El presente texto es una penetrante reflexión sobre los vínculos profundos que hay en el misterio de la eucaristía con la producción del pan y el vino que la hace posible. En él, el filósofo francés Benoît Sibille se pregunta si es posible todavía esa comunión con un trigo y una uva que el capitalismo vació de sus más prístinas sustancias convirtiéndolos en mercancías saturadas de químicos y producidas por campesinos explotados; se pregunta si ese pan y ese vino de muerte pueden seguir siendo verdadero alimento y verdadera vida eucarística.
Este texto es un extracto del libro de Benoît Sibille, "Défense du pain et du vin", Ad Solem Éditions, 2025 y es publicado con permiso de la editorial. Puede encontrarse aquí: https://www.editionsadsolem.fr/product/132168/defense-du-pain-et-du-vin/ La traducción al español fue realizada por Diego I. Rosales.
Responder por el cuerpo y la sangre del Señor
“Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor. 11, 27). Comulgamos con un pan hecho de un trigo inoculado con fertilizantes y pesticidas sintéticos, cultivado en una tierra muerta, en inmensos monocultivos donde los pájaros ya no se aventuran. Comulgamos con un vino producido a partir de una uva saturada de insumos químicos, a menudo cultivada por una mano de obra extranjera explotada. Celebramos la eucaristía con este pan y con este vino, proclamamos que son el verdadero alimento y la verdadera bebida (Jn. 6, 55), y sin embargo son un pan y un vino de muerte. Evidentemente, podemos eludir el problema diciendo que lo que cuenta es que ellos se convierten verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Cristo y que su apariencia de pan y de vino importa poco. Un determinado énfasis en la presencia real viene así a provocar una ausencia real de las especies eucarísticas. Celebramos así la eucaristía como si esta presencia de Dios no tuviera nada que ver con el trigo triturado, molido, amasado y cocido, con las uvas bañadas por el sol, vendimiadas, prensadas y fermentadas; como si el hecho de que la eucaristía sea verdaderamente la ofrenda del cuerpo y la sangre de Jesús implicara que no sea verdaderamente el compartir un pan y un vino; o cuando menos como si esto fuera secundario y no fuera más que el medio de una presencia, un medio sin relación con esta misma presencia, un simple instrumento de la presencia divina. La devoción espiritual implicaría entonces, no poner nuestra atención sobre este pan y este vino, y elevar nuestra mirada únicamente hacia lo que se hace “realmente presente” en la eucaristía: el cuerpo y la sangre de Cristo.
Trataremos aquí de defender la tesis inversa y de afirmar que la realidad eucarística implica, por el contrario, mantener la mirada fija en este pan y en este vino, en la tierra, en los campos de trigo, en los gestos del campesino, del molinero y del panadero, de no apartar la mirada sobre las vides, la cosecha, la prensa, las manos de los viticultores, etc. Queremos argumentar, entonces, a favor de la idea según la cual interesarse fenomenológicamente por el pan y el vino no es confesar menos, sino confesar una mayor fe en la presencia eucarística del mesías.
Teología sacramental y paradigma técnico
Si estas afirmaciones tan simples son difíciles de entender, se debe significativamente al paradigma técnico que configura nuestra aprehensión del mundo. Lo propio del pensamiento técnico es, efectivamente, considerar los útiles como medios neutros y hacernos vivir en la ilusión de que nuestros fines son independientes. En un esquema así, una letra manuscrita no difiere fundamentalmente del correo electrónico ni la tracción animal del tractor conducido por un satélite. Ese pensamiento, concentrado en el resultado –aquí un campo labrado, allá un mensaje transmitido–, es incapaz de pensar el mundo que se abre en los gestos mismos.
No interesarse en la eucaristía más que en la sola “presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo”, consiste así en una aproximación técnica al sacramento. Desde el punto de vista técnico, habría que decir que igual que la máquina de hot-dogs produce hot-dogs, la transubstanciación produce para nosotros la presencia divina. Salir de ese paradigma, sin embargo, no es un asunto evidente, no solamente porque nuestra época está fuertemente determinada por la técnica, sino también porque nuestra teología está históricamente ligada a la llegada de ese paradigma. Lamentablemente no tenemos tiempo de hacerlo aquí, pero habría que mostrar, a partir de las intuiciones de Iván Illich y de Giorgio Agamben, cómo nuestra teología sacramental ha sido transformada por la introducción, en el siglo XII, del concepto latino de instrumentum para pensar las herramientas. A falta de poder desarrollar este punto, expongamos solamente las conclusiones: ocho siglos de historia conjunta de la técnica y de los sacramentos condujeron a una paradoja. Motivada por la intención de dar cuenta de la acción transformadora de Dios en el mundo, la comprensión “técnica” o “instrumental” de los sacramentos condujo finalmente a una desrealización del mundo: la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo se tornó en ausencia real del pan y del vino, es decir, del mundo.
Mesianismo y tecnocrítica
Con todo, la teología cristiana tiene un recurso poderoso para salir de este paradigma. El mesianismo bíblico busca, de hecho, deshacerse de la idea de una separación entre medios y fines. El elemento propio de la vida mesiánica consiste, en efecto, en la condensación de toda la historia en cada instante. Para quien cree que el tiempo está consumado y que existimos en el tiempo del Mesías –“el tiempo de ahora” (Rm 11, 5) según la fórmula de Pablo–, no se trata nunca de preparar el futuro, sino de aprovechar el ahora como puerta estrecha por la que puede advenir el Reino. Como no sabemos ni el día ni la hora, como hay que velar y estar listos, no hay proyecto alguno que valga. Es aquí y ahora que tenemos que vivir según el Reino. Nuestros actos, entonces, no encuentran su justificación en un potencial resultado por venir, ellos no son los medios –aunque sean muy eficaces– de esperar tal o cual final. Nuestros actos deben reintegrar el fin a los medios, deben ser ellos mismos fines y contener en ellos mismos la plenitud de su sentido. Considerarse bajo la mirada del juicio divino significa someter nuestros actos a esta ley: que ellos sean, cada uno, en sí mismos, aquí y ahora, los gestos del Reino. Así, el mesianismo es una forma de antídoto contra la civilización técnica.
El mundo técnico nos hace ausentes en el presente, ausentes ante lo que se juega aquí y ahora. El presente, reducido a su valor instrumental, se pierde en sí mismo. No es ya más que el medio supuestamente eficaz de un resultado por venir. A la inversa, la vida cristiana, es decir mesiánica, debe entenderse como vida bajo el juicio de Dios, como una vida que asume aquí y ahora la responsabilidad de su sentido último; ella debe entenderse como presencia plena y entera en el presente.
El sacramento como gesto del Reino
Si la vocación mesiánica implica, como aquí lo defendemos, una temporalidad que hace estallar la disyunción de fines y medios, ella es entonces, también, una poderosa palanca tecno-crítica que permite comprender los sacramentos de otro modo que bajo una modalidad instrumental.
Proponemos recibir los sacramentos no como medios que vayan a producir eficazmente, aunque fuera de sí mismos, un resultado, sino como gestos que instauran, aquí y ahora, el Reino y que dan así una forma nueva al mundo y a nuestras vidas.
Pensados así, hay que decir que el sacramento no produce nada, no es el medio de ninguna finalidad. Como la danza, es un movimiento libre, un gesto; como la danza, no realiza nada que pueda aprovecharse y capitalizarse; como la danza no hace falta más que abrir el tiempo y en espacio de una cierta manera y así constituir un mundo. El sacramento es un gesto; ni medio ni fin, toma el mundo por su centro –por su mediaticidad– para darle sentido. Al modelo técnico de la actividad que produce un efecto fuera de ella misma y que permanece después de ella, debemos oponer el del gesto que contiene en sí mismo su sentido.
A primera vista, la producción técnica parece, ciertamente, más eficaz para transformar el mundo que la simple gestualidad. Es comprensible que el modelo técnico haya fascinado a los teólogos medievales. La técnica deja sus huellas por todos lados y satura el espacio de artefactos. Pero en esa saturación en realidad vacía nuestras existencias de toda forma. Que el sentido del acto productivo esté todo entero en su resultado significa también que este acto está, en sí mismo, vacío de sentido. Paradójicamente, entre más habitamos el mundo amueblándolo de artefactos –y entre más producimos–, más deviene extraño para nosotros y se constituye en un reino anónimo y abstracto. Al contrario del acto técnico, el gesto en sí mismo, a pesar de su precariedad –o quizás, al contrario, gracias a ella–, abre la posibilidad a una habitación del mundo, abre cualitativamente el tiempo y el espacio y le da una forma al mundo. Ciertamente, esto se agota en él –el mundo de la danza se desvanece con los gestos del danzante o de la bailarina–, pero todo en él es significativo. En el gesto, nuestros movimientos ya no son los mecanismos anónimos y vacíos de sentido de un mundo por construir; ellos son el mundo mismo. La fragilidad de nuestros gestos es su fuerza; su impotencia suprema asegura su presencia. Si hablar de “presencia real” tiene sentido, es probablemente menos para jerarquizar diferentes tipos de presencia divina que para responder a la “ausencia real” en la que mantenemos la relación técnica con el mundo.
Con todo, la imagen de la danza es engañosa. Mientras que nos deja captar el sentido de la gestualidad, también sugiere que esa manera de abrir el mundo no puede tener lugar más que fuera de las necesidades productivas de nuestra vida. El riesgo será aquí imaginar la instauración del Reino como el lado estético de la trivialidad material de nuestras vidas. Además, aunque hay indudablemente algo de danza en la liturgia, hay que dar cuenta del hecho de que la eucaristía es una cena, es decir, una cosa trivial. Este punto es decisivo. Que la danza abra el espacio y el tiempo de manera nueva es comprensible; pero eso no es otra cosa que un paréntesis. Compartir el pan y el vino en sí mismo, implica lo cotidiano de nuestras existencias. En los gestos de la eucaristía está presente toda la trivialidad de las actividades de subsistencia. No se trata de interrumpir el mundo por un momento de respiro, un intermedio, una danza. Se trata de interrumpir este mundo por un mundo nuevo. Hace falta entonces preguntar cómo la eucaristía abre el espacio y el tiempo de manera nueva e instaura otro reino.
Sacramento del mundo, sacramento del reino
Comprender así la eucaristía como “gesto” y no como “reino” implica hacerse sensible a aquello que comparece al compartir el pan y el vino. En nuestra opinión, de aquí se desprende un principio: hablar de pan y de vino es la única manera justa de hablar de cuerpo y de sangre del Señor.
En la ofrenda y el compartir eucarísticos del pan y el vino, el mundo entero se manifiesta. Están ahí, por supuesto, los gestos de hornear y de moler; los gestos de sembrar: hombres y mujeres reunidos para la cosecha; los gestos de los viticultores campesinos y los gestos de los recolectores de uva. Pero también está la vida del trigo y del vino; están plantas que han coevolucionado lentamente con la humanidad hasta volverse su compañía. Están estas frágiles alianzas del trigo y la vida del suelo, el intercambio de glucosa por minerales a través del micelio, el ritmo y la alternancia de las culturas, el shabbat de la tierra que le permite, cada cierto tiempo, ofrecernos trigo nuevo. Están los polinizadores que fecundan la viña en flor, el sol que impregna la uva de azúcar, la invisible vida de las bacterias que asegura la fermentación de la uva y nos ofrece el vino. Hay así los vientres saciados por el pan y los corazones reafirmados por el vino. Está el comienzo y el cumplimiento de la economía: la reunión de los seres humanos en el camino de la satisfacción de sus necesidades. Para que un pan pueda compartirse en la mesa y el vino correr por las copas, ha hecho falta una alianza. Han hecho falta vidas humanas y no humanas entrelazadas; ha hecho falta un mundo. Estos gestos son los más triviales, son los gestos mismos de la humanidad; son gestos para los que un mundo, sea cual sea, es imprescindible.
En un sentido, el pan y el vino son antes de su asunción eucarística el sacramento del mundo. El pan sobre la mesa, el vino que corre en la copa de los invitados: he ahí el mundo. Si el mundo se dice en las cosas simples e incluso se entrega a ellas, es porque al compartirlas ellas son la celebración de una multiplicidad de gestos y de alianzas. El cuerpo y la sangre del Mesías ofrecidos en el compartir eucarístico deben comprenderse a partir de esta sacramentalidad primera del pan y del vino. Es precisamente porque siempre significan ya el mundo, que el pan y el vino eucarísticos significan también la vida donada del Mesías.
Bien pensado, es una cosa extraña: ¿quién pensaría en instaurar un rito tan banal para fundar una religión? ¿Quién daría como mandamiento comer y beber? Jamás los hombres y las mujeres han necesitado que se les diga que hagan tal cosa, lo que podría parecer particularmente pobre. Una religión, ¿no habría de exigir algo más sofisticado? Y sin embargo, como lo indica toda la tradición bíblica, el Reino no es otra cosa que una cena. La profundidad de ese sacramento no se da en una realidad misteriosa que él produce más allá de sí mismo, sino en la profundidad de sus signos, que son el pan y el vino eucarísticos. Con el pan y el vino el comienzo del mundo está en cuestión. Toda teología eucarística que no es una teología del pan y del vino, equivoca su objeto.
Precisamente porque el pan y el vino son los sacramentos del mundo –en ellos el mundo mismo es el que se hace presente– pueden volverse sacramentos del Reino. Porque el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre del Mesías, el mundo entero se vuelve presencia de Dios. Es por el pan y el vino eucarísticos, que el trigo y la vid, la cosecha y la vendimia, los gestos campesinos, la panificación, la vinificación, etcétera, son eucaristizados. Pensar el compartir eucarístico como gesto es sensibilizarse en la dimensión ecológica, económica y política de ese sacramento.
El capitalismo como estructura de ocultación del mundo
¿Sigue siendo posible, sin embargo, semejante fenomenalización del mundo y, por lo tanto, del Reino, en el compartir y ofrecer el pan y el vino? Aun cuando nos esforzáramos en pensar nuestros sacramentos como gesto más que como técnica, aun cuando nos dispusiéramos a escuchar este pan y este vino, ¿tendrían todavía alguna cosa qué decirnos? Como la tierra entera, parece que en nuestro tiempo el pan y el vino han enmudecido. Si, efectivamente, para todas las civilizaciones antiguas el pan y el vino convocaban manifiestamente un mundo de relaciones humanas y no humanas, para nosotros ya no son más que mercancías. Este hecho, ligado al advenimiento del capitalismo, tiene implicaciones fenomenológicas esenciales.
Como lo ha analizado con justicia Marx, con el desarrollo del reino del capital ha cambiado radicalmente lo que quiere decir “mundo”. Así como los economistas clásicos no veían en el advenimiento del modo de producción capitalista más que una necesidad racional que permitía aumentar la productividad, Marx comprendió que una transformación en la manera de producir era necesariamente también una transformación del sentido del mundo. Retomemos el famoso ejemplo de la fabricación de alfileres, reportado por Adam Smith. Los aumentos en la productividad ligados a la división de la fabricación de alfileres en dieciocho operaciones distintas impresionaron a los economistas. Desde su punto de vista, se trataba de un cambio cuantitativo: un aumento en la eficacia. Marx, sin embargo, vio en ello un destino nuevo para los trabajadores: la amenaza de no tener ya un lugar en el mundo a causa de su actividad. Ahí donde la actividad humana debería ser la ocasión de engendrar el mundo como “totalidad de la expresión vital”, es decir, de tomar parte en él por nuestra labor, de expresarnos en él y así ser reconocidos por los otros en el fruto de nuestro trabajo, el mundo recibe ahora la forma anónima de un “mundo de mercancías” (Waaerenwelt). Los productos del trabajo ya no son la expresión de un saber-hacer, de una comunidad de labor y de una relación metabólica con el resto de la naturaleza; no son más que mercancías. Este hecho no concierne solamente al obrero en la cadena de producción, sino que es la condición universal de los salarios. Aunque sea valorado socialmente y bien pagado, el asalariado es un ejecutante que intercambia su fuerza de trabajo por dinero. Trabajar no tiene ya el sentido de un engendramiento del mundo; el mundo no es ya lo que nace de la labor compartida entre los humanos y no humanos; trabajar significa ganar dinero y el mundo una “colección gigantesca de mercancías” que podemos –o no podemos– comprar. Así lo señala Marx, el “sentido del tener” sustituye todos nuestros sentidos físicos y espirituales: ya nada existe para nosotros de otro modo más que si lo poseemos. Marx llama alienación a esta transformación y la describe como el hecho de engendrar el mundo como una totalidad extraña que se nos enfrenta. Es el mundo mismo el que nos es alienado. En los gestos de la humanidad moderna, se nos roba la posibilidad misma de un mundo que sea “expresión vital”; tomamos parte en él bajo el modo de la “pérdida de expresión”. En estos gestos nace y se mantiene nuestro acosmismo. La barra de pan y la botella de vino compradas en el supermercado son realidades mudas que han perdido toda expresividad.
En un mundo así, privado de todo significado, no debe sorprendernos que el sacramento del pan y del vino también lo haya perdido. Nuestros sacramentos están, como nuestro mundo, privados de expresión. Como el pan y el vino proporcionados por la agroindustria, nuestro pan y nuestro vino eucarísticos son incapaces de hacer aparecer el trigo, las viñas, la vida de la tierra, el encuentro de los hombres y las mujeres para la molienda y la vendimia, los gestos y el sabor campesinos. Con un pan y un vino que se volvieron impotentes para ser sacramentos del mundo, la posibilidad misma de un sacramento del Reino se dañó. Recibimos el pan y el vino eucarísticos como el pan y el vino del supermercado, como consumidores individuales. El “sentido del tener” ha alienado incluso nuestra sensibilidad litúrgica.
¿Cómo podría la eucaristía hacer presente para nosotros la recapitulación de las cosas –trigo, viñedos, micro-organismos que generan la vida del suelo, seres humanos, economía, etc.– en el Mesías si nuestro pan y nuestro vino han perdido su capacidad de expresar el infinito de estas vidas entrelazadas? No se trata aquí de invitar a cada individuo a esforzarse en meditar delante del trigo y el vino al recibir la hostia consagrada; ningún acto intelectual puede compensar esta pérdida del mundo. No haremos presente el trigo y el vino pensando más en ellos. Si el mundo ya no comparece en el pan y en el vino, no es porque estemos ciegos a él sino porque hemos realmente producido un pan y un vino sin mundo, acósmicos.
Aquellas y aquellos que se han unido a una AMAP para alimentarse saben que el alimento es de otro modo rico en mundo cuando conocemos los rostros de los campesinos y campesinas que nos alimentan; cuando hemos ayudado al hortelano a desyerbar, los alimentos de nuestro plato traen consigo un mundo. Que los alimentos puedan fenomenalizar el mundo depende entonces muy concretamente de los modos de producción, de distribución y de consumo. El pan y el vino compartidos no hacen el mundo presente sino bajo la condición de una agricultura campesina. La agroindustria y el supermercado no nos ofrecen más que mercancías de consumo; no saben ofrecernos la sacramentalidad de la mesa. La economía capitalista debe entenderse, desde el punto de vista fenomenológico, como una estructura de ocultación. No solamente la agroindustria que organiza el capitalismo agota la tierra y a los seres humanos, sino que los borra. Los alimentos que nos vende bajo el brillo de sus empaques ocultan el mundo de donde provienen. Como estructura de ocultación del mundo el capitalismo es una máquina de desencarnación. Errante en los estantes del supermercado somos una humanidad fantasma y sin mundo que se atiborra de comida abstracta. Contrariamente a un lugar común, nuestra época no es materialista sino espiritualista. Vivimos sin mundo, en la abstracción de las mercancías.
Nuestro pan y nuestro vino nos condenan
Compartir el pan y el vino debe ser para la primera comunidad el gesto que encarne la puerta cósmica, social, económica y política de la salvación. Al bendecir el pan y el vino la noche de la cena, Jesús bendijo los alimentos que, para todos los discípulos presentes, traían manifiestamente consigo las múltiples interacciones necesarias para la subsistencia del cuerpo. Cuando partían el pan en memoria del Señor, las primeras comunidades no podían dudar que ellas llevaban en su oración el conjunto de relaciones necesarias para que un pan se ofreciera en la mesa. Su pan era pan, su vino era vino. Por ello, significaban el mundo; por ello, ofrecidos en memoria del Señor, se volvían su cuerpo y su sangre, realizaban el Reino.
No podemos decir lo mismo. Nuestro pan ya no es pan y nuestro vino ya no es vino. Son mercancías que nosotros transubstanciamos. No solamente nuestras hostias no se parecen en nada al pan, sino que, enviadas mediante un catálogo en línea de productos litúrgicos, no tienen mundo. Compramos nuestras hostias en Polonia y nuestro vino de mesa en España para comprarlos más baratos. No nos preocupamos ni de quienes los han producido ni de la tierra o el trigo o la viña que los produjo. No nos preguntamos nunca sobre el modo de producción de ese pan y de ese vino por el que algunos se enriquecen en detrimento de los agricultores y las agricultoras. No nos inclinamos nunca sobre el destino de la mano de obra inmigrante explotada en los viñedos de España. No pensamos nunca en el silencio de los grandes cultivos de cereales en donde, al haberse arrancados los setos y haberse saturado los suelos de productos fitosanitarios, la vida se extinguió hace mucho. De cara a la máquina de ocultar el mundo que es el capitalismo, habría que devolver las mercancías hasta el mundo que ellas presuponen. Habría que ver en nuestro vino a los migrantes explotados bajo un sol que cae a plomo; en nuestro pan, la tierra contaminada y a los propietarios terratenientes llenándose los bolsillos. Habría que ver este trigo que no logra micorrizarse y que sigue creciendo sólo gracias a los aportes de la industria minera. Hay que ver, en estos ciclos naturales destruidos, los ciclos artificiales que toman su lugar, ver el mundo agrícola que depende de las minas de potasio y de fosfato, de las fábricas de nitrógeno y de petróleo, ver en nuestro pan y nuestro vino los ríos contaminados por la industria y los oleoductos que expulsan a las poblaciones autóctonas en los países del sur.
Si levantamos el velo de nuestras panaderías y sacristías e investigamos el mundo que hay detrás de los panes empacados en nuestros supermercados, descubriremos que en unos cuantos decenios el mundo industrial alteró la historia milenaria de las relaciones tejidas entre la humanidad y los cereales. La teología sacramental ganaría mucho si levantara este velo para mirar detenidamente la materialidad de las especies eucarísticas. Detengámonos rápidamente aquí en la historia del pan, con el apoyo de los trabajos de Mathieur Brier y del Group Blé (Grupo trigo).
La domesticación de las gramíneas comenzó hace poco más de diez mil años, en el neolítico, en el Creciente fértil. Al mismo tiempo, en otro lugar, los seres humanos domesticaron el arroz, el maíz o el mijo. Hasta el siglo XVIII, se cultivaban “trigos poblacionales”, es decir, variedades de granos seleccionadas en función del vigor de la planta, de su tamaño, de la forma o del color de sus espigas y sus granos. De generación en generación, al ritmo de la selección humana y natural, la población en cuestión evolucionaba. Dispersándose en el espacio, las poblaciones de trigo se especializaban y adoptaban rasgos distintos de acuerdo con el medio: vestidas, barbudas, blancas, amarillas, rojas, con espigas cuadradas o redondas, de un metro de altura o de dos metros… A partir del siglo XVIII, los botánicos intentaron describir y nombrar las poblaciones de trigo de manera más precisa con la intención de poder controlar mejor las características del trigo. Con las teorías biológicas sobre la herencia, en el siglo XIX la selección de granos para replantar se volvió un asunto de especialistas, los “trigos poblacionales” comenzaron a ceder su lugar a las “variantes puras” con el fin de asegurar su estabilidad y homogeneidad. Mientras que, desde el neolítico, los campesinos tomaban de su cosecha anual las semillas para el año siguiente, el oficio de semillero se inventó para suministrar las variedades “puras” –es decir, ¡las variedades que no varían!– que los campesinos no hacían más que sembrar y recolectar. Desde entonces ya no se cultivan trigos poblacionales que evolucionan en un medio determinado –el Morvan, la Alta Provenza o Aquitania– sino que se busca producir variedades cultivables en todos lados con el fin de asegurar a los semilleros el mercado más extenso posible. A partir de la década de 1930, Francia estableció un catálogo con el que el Estado establece las variedades de trigo que son aptas para el cultivo. El saber vernáculo de los campesinos y la coevolución con el medio cedió el paso a la planificación: tal variedad, tal fertilizante, tal pesticida, deben garantizar tal resultado cualquiera que sea el suelo. En 1949, se prohibió la comercialización de semillas no inscritas en el catálogo. En lo que respecta a la “variedad en línea pura”, los agricultores y las agricultoras están completamente sometidos al poder de los semilleros; si deciden directamente volver a sembrar una parte de su cosecha en lugar de comprar las semillas del año a la industria semillera, deben compensar la pérdida con un impuesto anteriormente llamado, con un sorprendente oxímoron, “contribución voluntaria obligatoria” y hoy rebautizado como “contribución a la investigación y a la innovación varietal”. En la segunda mitad del siglo XX, al mismo tiempo que los trigos poblacionales los campesinos y las campesinas desaparecieron: de 10 millones en 1945, los agricultores son hoy 400,000. La mitad de ellos deberá jubilarse aproximadamente dentro de 10 años. A la “modernización” de la agricultura se suma la de la molienda y la panadería. La mecanización de la panificación exige harinas que reaccionen siempre de la misma manera y que presenten una buena “fuerza panadera”, es decir, variedades de trigo fuertes en gluten. En pocas décadas, la relación del ser humano con la tierra cambió radicalmente. Cultivar trigo y hacer pan se convirtió en algo muy serio que no puede dejarse en manos de los campesinos. Inmensos grupos, en primer lugar Vivescia, dominan el sector del campo y el de la panadería. Desposeídos de sus semillas, de sus suelos y de sus saberes, los agricultores y las agricultoras no son más que ejecutantes explotados que enriquecen a los accionistas de esas compañías. Mientras que Vivescia anuncia miles de millones de euros en ingresos, la tierra y los seres humanos se mueren. En medio siglo el mundo del pan ha cambiado más de lo que cambió en diez mil años. Ello significa que el pan de comienzos del siglo XX en Europa no tiene ya nada que ver con lo que significó durante la última cena de Jesús con sus amigos. Negarse a verlo y celebrar la eucaristía como si nada ocurriera es burlarse de Dios.
Desde que en 2017 el cardenal Sarah, entonces prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, anunció en una carta-circular a los obispos relacionada con el pan y el vino que dicha “Congregación decidió que la eucaristía preparada con organismo genéticamente modificados puede considerarse materia válida” (n. 5), ¿no recuerda la burla? ¿No es eso burlarse de los campesinos y las campesinas, burlarse de la tierra y reír con aquellos que se apropian de lo vivo, con aquellos que se arrogan un derecho de propiedad sobre el patrimonio genético del trigo con el fin de poner el mundo agrícola bajo dependencia económica? ¿Podemos ofrecer a Dios un trigo del que han sido desposeídos las campesinas y los campesinos del mundo entero?
Sacrificar el fruto de la injusticia es una ofrenda impura,
los dones de los malvados no son aceptables.
El Altísimo no acepta las ofrendas de los impíos,
ni perdona los pecados por la cantidad de sacrificios.
Como inmolar a un hijo en presencia de su padre,
es ofrecer sacrificios con los bienes de los pobres.
El pan de la limosna es la vida de los pobres,
quien se lo quita es un criminal.
Mata a su prójimo quien le roba el sustento,
quien no paga el sueldo al jornalero derrama sangre.
Eclesiastés 34, 18-22
En 1514, después de haber leído estos versos tomados del Libro de Ben Sirá el Sabio para preparar una homilía, el dominico Bartolomé de las Casas no pudo celebrar la misa. Llegado a América unos años antes, en 1509, Bartolomé de las Casas era el capellán de los conquistadores y participaba en violentas guerras de conquista de tierras indígenas “a sangre y fuego”. Sin embargo, al escuchar la Palabra de Dios, Bartolomé tomó conciencia de que el pan que se ofrecía en el altar no agradaba a Dios. Era el trigo, tomado de las cosechas de los indígenas del río Arimao, del que hablaba la Escritura. El pan eucarístico que estaba a punto de consagrar a Dios había sido robado a los pobres. Para Bartolomé de las Casas, celebrar de nuevo la eucaristía exigía, primero que nada, liberar a los indígenas. En el transcurso del mismo siglo se cuenta que Francisco Solano, predicador franciscano en el Perú y en la Argentina, invitado a comer con los conquistadores ricos, tomó un pedazo de pan para bendecir la mesa y, apretándolo entre sus manos, hizo brotar sangre de él y dijo: “esta es la sangre de los indios”.
Bartolomé de las Casas y Francisco Solano tenían ante sus ojos el saqueo y la opresión de los pueblos amerindios; iluminados por la Palabra de Dios, percibieron que aquel pan estaba “amasado con la sangre de los humildes y de los oprimidos” (Francisco Solano). Nuestro pan no es menos un pan de muerte que el de ellos, pero nos está oculto. El brillante envoltorio de la barra de pan o de la bolsa de hostias esconde la explotación de la humanidad y de la tierra. Perfectamente liso, el “mundo de las mercancías” no se deja interpelar por las palabras de Ben Sirá. ¿Qué sacerdote, qué sacristán, qué fiel que lleva las hostias al altar sabría aún percibir ahí la sangre de los agricultores y agricultoras que se suicidan acorraladas por las deudas, el grito de una tierra devastada y los miles de millones de euros de ganancias de los semilleros y los vendedores de productos fitosanitarios? Ahí está el drama, el reino capitalista ha producido un mundo perfectamente opaco, que esconde sin cesar su realidad y que neutraliza así al mismo tiempo toda revolución. Si tan sólo, como Bartolomé de las Casas y Francisco Solano, pudiéramos escuchar en nuestro pan el grito de la tierra y el grito de los pobres, si tan sólo pudiéramos comprender que es de nuestro pan eucarístico del que sigue hablando Ben Sirá… Pero en lugar de eso, en la banalidad del mal, comulgamos con un pan de muerte, comemos a los pobres, comemos la vida de la tierra y alimentamos a los ricos.
Defensa del pan y del vino
Que no se acuse de romanticismo a nuestro proyecto de ver en cada pan un mundo. La extrañeza no está en la de un pan-mundo, pues para todas las humanidades no capitalistas el pan cotidiano ha sido un pan-mundo. La extrañeza reside en el pan-mercancía, en el pan-sin-mundo, al que nos hemos acostumbrado. No se trata de la fenomenalización del mundo en el pan lo que debe ser sospechoso de un sueño romántico, sino la ocultación del mundo en el pan lo que debe denunciarse como alienación. Si el apocalipsis es, como lo dice la palabra griega, una revelación, aceptar vivir en el apocalipsis es ver en nuestros panes y en nuestras hostias a los agricultores agotados, la tierra vuelta infértil y el enriquecimiento de los poderosos. Debido a que el capitalismo impide esta revelación, porque es una estructura de ocultamiento, debe calificársele de anti-eucarístico.
La eucaristía fue, para las comunidades cristianas, el signo de contradicción que exhortaba al justo reparto de los bienes. El asunto es claro en los Hechos de los Apóstoles, donde el compartir los bienes está siempre ligado a partir el pan; lo es también en la vida y la liturgia de los primeros siglos de la Iglesia. Hoy, el signo del pan y del vino ha sido en sí mismo neutralizado, su significado político, económico, social, ecológico, en resumen, cósmico y escatológico, está bloqueado. Las injusticias, sin embargo, siguen ahí. El clamor de los pobres y el clamor de la tierra no han cesado. Alrededor de todo el mundo a los campesinos se les expropian sus tierras y la tierra está contaminada. En Francia, la inmensa mayoría de las tierras agrícolas que quedan libres debido a las jubilaciones las absorbe la expansión de explotaciones ya demasiado grandes. Tanto en el sur como en el norte, las empresas semilleras despojan a los campesinos de sus semillas. Sobre toda la superficie del globo el pan estandarizado reemplaza el pan vernáculo.
Existen, sin embargo, en los márgenes del “mundo de las mercancías”, tanto en el sur como en el norte, campesinos y campesinas que mantienen ínfimos gestos de la subsistencia por los que cada mañana el comienzo del mundo se ofrece para vivir. Su resistencia es simple como un grano de trigo que cae en la tierra, simple como un molino de piedra, como una mano que mezcla el trigo con el agua, simple como un pan compartido entre amigos. Ellos perpetúan la posibilidad de un pan simple. ¿No serán los guardianes de este pan libre los verdaderos guardianes del Reino? ¿No será que, con este pan, el pan de las luchas campesinas, debería celebrarse la eucaristía?