ya no tenía un rival con quien competir en la arena ideológica, por lo que se convertiría en el sistema de valores dominante en el mundo. Así, los sistemas políticos, las economías y las organizaciones sociales de la mayor parte de los países responderían a cánones liberales. Del mismo modo, sin un rival competitivo en la arena ideológica, el liberalismo tendría vía libre para esparcirse en las aulas universitarias, los salones escolares, las mesas de café, los debates legislativos o los pasillos políticos de todo el mundo, hasta convertirse en el sentido común de la mayoría de las personas.  

En algunos sentidos, Fukuyama tuvo razón. El liberalismo jamás alcanzó el nivel de dominio que él y sus compinches soñaron, pero sin duda se convirtió en el sistema de valores hegemónico durante varias décadas. Pequeño problema: no se trataba del liberalismo tradicional, sino del neoliberalismo.

El neoliberalismo no es sólo un modelo económico; también es un programa político e intelectual que surgió en Europa en la década de 1930. En 1938, un grupo de intelectuales, entre los que destacaban Friedrich Von Hayek y Ludwig Von Mises, se reunieron en el Coloquio Lippmann para discutir un programa para reformar —algunos dirían, radicalizar— al liberalismo clásico, para dotarlo de un cariz más económico y para repensar el papel del Estado en una sociedad liberal.

Para los neoliberales, la función del Estado es robustecer, extender, desregular y despolitizar los mercados. El neoliberalismo se distingue del liberalismo tradicional en que el primero prioriza las libertades económicas, mientras que el segundo antepone los derechos políticos. Si para el liberalismo clásico las libertades de expresión, asociación y participación política son bienes supremos, para el neoliberalismo la propiedad privada y la libertad para hacer negocios, emprender y consumir son obsesiones.

En última instancia, como bien dice Fernando Escalante, el neoliberalismo implica la reducción de la esfera pública y la expansión de la esfera privada. En el núcleo del neoliberalismo está el enaltecimiento del mercado, el individualismo, la meritocracia y la convicción de que cada persona forja su propio destino, siempre y cuando el Estado no le estorbe.

No fue sino hasta finales de los años setenta, con la crisis del Estado de bienestar, que el neoliberalismo agarró tracción como programa político entre jefes de Estado, funcionarios de gobiernos y organismos internacionales, profesores universitarios, intelectuales, empresarios y, en general, entre los principales tomadores de decisiones del mundo. En ese entonces, su principal promotor ideológico fue Milton Friedman y sus impulsores políticos más importantes Augusto Pinochet, Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Pronto, el neoliberalismo incidió en cómo se formaron o transformaron las instituciones, los sistemas políticos y las relaciones entre el gobierno y los ciudadanos en la mayoría de países del mundo.

No estoy inventando el hilo negro al decir que el nuevo papel que le dio el neoliberalismo al Estado —el de mero protector de los mercados— es, en buena medida, el causante del declive de la democracia liberal, el orden internacional de posguerra y, en fin, el sistema de valores y normas formales e informales que rigieron a Occidente, parcialmente, desde hace dos siglos y, casi por completo, desde la segunda posguerra mundial. Muchos autores lo han argumentado desde múltiples perspectivas ideológicas: la desigualdad exacerbada, la concentración de la riqueza, la falta de una red de protección social y servicios públicos de calidad (dicho de otro modo: la ausencia de un Estado de bienestar), las exigencias cada vez más fuertes del mercado laboral, la desvalorización de la clase obrera y la terciarización de la producción, todos ellos males del neoliberalismo, han ocasionado un enorme malestar frente a las democracias occidentales y ése es uno de los motivos principales del ascenso del autoritarismo y la ultraderecha en diversos países del mundo.

Como ideología, el neoliberalismo fue, en alto grado, el responsable del desprestigio del liberalismo clásico, pues uno y otro se volvieron indistinguibles para sus opositores, pero también para la gran mayoría de sus impulsores. Como programa político, el neoliberalismo contribuyó a la erosión de las instituciones que hacían posible la democracia representativa: el número de afiliados a sindicatos, partidos políticos, asociaciones vecinales, organizaciones gremiales o urbano-populares decayó enormemente en las décadas de dominio neoliberal.

Como modelo económico, el neoliberalismo aumentó la desigualdad y contribuyó al desamparo de la clase trabajadora, que perdió las redes de protección social y la certidumbre laboral que le otorgaba el Estado de bienestar. Finalmente, como sistema de valores dominante, el neoliberalismo contribuyó a la despolitización del grueso de las sociedades, lo que dificultó la acción colectiva para resolver problemas públicos, los cuales crecieron hasta reventar en la crisis financiera de 2007-2008. Todo ello creó el caldo de cultivo para el ascenso de los autoritarismos, el anti-intelectualismo, la xenofobia, las crisis identitarias y otros tantos males de nuestra época.

Pero no es solamente a esto a lo que me refiero cuando digo que el declive de Occidente es autoinfligido. Creo, sin duda, que el neoliberalismo —como ideología, programa político y modelo económico— es la causa principal y más inmediata de la decadencia occidental, pero no la única. Hay otros tres rasgos de lo que podríamos denominar “cultura occidental” que también están contribuyendo de manera importante al lento ocaso de Occidente.

El primero de ellos es la arrogancia y el sentido de superioridad. Si los líderes de Occidente hubiesen sido más abiertos a aprender de otras culturas, de otros Estados y de otros pueblos, habrían podido recibir lecciones valiosas para solucionar problemas sociales, políticos y económicos antes de que estos les explotaran en la cara. Por ejemplo, durante los años noventa y 2000, diversos países de Asia lograron tasas de crecimiento económico y reducción de la pobreza sin precedentes gracias a un Estado de bienestar robusto, a políticas industriales fuertes y a diversas políticas públicas centradas en la justicia social, pero los líderes occidentales decidieron continuar con sus propias recetas, alegando que los métodos asiáticos no eran propicios para Occidente.

El segundo elemento que ha contribuido al declive gradual de Occidente es su fe ciega en el progreso. Es cierto que, gracias a esa fe en el progreso, Occidente gozó de una época dorada durante la segunda mitad del Siglo XX y disfrutó otras etapas de oro en momentos previos de la historia, episodios en los que la cultura y el arte occidentales alcanzaron notas sublimes, en los que la tecnología y la ciencia se desarrollaron como nunca antes, en los que la discusión pública y los debates intelectuales florecieron, y en los que el Estado funcionó como la herramienta para solucionar los problemas de las mayorías sociales.

No obstante, mientras que la fe en el progreso arrojaba estos beneficios para sectores importantes de los pueblos occidentales, las sociedades de otras regiones sufrían las consecuencias negativas de dicho progreso. Hoy, sus efectos negativos ya no están en la periferia, sino que también han alcanzado el centro de Occidente. La devastación ambiental y la precariedad laboral son ejemplos de ello. De ahí  los factores materiales y culturales que están ocasionando que la propia población occidental se desencante del estilo de vida, los valores políticos y el modelo económico que caracterizaron a Occidente en décadas recientes.

Ligado a esta fe ciega en el progreso está un tercer elemento: el sistema capitalista autodestructivo que ha promovido Occidente. La modernidad capitalista ha traído muchos bienes a la humanidad. Como historiador, no estoy para hacer juicios morales y análisis maniqueos. Tampoco soy un abogado de la premodernidad. No, nada de eso. Sin embargo, es innegable que el rumbo actual del sistema capitalista es insostenible en términos ambientales y sociales: ambientales, por el cambio climático, la deforestación, el desplazamiento forzado, la erosión de los suelos y la destrucción de los ecosistemas; sociales, porque un nivel tan grosero de concentración de la riqueza, una exigencia tan grande del mercado laboral, una incertidumbre y una precariedad tan potentes para la clase trabajadora, un costo de vida tan alto para las clases medias, una desigualdad tan severa y redes públicas de protección social tan delgadas han producido un descontento tremendo en gran parte de la población de Occidente.

Finalmente, hay un factor coyuntural que ha contribuido a esa decadencia: el genocidio en Gaza, que ha causado un enorme desprestigio tanto para Israel, el hijo predilecto —y malcriado— del mundo occidental en Medio Oriente, como para quienes sostienen que Israel es la última frontera de Occidente, la “única democracia liberal” en una región supuestamente poblada por reinos bárbaros, autoritarismos teocráticos y pueblos atrasados. El genocidio perpetrado por Israel ha puesto de manifiesto la hipocresía de los gobiernos y los ideólogos Occidente, que desde hace décadas miden con doble rasero las acciones de los pueblos y los Estados que siguen los cánones liberales y las de quienes se rigen por otros sistemas de valores.

El apoyo de unos y la complicidad callada de otros ante un genocidio ha sido la cristalización de esa hipocresía de Occidente, lo que ha causado descontento no sólo en el mundo no-occidental, sino también en buena parte de las sociedades occidentales, especialmente entre la juventud, que de por sí era un sector que se sentía cada vez menos identificado con los valores liberales y el legado de la Ilustración tanto por razones materiales (el alto costo de vida, la falta de oportunidades y la desigualdad) como por motivos emocionales (el estrés al que somos sometidos por el actual sistema de producción, la ansiedad  que causa el mercado laboral actual y la simplicidad moral y emotiva que han incentivado las redes sociales).

Así pues, el declive de Occidente es, ante todo, una implosión producida por varios elementos del modelo de vida que promueve y se ha vuelto insostenible. Lo que no me queda claro —y creo que a nadie; de ahí el sentimiento de incertidumbre, preocupación y miedo que se palpa en las calles de Nueva York, Madrid, Londres, París y Berlín— es hacia dónde vamos. Occidente está en declive, ¿y luego qué?

No sabemos si este declive se transformará en una caída definitiva o si Occidente saldrá de esta crisis reformado y fortalecido, o simplemente transformado y diferente. Tampoco sabemos qué ocurrirá si se trata de una caída definitiva: algunos aplauden el ascenso de China y ven a este país como nuevo referente, pero no parece que China tenga el interés, la voluntad y la capacidad para lograr una hegemonía cultural global como la que logró Occidente. Además, el gobierno chino estará muy ocupado atendiendo desafíos políticos y económicos internos en los próximos años y su modelo de capitalismo de Estado no necesariamente ofrece alternativas para lograr un mundo más sostenible y sociedades con mayor calidad de vida. El desarrollo galopante de la inteligencia artificial, los conflictos bélicos, las tensiones geopolíticas, la crisis ambiental y las transformaciones postpandemia del sistema capitalista suman incertidumbre al panorama.

Tanto quienes celebran como quienes lloran el declive de Occidente, y hasta quienes simplemente observan y analizan, están angustiados y ansiosos con esa incertidumbre. Nadie sabe, realmente, qué pasará. Y por eso todos nos sentimos angustiados, ansiosos, preocupados, incómodos.

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