En una revisión de la Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer de cara a los argumentos que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han presenta en La sociedad del cansancio, Alexia Bautista analiza la crisis por la que atraviesa el mundo de hoy y nos propone volver a la crítica de la Escuela de Frankfurt para intentar no sólo entenderla, sino quizá limitarla.
En un texto de 2024, la revista estadounidense The New Yorker1 calificó al filósofo surcoreano Byung-Chul Han como el favorito del internet. Y es que Han se ha convertido en una de las voces intelectuales más populares entre los jóvenes de la llamada generación Z. Sus textos cuasi aforísticos pero inteligibles, capturan con precisión la transición de una sociedad postindustrial a la era digital. En su análisis crítico, Han describe una cultura marcada por la hipertransparencia, la autoexplotación y la fragmentación de las relaciones humanas. Para Han, quienes han crecido rodeados de redes sociales habitan un espacio dominado por algoritmos que simplifican la interacción humana a datos y patrones predecibles. Este fenómeno no sólo deviene en una desconexión entre el individuo y su entorno, sino que también desafía el sentido de la identidad humana.
En la “sociedad del cansancio”, como la llama Han, los individuos están atrapados en un ciclo interminable de producción y consumo. En este contexto, la búsqueda de validación en redes sociales reemplaza las relaciones auténticas, mientras la tecnología —desde la inteligencia artificial hasta la biotecnología— invade cada esfera de la existencia. Todo aquello que alguna vez exigió algún contacto humano directo hoy puede realizarse con un dispositivo electrónico: una computadora, una tableta o un teléfono inteligente. Existimos, dice Han, como un “enjambre” digital.
Si rescato parte de las ideas de Han no es por su estatus de celebridad en el mundo de la filosofía, sino porque se inscriben en la trayectoria intelectual y cultural de Occidente. Bien puede argumentarse que el avance vertiginoso de la tecnología y otras tantas crisis presentes representan la realización —paradójica— de las promesas formuladas por los ideales de la Ilustración: la razón, la libertad y el progreso. No obstante, estos valores emblemáticos en la historia occidental conllevan también una dosis de oscuridad, destrucción e irracionalidad. Crean nuevas modalidades de dominio y exclusión, evidentes en la alienación, la polarización y las desigualdades sociales que caracterizan nuestro tiempo.
Hace poco más de un siglo, los pensadores de la Escuela de Frankfurt señalaron esta ambivalencia inherente a los ideales ilustrados. En su obra clásica Dialéctica de la Ilustración, Theodor Adorno y Max Horkheimer protagonizaron una crítica radical al pensamiento occidental, al exponer cómo la razón instrumental traicionó las aspiraciones emancipadoras de la modernidad. Este ensayo recupera parte del pensamiento de la Escuela de Frankfurt, pues sostengo que su dialéctica constituye una brújula vigente para repensar las crisis del presente.
La primera parte del texto corresponde a una descripción breve del proyecto de Frankfurt: la Teoría Crítica. En un segundo momento, me centraré en el problema de la Ilustración, punto de inflexión en el pensamiento de la escuela que constituye el núcleo de la reflexión sobre la crisis moderna. Trataré el problema desde la conocida tesis doble planteada por los autores que sugiere que “el mito es Ilustración y la Ilustración recae en mitología”. Concluyo con una reflexión que recupera los elementos de la propuesta de estos filósofos que aún son aplicables al pensamiento y las sociedades actuales.
Introducir la razón en el mundo
La fundación en 1923 del Instituto para la Investigación Social marcó el nacimiento de la Escuela de Frankfurt, un colectivo de teóricos alemanes de orientación marxista que reinterpretó el pensamiento crítico a la luz de un capitalismo cada vez más consolidado. Liderados por Max Horkheimer, los frankfurtianos emprendieron un proyecto ambicioso: la Teoría Crítica, cuyo propósito era “introducir la razón en el mundo” no sólo para comprenderlo, sino para transformarlo. Horkheimer formuló esta idea en términos de una razón reflexiva que no se conformara con perpetuar el statu quo, sino que se enfrentara a las contradicciones inherentes a la realidad histórica.
Sensibles a la historia como un relato de sufrimiento, los pensadores de Frankfurt subrayaron la necesidad de un pensamiento crítico que naciera desde las fisuras, contradicciones y tensiones de la realidad. En un contexto marcado por el ascenso del fascismo, el auge industrial y la expansión tecnológica, la Teoría Crítica intentó superar las limitaciones tanto de la sociología positivista como del marxismo ortodoxo. Reprochaban al positivismo su incapacidad para captar la historia como un proceso dinámico y contradictorio, desvinculando el conocimiento de sus implicaciones éticas y políticas. También criticaron al marxismo por convertirse en una doctrina burocrática que traicionó su potencial transformador.
El proyecto de la Teoría Crítica buscó superar la fragmentación entre filosofía y ciencia social. Su integración debía orientar la investigación hacia la transformación de la sociedad, con el objetivo de iluminar una nueva forma de vida más humana. Como afirmó Horkheimer, “el pensamiento debe convertirse en historia”, lo que implicaba una unión indisoluble entre teoría y praxis.2
La razón, según los frankfurtianos, albergaba un potencial crítico y emancipador, capaz de transformar la sociedad al articular el conocimiento con la acción. Sin embargo, este optimismo inicial se desmoronó ante una realidad histórica marcada por tres acontecimientos devastadores: el ascenso de la barbarie nazi, la perversión del socialismo en el estalinismo y el asombroso poder homogeneizador de la cultura de masas en la sociedad norteamericana. Estos hechos revelaron que la modernidad, lejos de conducir al reino de la libertad, había producido nuevas formas de dominación y alienación.
La humanidad, escribe Horkheimer, “se hunde en un nuevo género de renovada barbarie”.3 La experiencia de la guerra destrozó el sueño de la razón y del progreso. Un soldado, en su diario de guerra, describió el conflicto como una hoguera en la que no sólo ardía la materia inerte, sino también las esperanzas y pasiones humanas: “Allí ardieron las tablas de las leyes burguesas, las normas y los valores del mundo civil; se quemaron, como morralla polvorienta e inútil, las palabras altisonantes, la fe en las cosas y en las ideas de la época que nos abandonaba”.4
Lo perturbador de esta hoguera es que no fue una herida o una enfermedad de nuestra civilización, sino que constituyó su terrorífico producto. La barbarie, racionalizada y sistematizada, fue concebida y ejecutada en el momento más avanzado del desarrollo cultural y científico que la humanidad había alcanzado hasta entonces. El proyecto original de la Teoría Crítica se desmoronó ante la realidad, y, en un intento por replantear el sentido de su filosofía, los pensadores de Frankfurt formularon la Dialéctica de la Ilustración, una crítica radical a la razón occidental.
Ilustración: dominio y mitología
Cuando Kant definió la Ilustración como “la liberación del hombre de su culpable incapacidad,”5 vislumbró una era en la que la razón triunfaría sobre todas las cosas. La invitación a arrojar el “yugo de la tutela” prometía un estado de madurez en el que el ser humano, emancipado por el conocimiento, pudiera ser dueño de sí mismo. “¡Sapere aude!” —¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! —, proclamó como el lema del Iluminismo. La razón se erigía como el arma liberadora por excelencia. Sin embargo, lejos de conducir exclusivamente a la emancipación, la razón ilustrada también impulsó procesos de despersonalización, masificación y enajenación.
Las raíces de este drama, que culmina en la autodestrucción de la Ilustración, se encuentran en una paradoja fundamental que Adorno y Horkheimer formulan en su tesis: “el mito es ya Ilustración y la Ilustración recae en mitología”. Para los filósofos, la enfermedad de la razón reside en su origen mismo: el afán del hombre por dominar la naturaleza. La Ilustración nace bajo el signo del dominio, con el objetivo de “liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores.” Su programa, como lo describió Max Weber, se traduce en el proceso de desmitificación, o lo que llamó “el desencanto del mundo”.6
La Ilustración disuelve los mitos, pero al hacerlo adquiere un carácter totalitario: nada puede existir fuera de su alcance, ya que la sola idea de un afuera genera temor. En su empeño por derrocar la imaginación mediante el saber científico, el conocimiento dejó de aspirar a la verdad y se convirtió en un instrumento de poder, explotación y dominio sobre una naturaleza reducida a mero recurso. “Ciencia y poder coinciden en una misma cosa”, afirmaba Bacon. El hombre, entonces, sólo se relacionaba con las cosas en función de cómo podía manipularlas o someterlas. La naturaleza perdió su cualidad intrínseca de ser cosa “en sí” y se convirtió en cosa “para sí” al servicio de los propósitos humanos. Martin Heidegger también advirtió este fenómeno al describir la técnica moderna como un “interpelar provocante”, un continuo desafío del hombre hacia la naturaleza.7
Adorno y Horkheimer señalan que el impulso de dominio no es exclusivo de la racionalidad ilustrada, sino que además está presente en el mito. “Los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto de ésta”.8 Al buscar explicar el mundo, los mitos querían controlarlo y dominarlo. En este sentido, el poder se erige como el principio rector tanto del mito como de la Ilustración, como lo evidencia la evolución del mito a las mitologías, de la narración a la doctrina.9
La Ilustración, con su afán de desencanto del mundo, racionalizó el pensamiento mítico, despojándolo de su magia. Para la época de Adorno y Horkheimer, Europa había sucumbido a este régimen, uno que eliminó toda trascendencia y agotó el sentido de la existencia. Así, lo que inicialmente prometía emancipar al hombre de la ignorancia terminó por convertirse en un nuevo mito que lo aprisionaba.
Toda idea, toda teoría, corre el riesgo de transformarse en una creencia, es decir, en mitología. Al creerse emancipado de la naturaleza, el hombre olvidó que él mismo es parte de ella, sometiéndose así al dominio que pretendía superar. En esto radica, según Adorno y Horkheimer, la venganza de la naturaleza. La Ilustración traicionó sus propios ideales al imponer un dominio ciego sobre lo natural. Esta es la contradicción inherente que subyace al Iluminismo.
La razón, como el dios Jano, posee dos rostros. Por un lado, es emancipación y crítica; por el otro, es dominio y control. En su faceta ilustrada, la razón encarna la aspiración a la libertad, la igualdad y la transformación social. En su versión instrumental, sin embargo, se basa en la objetivación y la utilidad, y reduce tanto a la naturaleza como al ser humano a meros objetos de manipulación.
La razón instrumental evalúa todo en términos de utilidad y transforma al mundo en un mundo de medios.10 Esta lógica produce una racionalización burocrática, una industrialización masiva y una sociedad que reduce al individuo a un operador mecánico. La mediatización del mundo bajo esta lógica culmina en una catástrofe: la racionalidad instrumental, que, al convertirse en una finalidad sin fin, justifica cualquier cosa en su nombre, desde el crimen hasta el exterminio.
La dialéctica hoy
La historia pone de manifiesto la relación dialéctica entre los dos rostros de la razón. Si el siglo XX ofreció ejemplos desgarradores de esta lógica —Auschwitz, Hiroshima y los procesos estalinistas como hitos en la negación del Iluminismo—, el siglo XXI inaugura nuevas formas de colisión y contradicción. En una era marcada por el Prometeo digital y las crisis globales, las críticas de Horkheimer y Adorno adquieren una relevancia renovada, no como un rechazo al progreso, sino como una guía para comprender las tensiones que moldean el presente.
Las tecnologías digitales representan una de las contradicciones más evidentes. Bajo el discurso de la conectividad y la libertad, han surgido nuevas formas de explotación y alienación. Las dinámicas algorítmicas no sólo fragmentan las relaciones humanas, sino que también despojan al individuo de su autonomía, al reducirlo a patrones de comportamiento predecibles. Esta realidad, lejos de cumplir las promesas emancipadoras del progreso técnico, profundiza la crisis de identidad y ahonda el vacío existencial que caracteriza a las sociedades contemporáneas.
Sería simplista ignorar los logros extraordinarios que la tecnología ha facilitado. En el ámbito médico, por ejemplo, la inteligencia artificial y el análisis de datos masivos han permitido avances impensables hace apenas unas décadas. Desde algoritmos capaces de detectar enfermedades en etapas tempranas hasta terapias genéticas que buscan erradicar padecimientos hereditarios, la tecnología parece encarnar, al menos parcialmente, el ideal ilustrado de mejorar la condición humana. Pero, al redefinir nuestras posibilidades como especie, estas innovaciones introducen, también, dilemas bioéticos fundamentales sobre límites del dominio humano sobre la naturaleza y el riesgo de instrumentalizar la vida.
Además, la tecnología nos expone a nuevas desigualdades. Los avances médicos están al alcance de pocos, limitados por barreras económicas y geográficas que perpetúan la brecha entre los que tienen acceso al progreso y los que no. De la misma forma, los mismos algoritmos que revolucionan la salud pueden utilizarse con propósitos más oscuros, como la vigilancia masiva o el control de poblaciones vulnerables. El problema no radica en la tecnología en sí, sino en su integración en un sistema social y económico que prioriza la acumulación de poder y riqueza sobre el bienestar colectivo. En términos frankfurtianos, la razón instrumental no es neutral; su aplicación depende del horizonte ético que la guía.
Lo digital, sin embargo, es sólo una manifestación de una problemática más amplia. Los conflictos armados y las crisis humanitarias perennes, como las que devastan Gaza y Ucrania, evidencian el fracaso de la modernidad para cumplir sus promesas de progreso y civilización. Gaza, atrapada en un ciclo interminable de destrucción y abandono, es un recordatorio vivo de cómo el proyecto ilustrado, al incumplir sus ideales, se convierte en su propia negación. Ucrania, desgarrada por tensiones imperialistas, revive los espectros de un pasado que persiste bajo nuevas formas. En ambos casos, el telos ilustrado de la paz perpetua se revela como un horizonte incumplido, erosionado por la instrumentalización de la razón al servicio de intereses geopolíticos.
A estas contradicciones humanas se suma la tragedia climática y ambiental, quizás la más profunda de todas. La razón instrumental, que transformó la naturaleza en un depósito inagotable de recursos, explotado hasta los límites de lo insostenible. El cambio climático, la deforestación masiva y la extinción acelerada de especies son testimonios del desequilibrio generado por un paradigma técnico que ha socavado el vínculo esencial entre el ser humano y su entorno. En su afán de dominio, el ser humano ha olvidado que la naturaleza no es un territorio de conquista, sino el tejido del que depende su existencia.
Paralelamente, resuena en Occidente un vacío espiritual que amplifica estas crisis. La pérdida de confianza en las grandes narrativas universales —religiosas, científicas, políticas— ha dejado al individuo contemporáneo varado en el sinsentido. El historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari lo describe con precisión: los valores fundamentales del liberalismo, como la libertad individual y los derechos humanos, han comenzado a flaquear, incapaces de ofrecer respuestas contundentes a problemas globales como desigualdades crecientes. Las democracias liberales, antaño portadoras de esperanza, parecen haber perdido su capacidad de ofrecer un horizonte de sentido colectivo.
Frente a este panorama, vale recordar que, pese a la radicalidad de su crítica, los pensadores de Frankfurt no sucumbieron al nihilismo. En su horizonte persistía la posibilidad de una ruptura, una fisura en el continuum de la historia. Este optimismo no descansaba en una fe ingenua en la razón, sino en su capacidad para reconocerse en sus propias contradicciones y, mediante el ejercicio crítico, superarlas. “Ilustrar la Ilustración”, decían, significaba rescatar sus promesas mediante un proceso reflexivo que confrontara sus limitaciones y posibilitara una transformación emancipadora.
El propósito de Adorno y Horkheimer al examinar los procesos de racionalización modernos no era destruirlos, sino revisar sus fundamentos. “La denuncia de aquello que actualmente se llama razón constituye el servicio máximo que puede prestar la razón”,11 escribió Horkheimer. Esta denuncia es, ante todo, un ejercicio de resistencia. La dialéctica, entendida como una herramienta para desenterrar las contradicciones de la realidad, se convierte en la condición indispensable para imaginar algo distinto. En un tiempo donde las crisis se multiplican y las fisuras persisten, el legado de los pensadores de Frankfurt radica en su insistencia en la necesidad de un pensamiento crítico, capaz de realizar una lectura a contrapelo que indague, interrogue y provoque malestar.