La antropóloga Sofía Garnica Esteva explora cómo, a falta de un nuevo lenguaje, la joven literatura mexicana, retoma como modelo el Bildungsroman (“novela de formación”) que nació en Alemania a fines del siglo XVIII. A partir de ello se adentra además en el modo en que dicha literatura se relaciona con la crisis civilizatoria que atraviesa Occidente y de qué forma determina su escritura.
Parece que hace mucho la literatura se probó como un documento de su tiempo, es decir, que en ella es posible rastrear algo de la sociedad que la produce, no tanto como un fenómeno exterior a ésta, sino como un producto de la negociación de sus actores en un determinado tiempo y espacio. A la luz de los convulsos cambios de los últimos años me he preguntado si en esta época —que parece distanciarnos decisivamente del final de un siglo que no terminamos de asimilar— existe alguna evidencia de un cambio profundo en la producción literaria.
La respuesta podría parecer obvia: con el acelerado desarrollo de los generadores de texto automáticos, la llamada (¿y por qué no célebre?) inteligencia artificial, la digitalización y el crecimiento del mercado editorial global, la escritura se ha transformado sustantivamente. Sin embargo, la naturaleza de la pregunta está vinculada más bien a la negociación que involucra a las y los autores que se sitúan frente al problema de un modelo en aparente crisis, a saber, el de la modernidad occidental.
Se trata de una pregunta sobre qué tipo de innovación o digresión aparece en la escritura contemporánea bajo un momento de cambio “civilizatorio” y si ese tipo de innovación o digresión logra, en cualquier caso, desbordar los géneros, tópicos, estilos, fronteras o soportes materiales que hasta ahora ha tenido la literatura para formular un punto de vista, una crítica. La pregunta busca indagar en el espíritu de una generación circunscrita a un tiempo (si es que acaso existe) y en el tipo de preocupaciones que se le presentan mediadas por la escritura: ¿Hacia dónde están mirando los escritores y escritoras jóvenes ahora? ¿Su escritura es capaz de dar algo de luz sobre aquello que mira? Más específicamente, ¿qué revela su literatura de la crisis que hoy transitamos?
Quizás la manera más transparente de rastrear las mutaciones del ánimo generacional se encuentra en un género novelístico que desde su origen ha gozado de una fuerte carga ideológica, a ratos deontológica y facilitadora del statu quo, aunque a veces crítica de éste. Se trata del Bildungsroman o “novela de formación”, un documento histórico, una imagen o una fotografía que permite, aunque no de manera exclusiva, rastrear el estatuto en el que se encuentran figuras y nociones afincadas en este modelo: la modernidad, el individuo, la construcción de una idea de juventud y de libre elección.
No obstante que, a causa de la actual producción lexicográfica, el Bildungsroman —la representación por excelencia del proyecto moderno de las postrimerías del siglo XVIII en Europa central—parezca completamente superado, he encontrado que no poca literatura contemporánea revisita insistentemente el corazón de este tipo de novela: el vínculo entre el individuo y la sociedad o, en otras palabras, el vínculo entre un sujeto y una sociedad mutuamente diferenciados en calidad de entidades discretas y la trayectoria por la que sujetos jóvenes —el tropo central del Bildungsroman— logran o no integrarse a una sociedad determinada.
Esto es especialmente interesante si se considera la cantidad de títulos, de autoras y autores jóvenes mexicanos que aún escriben relatos sobre la individualidad y una modernidad nunca alcanzada cabalmente. Es aún más interesante si se considera que no todos ellos buscan activamente el género, lo que revela que la exploración se debe, en gran medida, a la experiencia concreta de dicha región y una pulsión subjetiva circunscrita a un tiempo y un lugar de enunciación.
Tres son las novelas que comparten, aunque de manera no exhaustiva ni limitativa, rasgos asociados con ese género literario que dialogan en un terreno más o menos equidistante: El silencio que nos une (2023) de Pablo Berthely Araiza, América del Norte (2024) de Nicolás Medina Mora (2024) y Los malaventurados (2025) de Mariana Rosas Giacomán.
Estas novelas destacan por ensayar inadvertidamente los motivos centrales del Bildungsroman. Las tres son primeras novelas, se publicaron después de la pandemia, comparten una inmanente preocupación política y formativa, una tendencia a la fragmentación narrativa y el tropo juvenil de sus protagonistas.
Para entender este retorno, resulta obligatorio volver al origen de este género novelístico que se desarrolló, como he dicho, en las postrimerías del siglo XVIII en Europa central y llegó hasta el siglo XX, un periodo decisivo en la consolidación de la modernidad occidental y especialmente convulso para la Nación alemana y el Estado francés que permanecerían enfrentados por al menos un siglo.
Ese periodo exigía, particularmente en Alemania cuya disgregación política era muy grave, un dispositivo de afirmación identitaria que respondiera a la consolidación ideológica del Estado. Ese dispositivo fue el Bildungsroman, que se consolidó en 1875 con la publicación de las Enseñanzas de Wilhelm Meister de Goethe. El término lo acuñó en 1819 Karl Morgenstern en “Sobre la naturaleza del Bildungsroman” y lo popularizó W. Dilthey casi un siglo después (Graham, 2019, p. 2).
En su concepción original, el género explora la trayectoria por la que los individuos crecen, cambian y finalmente se insertan en la sociedad, un proceso, dice Sarah Graham en A History of the Bildungsroman, de “maduración personal y afirmación social” (Graham, 2019, p. 15). Este prototipo reúne una serie de premisas asociadas a la modernidad tales como la noción de individuo, que aparece ya plenamente diferenciado del “cuerpo” social, la emergencia de una sociedad igualmente concreta y diferenciada, una trayectoria de vida que concluye con la plena inserción de los sujetos en una determinada sociedad y la posibilidad de elegir de manera aparentemente transparente gracias a la emergencia de una nueva clase social dueña de sus propios medios de producción.
Al emigrar el Bildungsroman a otras regiones, esas premisas se cuestionarán y modificarán. Lo harán sobre todo personas que no se adecuan a la identidad hegemónica occidental que representa ese género novelístico mediante personajes masculinos. Dichas modificaciones apuntan a la escritura de novelas formativas asociadas con mujeres o con identidades sexo genéricas diversas que emanan de la disputa de clase y de la opresión colonial (Joannou, 2019, pp. 200-216; Hoagland, 2019, pp. 217-238; Miller, 2019, pp. 239-266).
Desde que el Bildungsroman se importó a través de las vanguardias del siglo XX, su producción, en el sentido en el que apunto, ha sido especialmente prolífica en Latinoamérica. Quizás uno de sus momentos especialmente relevantes está vinculado con los movimientos literarios del Boom latinoamericano y después con el Movimiento literario de la Onda.
Ambos movimientos literarios asumen un modelo de ruptura que pugna por romper y adaptar el Bildungsroman a las condiciones que esa región tenía entre las décadas de 1950 y 1990. La ruptura, como lo señaló José Lezama Lima, sólo podía ser posible mediante un método sui generis, el de su “expresión americana” (Lezama Lima,1957).
Algunos ejemplos destacados de dicha expresión que ponen de manifiesto la ruptura con la concepción canónica del Bildungsroman se afincan en voces como las de Carlos Fuentes (Las buenas conciencias, 1959), José Agustín (La tumba, 1964 y De perfil, 1966), la del propio José Lezama Lima en Cuba (Paradiso, 1966), la del colombiano Andrés Caicedo (Que viva la música, 1977), la de los mexicanos José Emilio Pacheco (Las batallas en el desierto, 1981) y Ángeles Mastretta (Arráncame la vida, 1985). Hacia la última década del siglo XX aparece en los argentinos Néstor Perlongher (Prosa plebeya, 1992) y Mariana Enríquez (Lo peor es bajar, 1995), en el cubano Reynaldo Arenas (Antes que anochezca, 1996) y en el chileno Roberto Bolaño (Los detectives salvajes, 1998), entre otros.
Aunque disímiles entre sí, estas novelas comparten el tropo de la juventud y el tema prototípico acerca de la formación de dichos individuos, ahora asentados en sociedades latinoamericanas que pretenden moldear a individuos para insertarlos en comunidades cuya crisis se agravará en escenarios de franco autoritarismo, dictadura, persecución política, guerrillas, imperialismo, recesión económica y de la apertura del mercado internacional hacia la década de 1990. Sus relatos critican sistemáticamente la explotación de una de las regiones del hemisferio mundial y manifiestan particularidades individuales como la homosexualidad y la identificación con diversas expresiones genéricas en países colonizados —es el caso particular de Enríquez, Lezama Lima, Perlongher y Arenas—.
Estas novelas son también anversos de los documentos empeñados en la construcción obsesiva de una identidad nacional que marcará de forma indeleble la escritura y la política, reversos de una misma estructura esencial asociada con el proyecto nacionalista que caracterizó de forma importante a la región Latinoamericana. Así, los Bildungsroman de este lado del mundo parecen comportarse mucho más como anti-bildungsroman; se muestran críticos del estatuto político y social.
Si el Bildungsroman clásico como género constructivo del relato de la modernidad occidental promovía los valores asociados con la emergencia de este periodo, el bildungsroman latinoamericano destaca por fugar dicho punto de vista decimonónico. Subvierte particularmente los valores asociados con la construcción de un individuo pleno y con una trayectoria de integración completa. En muchos casos, sus relatos finalizan con la muerte o el desarrollo trunco de sus protagonistas, en un ánimo similar a la variación del anti-bildungsroman, dispuesto a la crítica de un modelo o sentimiento nacional, civilizatorio.
Dicho de otra forma, la escritura de estas novelas, sin recurrir por ello a reducciones esencialistas que apuntalan a un rasgo natural del “ser latinoamericano” expresa, en clave de movimiento fragmentario y disoluto, una especie de correlato entre la ocurrencia interrumpida del protagonista lírico y la forma extendida del sujeto que forma parte de la región del sur global. Es el caso de Bolaño en su más célebre novela, Los detectives salvajes (1998) o el de Andrés Caicedo en ¡Que viva la música! (1977). Su escritura adquiere así una disposición barroca o, en su caso, neobarroca.
Si bien es cierto que el barroco ostenta diversas acepciones, la adjudicación de su significado a un mero estilo artístico resulta más bien una consecuencia de un ethos concreto, de un programa. En la región latinoamericana, serán José Lezama Lima y otro cubano célebre, Severo Sarduy, quienes reconstituirán críticamente la desdeñada visión del barroco en cuanto disposición. Su crítica la retomaría Bolívar Echeverría, quien encontraría en tal disposición una manera de oponerse o resistir a la dinámica del capital.
Para este último, el barroco está asociado con una línea temporal que pertenece a un periodo plenamente moderno que emanó de la región europea en los siglos XII y XIII (Bolívar Echeverría, 2000, p. 58). Este ethos está vinculado con una “manera de interiorizar el capitalismo” sin aceptarlo y manteniéndolo siempre como algo ajeno e inaceptable (Bolívar Echeverría, 2000, p. 39). Es “una estrategia para hacer ‘vivible’ algo que básicamente no lo es”: la existencia bajo la producción del orden capitalista de valor en cualquiera de sus fases (Bolívar Echeverría, 2000, p. 15). Es, en suma, un “principio de ordenamiento del mundo, de la vida”, una estrategia emanada de la propia modernidad que la rechaza y se reconstituye a sí misma, que se autonomiza, que se “convierte ella misma en fin” y de alguna manera resiste en todas sus formas a la forma moderna-capitalista, teniendo como origen y contexto a la propia modernidad.
Dicha disposición se afinca inicialmente en el afán autoafirmativo de la Contrarreforma católica entre los siglos XVI y XVII. Tiene como producto de su diferencia no sólo una propuesta estética frente a sus opositores protestantes, sino también la manifestación de una manera de ordenar el mundo. El vínculo entre ethos y arte barroco —escritura en el caso que me ocupa—, está asociado a un “comportamiento” que, “parte —dice Bolívar Echeverría— de la desesperación y termina en el vértigo: en la experiencia de que la plenitud que se buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena de otra cosa que de los frutos de su propio vacío” (Bolívar Echeverría, 2000, p. 46), una iteración que hace de su forma su propio proyecto y su propio fin. Para el caso americano, dice Lezama Lima, se trata de una suerte de “arte de la contraconquista” (Lezama Lima, 1957, p. 38) o bien, de una “ornamentación sin tregua ni paréntesis espacial libre” (Lezama Lima, 1957, p. 40).
Este programa encontró su expansión en el proyecto evangelizador de la Compañía de Jesús en calidad de embajadora del Concilio de Trento y cuyo esfuerzo auspiciado por jesuitas representó también el intento de instaurar, vuelvo a Bolívar Echeverría, una “modernidad alternativa” frente a esa otra “modernidad del mercado capitalista” (Bolívar Echeverría, 2000, p. 73) en México y en Latinoamérica en general, proyecto que fracasaría finalmente en 1775.
Si el barroco o el neobarroco (en su versión reconstituida para el siglo XX) aparece como una estrategia de resistencia, una manera de vivir dentro de alguna de las fases del capitalismo, en la literatura aparece como un indicador de resistencia ante la crisis, una manera de asimilarla para crear un sentido propio, para reconstituir un sentido.
Ya en el siglo XVI, el barroco novohispano encontró un ambiente de proliferación en el proyecto criollo en voz de Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos Sigüenza y Góngora y Juan Ruiz de Alarcón, proyecto que se concretó a través de la emancipación política del imperio español, pero que conservó su identidad ya para siempre transformada, transfigurada.
En el ocaso del siglo XX, su reaparición se expresó tras el final del proyecto político de la modernidad tardía: la promesa del desarrollo, del mundo partido en dos que, una vez bajó su telón, terminó por demoler a la vez certezas y muros. Su reaparición revela un ánimo epocal específico: la crisis de una fase del modelo civilizatorio que inspiró el Bildungsroman.
Treinta años después, la encrucijada de la Vuelta del siglo, como la llama Bolívar Echeverría, nos mantiene naufragando en la ambigüedad agudizada propia de un mundo sin centro —certeza ilustrada de antaño—, que nos arroja a la religiosidad del capitalismo financiero que hace de este escenario uno casi apocalíptico.
Si he vinculado la escritura de novelas de formación latinoamericanas a una tendencia eminentemente barroca —un ejercicio de ruptura que pretende fugarse a su propia forma, que revela, en cualquier caso, lo que no es y no fue nunca en este lado del mundo: la anomia de los individuos como cualidad consustancial a ellos y no la revelación de una crisis, de un modelo agotado que desea reconstituirse—, es porque hoy persiste un ánimo similar.
Aun cuando el Bildungsroman no se escribe ya en un sentido estrictamente “puro” y tal cosa es difícilmente posible, las tres novelas que cité al inicio, la de Berthely Araiza, Rosas Giacomán y Medina Mora, se manifiestan como la épica formativa de jóvenes que crecieron durante la primera transición política de gran calado en México, atravesados por la cultura casi estética del partido único que gobernó durante setenta años el país, por el recrudecimiento de la violencia asociada al enfrentamiento entre el gobierno federal de la primera década del siglo XXI y grupos del crimen organizado, por las tensiones geopolíticas con Estados Unidos y la creación de una nueva comunidad imaginaria vinculada con la instauración del entonces llamado Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Mientras El silencio que nos une explora en clave retrospectiva el aprendizaje y maduración de Carlos —cuyo nombre hace referencia al protagonista de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco— junto a Lucía, su mejor amiga y vecina de la infancia, Los malaventurados cuenta en formato de novela episódica el proceso de maduración de Luciana, al tiempo que desarrolla la suerte peculiar que corre a través de las venas de su familia, quizás como un augurio trágico.
En la primera, a fuerza de recuerdos y fragmentaciones discursivas, cambios de voz narrativa, anécdotas, canciones, referencias, los protagonistas observan en las ausencias de sus padres el nebuloso oficio al que se dedican, vinculado con un gobierno que desaparece y reprime personas, historias, habladurías, cualquier clase de cosa. Ellos no lo entienden del todo, pero logran atisbar algo cuando escuchan, a través del resquicio de una puerta, que “algo anda mal” en el país.
América del Norte relata la historia formativa de Sebastián, hijo de un político de alto rango del gobierno mexicano durante el sexenio de Felipe Calderón, que anhela convertirse en un escritor reconocido en Estados Unidos. Al final se adentra en el imperio literario —del Iowa Writer's Workshop—.
La novela, sin embargo, resulta ser en un sentido metanalítico toda ella una propuesta barroca por sí misma. Su profusión estética, metafórica, alegórica, el cambio de perspectiva múltiple y su fuga narrativa, pretenden ahogar el significante vacío de su identidad, que sólo puede reconocer a través de su criollez decimonónica, barroca, una identidad liminal como nuestra contractura centenaria que ni admite la mexicanidad de una clase mayoritaria a la que no pertenece ni se le admite a causa de esa misma identidad en un imperio que lo rechazará siempre, desengaño que descubre a fuerza de experimentarlo.
Al mismo tiempo, esa deliberada situación de fuga barroca que Medina Mora impone en los fragmentos narrativos pretende alcanzarlo todo —las cartas de relación de Cortés, una Cantina citadina en el centro del país, la historia de formación del expresidente Andrés Manuel López Obrador a través de su maestro, el poeta tabasqueño Carlos Pellicer; la guerra contra el narco y el efecto que sembró en todo el territorio, la renuncia de su padre, el taller de escritura en Iowa, las detenciones arbitrarias, el primer ascenso de Donald J. Trump, el amor correspondido, pero mediado por la pertenencia racial, entre otros aspectos— y parece buscar que su punto de vista omnisciente sea capaz de contar su historia formativa en la propia región de América del Norte.
En el último capítulo, Sebastián regresa a México con la visa de residencia denegada y la certeza, producto de su aprendizaje, de que quizá pueda hallarse en algún resquicio de la identidad nacional, mexicana o barroca. En este sentido tanto El silencio que nos une como Los malaventurados, comparten con América del Norte una genealogía trágica, condenada a la violencia que el acontecer de su historia ha constatado y parece repetir incansablemente. Aquí la novela formativa, ficcional al mismo tiempo que concluye, traiciona el propio proyecto barroco ya que se complace en su propia conclusión, demasiado satisfecha de sí misma puesto que su sujeto en formación se encuentra realizado, transformado y conforme.
Las tendencias antes señaladas, que se afincan en lo que Lezama Lima llamaba el “espíritu estético”, ponen de manifiesto el problema al que apuntan o pretenden apuntar directamente: la identidad personal o colectiva nacional en un contexto particular que, por un lado, está fragmentado y, por el otro, tiene una fuerte identificación identitaria. Situación que produce un clima bipolar que revela el carácter artificioso de la identidad nacional e individual y sus fronteras. Una “crisis” en todo sentido y a la orden del día.
Las tres novelas revelan también rasgos tanto a nivel temático como narrativo. Por un lado, la reconstitución de la realidad política de las últimas décadas, asociada a la violencia y a motivos culturales: la globalización, la financiarización, la deslegitimación de las instituciones constituidas durante el siglo pasado, el deterioro ambiental, en suma, la particular crisis de nuestros tiempos. Por otro, la insistente fragmentación narrativa que plantea una y otra vez nuevas preguntas a esta “crisis”, aunque ofrece pocas respuestas.
Quizás la fragmentación sea el comienzo de una fuga en la escritura al modo de la pulsión barroca que se resiste a subsumirse en la dinámica del mercado y del capital que nunca han estado realmente en crisis, el mismo que aplana y desmiembra la crítica y la erradica. O quizás se trata sólo del espejismo de nuestra propia inmovilidad durante este primer cuarto de siglo.