Destino en el futuro

Federico Samaniego

Miscelánea
...no sé si ya no entiendo lo que pasa,
o si ya pasó lo que estaba yo entendiendo.


Carlos Monsiváis

Federico Samaniego, ingeniero agrónomo, sociólogo y astrólogo, mira la crisis que vivimos como consecuencia de pensar el tiempo de manera lineal. Para escapar de ella y recuperar el futuro que la crisis vela, propone volver a mirar el tiempo y la historia no como cosas superadas, sino como ciclos que retornan y permiten vernos en el espejo del pasado para evitar los extravíos. “El tiempo no vuelve –decía Mark Twain–, pero rima”. Escuchar sus rimas, dice Samaniego, es escuchar lo que vendrá y prepararnos para la cautela.  

El retorno y el progreso

Si el tiempo no es cíclico, sería lo único en nuestro universo que no lo sea. Sin embargo, y pese a que ya no lo percibimos, el tiempo sigue siendo así. Está en el retorno de la luna, del sol, de los frutos, de la manada de búfalos, de las parvadas de las palomas y del frío. De una observación correcta de los retornos dependió nuestra sobrevivencia en el pasado. En este sentido, quizá el acontecimiento civilizatorio y cultural de mayor importancia para la humanidad haya sido la identificación de los solsticios y los equinoccios que nos permitieron encontrar los puntos de referencia en el espacio, marcar las estaciones del año y, a partir de la domesticación de plantas y animales, organizar nuestra existencia en función de un futuro que volvería. A partir de entonces, orientarse en el tiempo tuvo una importancia equivalente o superior a la de orientarse en el espacio. Así, “los primeros agricultores comenzaron a preocuparse cada vez más por el futuro, no sólo porque ahora tenían más razones para ello, sino también porque podían hacer algo al respecto”.1

Para entender, por ejemplo, los esfuerzos de los primeros pobladores por construir artefactos de piedra, como el de Stonehenge en Escocia, que marcaban los equinoccios y los solsticios, las fases de la luna y los eclipses, pensemos lo que nos sucedería si repentinamente nos viéramos privados de calendarios, es decir, sin una manera de orientarnos en el tiempo. Identificar los ciclos del tiempo, es fundamental para nuestra vida. Lo era mucho más, como lo sigue siendo para los campesinos, para la civilización agrícola. Les permitía saber cuándo iniciar la siembra, cuándo regresar de la cacería o cuándo prepararse para el frío.

Aun y cuando los calendarios siguen siendo importantes en el acontecer de nuestras vidas, la civilización moderna ya no lo percibe con la misma calidad que antaño, porque a partir de la revolución industrial y de la razón ilustrada la humanidad comenzó a percibir el tiempo de manera lineal, ascendente y progresiva, una concepción que estaba en germen desde que el cristianismo planteó la idea de un final de los tiempos que está expresado tanto en los discursos escatológicos de los Evangelios como en algunos momentos de las cartas de los apóstoles y en el libro del Apocalipsis con el que concluye la Biblia cristiana. Pensar el tiempo de manera lineal implica trazar una línea con un antes y un después. Lo que en términos espaciales se traduce en un atrás y un adelante del punto en donde me encuentre. Es un término espacial que, sin embargo, le adjudicamos al tiempo y que ha generado un desprecio por el pasado que podemos constatar en frase coloquiales como fulanito de tal “vive en el pasado” o “cómo es posible que digas eso en pleno siglo XXI”. Cualquier categoría que haga referencia al pasado es vista como obsoleta y retardataria. Este cambio de percepción no sólo nos hizo perder la importancia de los ciclos, sino también la visión del futuro que se transformó en esa idea vaga y tóxica de que con el paso del tiempo progresamos.

La distinción es importante. Mientras para quien no ha perdido aún la idea cíclica del tiempo, el futuro está en el pasado que retorna siempre renovado “la vida se vive hacia delante y se comprende hacia atrás”, decía Kierkegaard, para el ser humano de la linealidad el futuro se vuelve un asunto de causa-efecto. Refiriéndose a ello, el gran historiador Reinhart Koselleck, escribió: “Quien acepte una vez la causalidad no podrá, desde luego, fundamentar todo, pero podrá aportar tantas razones como quiera para cada suceso. […] Igual que una demostración causal no puede indicar qué razón es más importante que otra, tampoco puede demostrar qué razones fueron necesarias, obligatorias o siquiera suficientes para hacer que tuviera lugar esto o aquello. La elevación de la causalidad a necesidad conduce, en último término, a afirmaciones históricamente tautológicas”.2 Así, al usar el tiempo futuro como progreso, establecemos una sólida ilusión que nos impide ver la realidad del retorno y termina, como los motores de combustión interna –un avance indiscutible diría el progreso con el aumento de la temperatura de la atmósfera y el calentamiento global.

El futuro

Visto con esos ojos, el futuro está en realidad ausente de la idea de progreso y del discurso político que lo han convertido en un campo de posibilidades finitas organizadas según su mayor o menor grado de probabilidad. Mientras el futuro sea sólo la probabilidad que ofrece un pronóstico, abona a la ilusión que termina en catástrofe. El futuro visto desde el tiempo cíclico es, en cambio, cauteloso y desde él debe mirar el pasado, como he dicho al citar a Kierkegaard, no para predecirlo, sino para saber cómo será y poder superarlo. Lo dijo también Maquiavelo: “Quien quisiera prever el futuro, debe mirar hacia el pasado, pues todas las cosas sobre la tierra han tenido siempre semejanza con ellas”.

Esta relación entre el futuro y el pasado podríamos expresarla de manera más precisa como la relación que existe entre la experiencia (de ese pasado) y la expectativa (de un determinado futuro) como sugiere Koselleck. Aunque no siempre sucede aquello que esperamos y no todo lo que sucede lo habíamos esperado, la experiencia del pasado amplía el horizonte de lo que puede esperarse (expectativa). Una vez que ha ocurrido algún acontecimiento la experiencia se enriquece y a su vez modifica aquello que vendrá ampliando el horizonte. Es imposible tener una expectativa del futuro sin la experiencia y el conocimiento del pasado que la delimita. “Las expectativas –vuelvo a Koselleck, que se basan en experiencias ya no pueden sorprender cuando suceden. Sólo puede sorprender lo que no se esperaba: entonces se presenta una nueva experiencia. La ruptura del horizonte de la expectativa funda, pues, una nueva experiencia. La ganancia de esa experiencia sobrepasa entonces la limitación del futuro posible presupuestada por la experiencia precedente”.3 “Quien crea [sin embargo] que puede deducir su expectativa totalmente a partir de su experiencia se equivoca. Si sucede algo de manera distinta a como se esperaba, queda escarmentado. Pero quien no basa su expectativa en su experiencia, también se equivoca. Lo hubiera podido saber mejor. [...] En la historia sucede siempre algo más o algo menos de lo que está contenido en los datos previos”.4 Mientras menor sea la experiencia, tanto mayor podrá ser la expectativa que puede derivarse de ella. Cuanto mayor sea el contenido de la experiencia, tanto más cuidadosa, pero a la vez más flexible será la expectativa. La ilusión del progreso está siempre pronta a llenar ese vacío que se produce entre la experiencia y la expectativa. Mantener una tensión no resuelta entre la experiencia y la expectativa, evitando llenarla con la ilusión del progreso, posibilita el acceso a soluciones nuevas y a comprensiones diferentes.

En este sentido, es posible conocer una parte del futuro. El asunto reside en ponernos de acuerdo en qué es lo que podemos conocer de él. Para ello, es indispensable deshacerse de la idea de un fin. Toda visión del tiempo lineal requiere de un comienzo, aunque no sea necesariamente mitológico, y de un final, necesariamente escatológico, es decir fuera de la historia. Con ello, no sólo me refiero a los finales de los tiempos sugeridos por las diferentes iglesias, también a los que hay en las ideologías modernas que están llenas de apocalipsis seculares. La izquierda, por ejemplo, escribió Roger Bartra, “está enamorada de la idea del mundo entero dirigiéndose hacia la catástrofe. Hace tantos decenios y decenios que la izquierda espera la catástrofe. Claro, el capitalismo es un sistema cruel, que mal funciona, explotador, que entra en crisis cíclicas y otras no tan cíclicas de todo tipo, y que ha entrado en una fase desconocida, pero pensar que llegará a la crisis final, es una idea decimonónica que es necesario abandonar”.

En la democracia (“el mejor de todos los sistemas excluyendo a todos los demás”) sucede lo mismo, pero de otra manera. Se accede al poder ofreciendo un futuro que nunca llega o llega a medias lo que hace que en algún momento, cuando la imaginación de un futuro venturoso se activa, se exija creando problemas políticos que terminan en infinitas sucesiones de catástrofes. El futuro que, en cambio, propongo conocer a partir de mirar el pasado y el tiempo cíclico, es distinto. Para comprenderlo pensemos en la historia.  

La historia

Así como la experiencia del espacio surgió de recorrerlo, es decir, de viajar a través de él, quienes trazaron los primeros mapas fueron quienes vieron el espacio, así también la experiencia del tiempo se obtiene viajando a través de la historia. Al igual que se estudia el perfil de un suelo para conocer el pasado mediante sus distintos sedimentos y perfiles, la historia hace lo propio con el devenir humano. No porque nos diga “lo que realmente sucedió”, sino porque inevitablemente muestra en el espíritu del tiempo (Zeitgeist) de una determinada época lo que de una u otra forma volverá. Es lo que Koselleck propone cuando define el tiempo histórico como un “futuro que hace diferente lo similar”. Mark Twain gustaba decir que “la historia nunca se repite, pero rima”. Un observador atento de la historia encontrará en algunas partes del pasado esas rimas que anuncian lo que vendrá, acontecimientos que separados entre sí por decenas o centenas de años regresan de otra manera. De allí la frase de algunos historiadores que suelen afirmar que “la historia algunas veces se repite”. Sin embargo, la similitud no es repetición ni la rima un regreso a lo idéntico, sino ese “futuro que hace diferente lo similar”.  En este sentido, la historia debería ser madre y maestra de la vida (mater et magistra); debería enseñarnos a no cometer los mismos errores que se cometieron en el pasado. Es famosa la sentencia de George Santayana: “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”. Sin embargo, la historia no ha sido maestra de nada. Lo que ha enseñado es que “pueblos y gobiernos no han aprendido nunca nada de la historia y nunca han actuado después de aprender lo que podían haber concluido de ella. [...] El destino de los Estados es el mismo que el de las personas particulares: sólo se vuelven inteligentes cuando la oportunidad para serlo ha desaparecido”.5 Ya Carlos Monsiváis hizo la paráfrasis mexicana del caso: “Quien no conoce la historia está condenado a enseñarla…”.

“La política es sólo historia experimental”, escribió Isaiah Berlin, insinuando que el papel de la historia no es solamente el de develar el pasado, sino el de formular con ello un futuro. El futuro del presente, aquello que los habitantes de un determinado tiempo imaginan que podría ser su futuro o desearían y esperarían que fuera, es el núcleo propulsor y verdadero de todas las historias. El presente busca en el pasado las historias que lo hagan posible, historias que puedan establecer la continuidad entre ese pasado con el presente. Howard Zinn creía, en este sentido, que la historia tenía que ser un trabajo creativo cuyo centro debiera ser la anticipación del futuro. “Si la historia tiene que ser creativa –para así anticipar un posible futuro sin negar el pasado debería, creo yo, centrarse en las nuevas posibilidades basándose en el descubrimiento de esos episodios olvidados del pasado en los que, aunque sólo sea en breves pinceladas, la gente mostró una capacidad para la resistencia, para la unidad y, ocasionalmente, para la victoria”.6 Consecuente con sus posiciones políticas hasta su muerte, Zinn entendió claramente que la historia es el cemento con el que se pega el futuro al presente. Es en ese mismo sentido que habría que entender la expresión de Benedetto Croce: “Toda historia es historia contemporánea”.

El Sujeto

Los retornos de tiempo no actúan, por lo tanto, en el vacío, sino sobre la sociedad, se manifiestan en un determinado espacio de esa sociedad, con una temática particular y durante un tiempo determinado.

El error de muchos historiadores y analistas políticos es que al mirar la historia como una sucesión de causa-efecto y no como un retorno del pasado, los lleva a veces a advertir sobre los peligros que implica el curso de algunos acontecimientos y a sugerir pautas de acción, lo que no impide que a primavera regrese. Explicar el pasado, el presente y futuro como una línea de causa-efecto es inverosímil cuando se mira el tiempo como lo que siempre ha sido, un constante retorno, pero libera de la responsabilidad intelectual de comprender el fenómeno que se observa. Una forma comprometida de hacerlo es, como he dicho, comprendiéndolo en su realidad cíclica. Octavio Paz lo expresó así: “Aquello que pasó efectivamente pasó, pero hay algo que no pasa, algo que pasa sin pasar del todo, perpetuo presente en rotación”. Aunque no sea siempre claro, algo está retornando.

Hay algo siempre en nuestras sociedades que da cohesión, sentido, pertenencia, que invocamos de varias formas, pero que no podemos medir, ni pesar con claridad. Es algo que da unidad social y mantiene la diferencia frente a otras unidades sociales algo que unifica a los grupos humanos, a sus sociedades y a la vez los diferencia. Hasta que Hegel lo definió como “el espíritu del pueblo”, se le llamó “alma”. En la actualidad encontramos múltiples expresiones para designarlo: “yo social”, “idiosincrasia”, “conciencia colectiva”, “matria”, “ideología”, “señalización invisible”, “imaginario colectivo”, “inconsciente colectivo”, “noosfera”, “imaginario nacional”, “valores compartidos”, “mapa mental”, “intangibles colectivos”, “conciencia histórica”, “mentalidad”, “psiquis social”, “exocerebro”; todas estas expresiones codifican la experiencia colectiva de algo que no puede bien a bien demostrarse sin una buena dosis de tautología, pero cuya existencia es indiscutible y todos usamos cuando se trata de describir fenómenos sociales. El poeta Gurría Urgel lo expresó así: “Hombre es Patria que pasa / y Patria es hombre inmortal”. Es sobre esta unidad colectiva, viva, que los retornos del tiempo se nos muestran. Y así como el ciclo de la primavera anima el surgimiento general de la vida en una determinada época del año y sus efectos son extraordinarios, otros ciclos enervan nuestra existencia social, la modifican, la energizan, la sacuden. Estos ciclos son el origen de toda nuestra existencia social, política, económica y cultural. Comprenderlos significaría poder construir un destino en el futuro.

Suscríbete a nuestro newsletter y blog

Si quieres recibir artículos en tu mail, enterarte de nuestros próximos lanzamientos y apoyar nuestra iniciativa, suscríbete a nuestro boletín mensual para que lo recibas en tu correo.
¡Gracias por suscribirte!
Oops! Hubo un error en tu suscripción.