Apoyándose en una fina interpretación fenomenológica del cuerpo, Eda Brehm y Diego Salvatierra, muestran la manera en la que el vestido, dictado por la imagen que queremos proyectar y la moda, no sólo fragmenta la experiencia de nuestro cuerpo, nos vela también como sujetos. Este ensayo continúa de alguna forma la reflexión que iniciamos en el pasado número, “Los enigmas del cuerpo”.
Cada mañana, al vestirnos, enfrentamos la difícil elección de una prenda que nos ayude a sobrellevar el día. Ensayar variadas combinaciones e intercalar unas piezas con otras en busca de un resultado armónico es, a la vez, un ejercicio de fragmentación: hacer y deshacer, armar y desarmar, cambiar, intercalar, hasta obtener un resultado satisfactorio. Al mirar el resultado final en el espejo, la reacción puede ser inquietante: el cuerpo se asfixia, las prendas no embonan, la ropa es un obstáculo para experimentar nuestro propio cuerpo como esperábamos experimentarlo. Vestirse parece algo sencillo y cotidiano. Pero puede ser algo tortuoso. Es un proceso a través del cual moldeamos la percepción de nuestro propio cuerpo. Cuando lo vestimos siguiendo ciertos códigos, cánones de belleza o tendencias de la moda, vamos fragmentándolo, descomponiéndolo. El cuerpo se vuelve algo vaporoso y se va estructurando a partir de retazos de tela.
La moda es una invención que implica necesariamente la presencia de un cuerpo. A su vez, el cuerpo es un fenómeno concreto que se proyecta en nuestras prácticas sociales de dos maneras distantes: el sujeto que se vuelca sobre sí mismo o el sujeto que se vuelca sobre otro. Sin cuerpo no hay moda. Por su parte, la moda se ha impuesto como un uso social que trasciende el mero acto de vestirse. La moda juega un papel simbólico. El cuerpo vestido desaparece como tal. Vestirse supone una compleja reconfiguración de la propia identidad y de nuestra relación con el cuerpo: lo percibimos como un otro, como algo incluso opuesto a nosotros; vestirlo es un intento de reapropiarlo y reunificarnos con él. El modo en que la moda ha modificado nuestra relación con el cuerpo puede ser explorado desde la fenomenología de Merleau-Ponty.
El cuerpo es nuestro primer encuentro con el mundo y sólo gracias a él nos podemos relacionar con el entorno. El ser humano aparece desde su corporalidad abriéndose a los estímulos sensoriales que le permiten conocer y distinguir las percepciones de sus alrededores. Merleau-Ponty distingue entre dos nociones de cuerpo: cuerpo vivo y cuerpo físico. El cuerpo físico es aquel que se ve como un conjunto de huesos, músculos y órganos, es el cuerpo objetivado por las ciencias. En cambio, el cuerpo vivo remite a la experiencia de ser sujetos corpóreos; en otras palabras, es cuando los motivos psicológicos y el cuerpo se entrelazan. Según esta noción, el cuerpo se visibiliza como algo que está permanentemente a lado de un sujeto sin nunca ser objetivado por la ciencia. Esto se debe a un tipo de pasividad que tiene el cuerpo con relación a uno. En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty dice:
…si puedo palpar con mi mano izquierda mi mano derecha mientras ésta toca un objeto, la mano derecha objeto no es la mano derecha que toca: la primera es un tejido de huesos, músculos y carne estrellado en un punto del espacio; la segunda atraviesa el espacio como un cohete para ir a revelar el objeto exterior en su lugar (Merleau-Ponty, 1993, p.109).
El cuerpo cumple una doble función: es visto y ve. En este ejemplo de la mano, ser visto o ser tocado implica una sensación, implica que el cuerpo está vivo, siente y sufre. El cuerpo oscila entre sujeto y objeto; se puede ser tanto tocado como tocante.
Ahora bien, el cuerpo no puede considerarse únicamente como un objeto porque gracias a éste es que hay objetos. El cuerpo tiene una permanencia absoluta que le permite posicionarse dentro del mundo, es el anclaje mediante el cual se comprende la presencia de objetos exteriores variables. En la corporeidad se encuentra una especie de reflexión en cuanto para tocar algo al mismo tiempo se es tocado por algo, siendo evidente su carácter pasivo ocasionado por su actividad como la mano que toca un objeto y al mismo tiempo ella es tocada por éste). De esta manera, podemos decir que el cuerpo se constituye en una relación activo-pasiva, dependiendo de su posición en el mundo.
Tener cuerpo implica, además, ser consciente de esta posición en la que uno se encuentra en el mundo, así como de sus partes y la presencia de asociaciones que se recaban de la experiencia. Saberse corpóreo, en otras palabras, es entender que el cuerpo es una potencia de acción y un medio por el cual uno se comprende en el mundo: en suma, es aquello que se denomina cuerpo fenomenal. Por lo tanto, saberse corpóreo es una experiencia tanto subjetiva como objetiva: subjetiva por ser potencia de acción y objetiva por ser un cuerpo en el mundo, ser lo que la visión de los otros dictamina.
El cuerpo fenomenal como potencia de acción se constituye mediante el movimiento que lo abarca. Dicho movimiento no es mecánico sino simplemente efectuado, cuando uno mueve su mano no tiene que pensar cómo moverla, simplemente lo hace. Asimismo, su movimiento se distingue en abstracto y concreto. Lo abstracto concierne al mundo interior del sujeto al que pertenece el cuerpo, es la parte reflexiva que desarrolla su fondo en donde se halla una conciencia del punto de partida y del punto de llegada. Por otro lado, lo concreto consiste en lo actual, en lo dado, en lo fisiológico. Ambos movimientos se unifican al entender que el movimiento es de existencia, en cuanto el sujeto se vuelve consciente de que puede gracias a la relación con sus sensaciones. Relación marcada porque uno, al ser corpóreo, es siempre del espacio y del tiempo; la experiencia corporal es una experiencia del cuerpo en el mundo. Esto se manifiesta en lo que Merleau-Ponty llama un esquema corpóreo que es la posibilidad presente del cuerpo de habituarse mediante la adaptación a ciertas cosas, siendo esta habituación sensorial y motora y, por lo mismo, una forma de consciencia de ser en el mundo. Los esquemas corpóreos van cambiando en tanto se tienen nuevos instrumentos que pueden radicar en algo interno del sujeto o en factores externos como su relación con otros.
Ser corpóreo es una experiencia intersubjetiva que permite relacionarse con otros; esto en parte supone construirse desde la relación con otro y esto inicia al reconocer las intenciones del otro que se manifiestan en la conducta e imitarlas. En suma, el cuerpo es una experiencia de uno mismo y de ser en el mundo; ser corpóreo es irreductible a simplemente pasividad o actividad, es ser simultáneamente construido y construirse, es tocar y ser tocado. En términos generales el cuerpo está vivo. El esquema corpóreo permite que los elementos sociales atraviesen el cuerpo. En estos elementos sociales el sujeto imita, encarnando los cánones que juegan con su deseo. Estos cánones imponen una normativa de cómo debe ser el cuerpo estéticamente.
La desnudez ha sido construida desde la objetivación de la corporalidad para volverla algo aceptable. La desnudez pura es incognoscible ya que es constituida a partir de ideales de belleza. Gracias a la objetivación el cuerpo pierde su vivacidad y se reduce a las categorías estéticas y socialmente aceptables. La vitalidad del cuerpo propuesta por Merleau-Ponty se disuelve a causa de las condiciones estéticas que no representan ni su dinamismo ni su propiedad activo-pasiva. Lo anterior se evidencia en lo que Kwan llama la mirada (the gaze), que termina volviendo al sujeto pasivo e ignora que el cuerpo se presenta vestido ante el público.
La esteticidad reviste la desnudez mediante la ropa. La ropa es aquello que valida la experiencia corporal de todos en el mundo. Por ejemplo, si bien uno puede ser visto como un cuerpo desagradable, de todas maneras, se ve forzado a vestirse “bien” para poder agradar al ojo ajeno. La ropa cubre la desnudez incómoda e inaceptable y hace al cuerpo apetecible para los demás. La normatividad de la ropa es contingente y se conforma de espacialidad y temporalidad. Por un lado, es espacial porque en lugares específicos se permiten y prohíben cierto tipo de vestimentas, forzando al sujeto a adoptar la normatividad del espacio a donde va. En efecto, tal como sostiene Joanne Entwistle en El cuerpo y la moda: una visión sociológica, la vestimenta está acotada a ciertas situaciones sociales que hacen a ciertas prendas y a los sujetos que las portan como algo aceptable o inaceptable dependiendo del espacio. Por otro lado, es temporal porque las tendencias afectan la vigencia de ciertas prendas, habiendo de esta manera, según Lipovetsky en La era del vacío, una hiper-inversión del yo que deviene en una pérdida de identidad, pues desaparece todo aquello que constituye a un sujeto. Esto se debe a que la naturaleza superflua de las tendencias genera un deseo por lo “novedoso”. De acuerdo con Maria McKinney Valentin, el deseo por participar de lo “novedoso” termina ocasionando ciclos de ambivalencia en los que el sujeto busca asir su identidad. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, estos ciclos adquieren una naturaleza que sólo instaura estereotipos de género, cosifica los cuerpos y evita que el sujeto pueda matizar su propia identidad. En este ímpetu por participar de lo novedoso, el sujeto pierde dimensión de quién es. Lo único que tiene para definirse a sí mismo y para que los demás lo definan, son estos mutables ciclos que lo novedoso da. En pocas palabras, el sujeto se vuelve pasajero al igual que las tendencias.
Esta existencia pasajera no permite al sujeto construir un sí mismo fuera de las tendencias. Se está en un constante devenir, en el cual, tanto la corporalidad como la vestimenta nunca pueden asentarse. Es decir, uno se agota en la maleabilidad del cuerpo y de la vestimenta; se desdibuja el cuerpo y, a la par, la moda a causa de la normatividad espaciotemporal. En Vigilar y castigar, Foucault entiende que el cuerpo se reduce a una materia moldeable según las necesidades del dispositivo. Dispositivo es la red de relaciones entre elementos heterogéneos (discursivos y no-discursivos) que responde ante una urgencia y pasa por un proceso de sobredeterminación. Por ejemplo, el soldado que es una materia blanda la cual se transforma en un cuerpo estoico, musculoso, que no sólo está revestido por una armadura, sino que se vuelve una armadura. Así también entre el cuerpo y la indumentaria se borran sus diferencias. El cuerpo al ser maleable puede ser alterado y dicha alteridad abona al anhelo de juventud que se encuentra en los cánones propios de la moda, aquellos que instrumentalizan al cuerpo con la finalidad de preservar al sujeto —cuerpo y vestimenta—. El sujeto —cuerpo y vestimenta— existe sólo dentro de la contingencia; el cuerpo se adecúa a lo que es hegemónico y la ropa a lo que está de moda.
En este punto la alteridad ya no tiene lugar en la corporalidad pues se borra la distancia entre ver y ser visto que constituía al cuerpo vivo según Merleau-Ponty. Esto suscita dos situaciones: primero, el sujeto deja de experimentarse a sí mismo, ya que sólo se experimenta a partir de un tercero que lo constituye. Segundo, el sujeto se vuelca sobre sí ocasionando un desinterés ante la interpretación de lo otro y un ansía de funcionalidad que radica en que el yo se vuelve sus atributos, perdiendo su anclaje como sujeto. Ambas situaciones eliminan al sujeto, pues se vuelca en sus atributos y en la mirada del otro, volviéndose nada.