Si algo caracteriza a Occidente, dice Julio Hubard, son sus sucesivas muertes y renacimientos. Esa característica occidental está en su capacidad de leer sus orígenes como un presente que siempre se reelabora y permite el progreso. Para mostrarlo, Hubard recurre no sólo a la noción de “prójimo” traída por el cristianismo, sino a la “letra”—el lenguaje alfabético y el libro—, el “número” —las matemáticas— y la música—. Esas cuatro cosas, que Hubard analiza con agudo y penetrante humor, hacen de Occidente no sólo “la cultura más productiva y la más habitable”, sino una que —según nos permite inferir su reflexión—, renacerá nuevamente del colapso por el que una vez más atraviesa.
El sistema operativo
De que se cae, se cae. Y amanece levantado por otros, a veces al día siguiente, a veces varios siglos después, pero Occidente es experto en caídas y, peor, en morirse: “presentes sucesiones de difunto”, dijo Quevedo de sí mismo, como lo dijo de todos y de la historia misma. Tanto, que en su esencia lleva ya su fin transformado en historia propia. Así, con el uso del plural que le falta el respeto a la cronología, la geografía, a todo, decimos que Platón es nuestro como si fuera un contemporáneo, o como si nosotros hubiéramos vivido desde el siglo V a.C. Es ese mismo uso del plural que Octavio Paz descubría con entusiasmo: “Somos contemporáneos de todos los hombres”. Pero, además del gozo que todo eso nos produce, sabemos leer incluso eso con lamentos: hemos muerto con Cristo, con Atenas, con Roma; hemos matado la cultura y las civilizaciones. Matamos a Dios. Somos el mal.
Ser contemporáneo de todos los que han vivido, viven y habrán de vivir, con perdón de Paz, es la gran impronta cristiana en la historia: no es posible que exista un ser humano que no sea mi prójimo. Imagen y semejanza respecto de uno que nadie ha visto, pero existe siempre. Platón lo descubre como el “argumento del tercer hombre”, y sobrevive incluso a la crítica de Aristóteles. En este punto, la cristiandad deja de ser una religión solamente. Es un principio lógico, una raíz jurídica y un modo de meter la metáfora en la sustancia. Es la gran impronta de Occidente: esta dinámica que aspira muy alto con el material más bajo nos asemeja por arriba y nos iguala por lo bajo. Imagen y semejanza de Dios, pero también iguales entre nosotros, en nuestra vulgaridad.
¿Por qué creo que Occidente ha salido del juego de la muerte y las resucitaciones recurrentes con que tememos el colapso? Intentaré poner unas partículas centrales en la conformación del sujeto occidental, para razonar por el modo más simple: el contagio es anterior al contagiado.
Primero, una discusión sobre cronología
Occidente se cuenta su historia de modo extraño, si no del todo equivocado, porque su origen más antiguo es en realidad el de más reciente adquisición. Los elementos son casi siempre tres: la cultura griega, la romana y la tradición judía con su torsión cristiana. Y hay un momento perfecto de reunión: la prédica de Pablo en Atenas, que fue un desastre, pero es el nacimiento de lo que reconocemos como Occidente, aunque se haya perdido la continuidad por allá del siglo IV a.C.
Agustín de Hipona ya no leía griego. Le daba pereza, y La Vulgata latina de Jerónimo sirvió también de excusa general para abandonar las letras griegas: bastaba con el libro sagrado, incluso cuando fuera una traducción de la versión griega, la Septuaginta, con su bolsa de enojos y acertijos. Uno, libros de espiritualidad judía escritos originalmente en griego, ya no en hebreo (Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y los dos de Macabeos, además de partes de Ester y Daniel); otro, los judíos tradicionalistas declararon luto por la traducción del Libro Sagrado. Tenían razones, ya veremos un poco después. Pero, sobre todo, la formación de la Septuaginta inició un modo que siglos después definirá el carácter de Occidente: el presente modifica al pasado. Y no sólo en sentido espiritual, como lo supo Oscar Wilde: “el arrepentimiento transforma el pasado”, sino en su materialidad más cruda.
Mientras, con la instalación del latín, Occidente fue perdiendo hasta el espíritu de la latinidad. Aunque se conservó la lengua en un declive largo e intrigante: el latín vivió en los espacios sacros (templos, conventos, etc.), pero no en las zonas abiertas y populares; se relacionó siempre con los lugares de los poderes terrenales porque, gracias a la presencia de la Iglesia, que sobrevivió como único hilván en toda Europa, se pudieron mantener las formas mínimas de civilización: contratos, acuerdos, registros poblacionales, historias locales… Pero los monjes latinistas no eran nativos del latín. Lo aprendían. Hablaban con su familia y vecinos sus lenguas vulgares, y su latín era solamente lengua gramatical. De modo que se conservaron la lengua latina y el derecho romano, en constante declive, transformados en cosa de iglesia y llamado “canónico”, pero se perdieron las formas políticas, la ingeniería y, en gran parte, la literatura. No se puede hacer verdadera literatura en lengua gramatical. Los que sabían leer estaban ocupados en las copias de Ulpiano. Los que no sabían leer, fueron perdiendo buena parte de su literatura oral y hubo que reconstruirla siglos después, desde la filología, otro invento occidental.
Tenía “poco latín y menos griego”, dijo Ben Jonson sobre Shakespeare y sirve para describir el Medievo occidental: como Shakespeare mismo, Occidente se tuvo que inventar, de nuevo, desde la ignorancia y la pérdida. Y fue lo mejor: las culturas ascienden cuando hallan modelos que admirar, copiar y envidiar, y comienzan a morir cuando se hallan ahítas y llenas. Y esto es una manera de glosar a Spengler, Toynbee y Kenneth Clark (entre otros agoreros de las decadencias, de los que nos ocupamos en otro lado, en contraste con el modo en que Horacio y Virgilio recogen su pasado y tradición). Y de ellos, sólo un punto de coincidencia: las culturas y las civilizaciones viven y crecen cuando admiran, y mueren cuando comienzan a despreciar e ignorar. Pero no son actividades pasivas. La acción de admirar tiene distintos modos.
Horacio y Virgilio se acercan a los griegos como modelos a copiar, imitar. Su lengua es vital, fuerte, y están estrenando formas. Durante el Medievo, los propios latinistas tienen dos distingos. Primero, saben que su latín es de menor potencia, pero descubren que, desde su poquedad, pueden hacer inmensidades. La imagen de Bernardo de Chartres: somos pequeños, pero vamos “en hombros de gigantes”, apunta a un horizonte más amplio a la vez que reconoce la grandeza en el pasado. Humildad y ambición hallan su convivencia. Y luego, el mortal Dante se hace guiar por el gran Virgilio, a quien halla en el canto IV del Infierno, junto con Homero, Horacio, Ovidio y Lucano y, junto a la admiración inmensa por los cinco poetas, arriesga la suya propia: “y así, entre tanto ingenio, yo fui el sexto”. Y, en el Purgatorio (XI), Dante propondrá una idea germinal de la ideología de Occidente: el progreso. Y comienza en las artes, como forma de admiración, pero también de desafío:
Cimabue creía que ostentaba
El triunfo en la pintura, y ahora el éxito
Es de Giotto y su fama queda oscura.
También un Guido le ha quitado a otro
La gloria de la lengua, y es posible
Que haya nacido quien desbanque a ambos.
Más aún —y es una lástima no poderme detener aquí— Dante hallará en el Paraíso al Frate Gioacchino (de Fiore), el místico inventor del progreso cronológico.
Pero faltaban piezas en la maquinaria de Occidente. En efecto, Dante se halla con Homero en el canto IV del Infierno, a la entrada; luego repasa ampliamente algunos capítulos de mitología. Cita y glosa a Platón y más a Aristóteles, pero ni Dante ni nadie en su entorno sabía griego.
No sólo el griego era cosa lejanísima, sino incluso el latín de Virgilio. A lo largo del Medievo, el latín —como pura lengua gramatical, no materna, no popular— fue perdiendo nervio y brío. Tomás de Aquino escribe un latín muy legible, pero ya muy desleído y pobretón. Petrarca quiso recuperar el “latín viril” de los clásicos. Lorenzo Valla, que sí sabía todo del latín, lo puso en su lugar. De griego, barruntos y referencias. Hasta que los Medici incurrieron en un acto de capitalismo puro y duro. Para el latín, por ejemplo, Lorenzo contrató a un scout, Poggio Bracciolini (uno de los primeros empleados) para recorrer las bibliotecas de Europa y comprar, conseguir o robar manuscritos valiosos. Así tuvimos a Lucrecio, y esta historia está en un libro estupendo: The Swerve: How the World Became Modern, de Stephen Greenblatt. Y el caso griego es peor.
Bizancio ya tenía en el cuello el alfanje musulmán cuando Manuel II Paleólogo (¡Paleólogo!), el inteligente emperador que logró retrasar 50 años la invasión otomana, envió a Manuel Crisoloras como embajador a la Europa occidental, para reunir milicias que defendieran la cristiandad. Y, nada: Crisoloras dio con un palmo de narices: ni un solo emperador, rey ni príncipe dispuso milicias para la defensa de Bizancio. Pero Cosme de Medici lo contrató (otro empleado) para que fuera y adquiriera todo lo que hallara de valor. Mucho dinero, muchos manuscritos y libros, objetos artísticos. Después, Crisoloras se puso a dar clases de griego y tradujo varias cosas, del griego al latín, y preparó un manual de enseñanza de la lengua griega clásica: los Erotémata cum interpretatione Latina (1495). De ahí vinieron los discípulos directos y los aprendices de su libro: Leonardo Bruni, Marsilio Ficcino, Thomas Linacre, Erasmo, Reuchlin… Y ya tenemos cultura, o civilización —y ya luego discutiremos con Hegel o con Toynbee, con Vico o con Spengler, con Joaquín de Fiore o la panda de marxistas que, pobres, han insistido en una regularidad predecible de la historia.
Allí comienza Occidente. Y nació bastardo y contagioso en grado superlativo. Su bastardía es patente cuando buena parte de su oficio consiste en seguir descubriendo partícipes en su genealogía. Y desde el principio es contagioso y centrífugo. De hecho, los Erotémata, el primer libro impreso en lengua griega, vino de las prensas de Aldo Manucio, otro contratista de los florentinos Medici que, a estas alturas ya tenían competencia veneciana, genovesa, milanesa, y de otras ciudades portuarias. Esa cosa fenicia… Y desde entonces, adquirir pasado es la forma de hallarse uno mismo. La arqueología hará lo suyo, y cada vez mejor, pero hablamos incluso de mitología: con cada nuevo pasado, los occidentales aprendemos a contar historias para caber en ellas.
Es una infección creciente. Su agente patógeno es el dinero. Su adicción, el descubrimiento de sí. Nada de raro tiene que una cultura o civilización tenga sus monedas y reglas de intercambio. Pero, igual que el bioma intestinal, hay bacterias nativas que se vuelven patógenas cuando su cantidad se vuelve desproporcionada. Occidente surge con una idea distinta: la riqueza es una actividad de intercambio, no una acumulación de tesoros. No es lo que tengo sino lo que hago. (Un siglo después, el grandioso Imperio Español fue incapaz de entender esto y se precipitó en una pobreza adquirida y una decadencia acelerada).
Pero el punto era la cronología: hubo un arranque antiguo, cuando Pablo predicó en Atenas, en que Occidente quedó inicializado como sistema operativo. Se perdió y hubo que reinventarlo con una lenta ingeniería que ni siquiera supo que estaba inventando el ya inventado Occidente, desde el milenarismo de Joaquín de Fiore hasta su autoconsciencia, en el siglo XV, cuando tuvo dinero suficiente para comprar herencias, aunque fueran de otros: el latín de Virgilio y Cicerón, y todo lo que fue griego. Para la calle, ya no para intramuros: no funcionan igual el monje que el cliente. El conocimiento se mercadea, se vuelve asequible a un costo mucho menor que el de adquirir los hábitos y entregar la vida.
Además de bastardo y contagioso, Occidente nació falsario, apropiándose de las herramientas inventadas por otros y añadiendo una propia. Tres, para ser precisos: las letras, los números y la notación musical. Y en cada una de ellas se da un fenómeno de tres funciones simultáneas, que coinciden como si fuesen una sola.
Un ejemplo aritmético
Si me propongo multiplicar con números romanos XCIII por LVI lo puedo resolver muy fácil: saco un ábaco y opero las cuentas. Ya era una simplificación y, al parecer, de uso más extendido del que pudiera imaginarse por contagio cultural. Muchísimas culturas, sin contacto entre ellas, usaban algún modo semejante de cuentas y filas: los chinos, Micenas, los árabes y el Norte de África, pero también en la América precolombina. En náhuatl se llama nepohualtzintzin. Y todavía decimos “hacer cuentas” a nuestras operaciones aritméticas.
En la antigua Grecia había varios sistemas: micénico (combinaciones de líneas y círculos), ático (acrofónico y el trazo de la primera letra de un número representaba la cantidad: pénte, para el cinco; mýrias, para el diez mil…), jónico (alfabético, como el romano). Pero con los números arábigos (de origen indio) resuelvo fácil: 93 x 56 = 5,208.
Es sorprendente la tardanza en incorporar los números arábigos a la vida cultural y educativa de la cotidianidad occidental, y sigue siendo una historia imprecisa, pero en 1505 se publica la Margarita Philosophica de Gregor Reisch, uno de los primeros libros en abogar por la aritmética como mejor método que el de los abacistas. Y con eso suceden cosas de la mayor importancia. Primero, ante la pregunta de la multiplicación de números estoy entre el saber y el no saber. No sé, al vuelo, la respuesta, pero sé perfectamente que la obtengo en unos pocos segundos con un papel y un lápiz. Es decir: con el uso de los números (grafos, trazos, dibujos) puedo operar la aritmética necesaria, sin cambiar de sistema. El lápiz sobre el papel desplaza la necesidad del ábaco y cumple con el requerimiento de la representación. Como si fueran un solo acto, la herramienta se vuelve pensamiento.
Las demás formas de hacer cuentas deben recurrir a dos sistemas: uno que representa la cantidad, otro que la opera. Son diferentes: uno es simbólico; el otro, mecánico. Con los números arábigos ambos sistemas se reúnen en uno solo: cada guarismo es su representación y su operador, y esa coincidencia se conserva en todos los casos y combinaciones. Es un sistema no sólo consistente y a prueba de errores (el error es humano, nunca aritmético) sino que hace surgir una relación nueva con el saber y el conocimiento: no hay cantidad, ni operación que no pueda hacer desde el conocimiento de unos cuantos trazos. (Ya después tendremos modo y ganas de complicar las matemáticas). Es decir: con un par de años de práctica, todos son expertos. Después viene el álgebra (robada a Al-Juarizmi) y sucede un nuevo milagro: podemos operar con precisión incluso la ignorancia. La podemos llamar no con número, que indica una precisión conocida, sino con una letra. Y podemos llevar a cabo cálculos perfectos sin saber el valor de esa variable. Hasta con la ignorancia podemos hacer matemáticas y tener certeza. Vaya potencia intelectual.
Pero hay otro costado: ese modo de no saber. Ya sé que puedo averiguar pronto, porque tengo una herramienta sencilla, lápiz y papel, para averiguar lo que en principio y al vuelo ignoro. Porque pensar, entender y representar se han vuelto una misma operación. Esa herramienta me hace mucho más inteligente de lo que soy. Y no nos quedamos solamente con los números: las letras son un caso análogo. Nunca serán lo mismo las otras formas de escritura: las simbólicas, o jeroglíficas (que incluyen una noción sacralizada de la escritura misma: hierós- glýphein), y ni siquiera las silábicas (sumerios, cheroki, japón, China…)
Representar y operar
La escritura es la representación gráfica de una lengua. Que sean separados el sistema de operación y el de representación es como pintar los conceptos en un lienzo mientras una persona habla y explica las imágenes. Tal cual Bernal Díaz describe la función de los tlacuilos, y la genialidad de Bernardino de Sahagún, que entendió que se necesitan ambas cosas, al mismo tiempo, para su comprensión. Eso es el símbolo. Está quieto y es definitivo: como no es sistema operativo sino puramente representativo, no tiene la movilidad ni la intercambiabilidad de los signos. Si el símbolo es moneda entera, los signos son calderilla. Los símbolos no son campos sino lugares; no hay sinonimia, ni traducción, ni equivalencia dentro de la representación. Las operaciones intelectuales suceden por fuera.
Me quedo con una parte pequeña: el lugar donde sospecho que se articulan dos fuerzas históricas: el individualismo occidental y la vulgarización, la inclusión de los muchos. Parecen contradictorias y, de hecho, nunca se han llevado del todo bien: el gran individuo y la inclusión de todos. Con este dilema inventamos la política (que ya había sido inventada), las formas jurídicas de la ciudadanía, a diferencia del vasallaje y, con la apariencia del caos, un paulatino afianzamiento de otra contradicción: libertad individual y justicia social. Y digo que nada de esto podría suceder sin la forma vulgar del uso de los signos. La escritura fonética que comenzó con los fenicios, como recurso para comerciar con contratos y dineros, fue viable porque resultaba suficientemente corriente y clara para irse adoptando en puertos de distintas naciones.
Con el uso extendido de la escritura, la autoridad ya no reside en personas sino en libros: fuera del sujeto. Walter J. Ong ha señalado la importancia de la inclusión de la letra no sólo en la cultura sino directamente en el sujeto: “la escritura reestructura la conciencia”. Su Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra es una obra maestra, aunque camino desde una vertiente propia, distinta de la de Ong, pero deudora suya. Él ha mostrado mucho cuidado y respeto a las culturas orales y a sus características formas de creer, saber y conocer; y las contrasta con lo que sucede en la mente y psique de quien ha sido introducido en el universo de la lectura y la escritura.
Tomo un mero ejemplo: desde que existe el libro, la compilación de escritos, existe un recurso que nunca, nadie, había imaginado: remitirse a una fuente para buscar, consultar, verificar. Sin la escritura, solamente se puede recordar. Y la memoria —por más poderosa que sea, y aún más en las culturas orales y, entre ellos los más prodigiosos, los rapsodas populares, como fue Homero, como todavía los hubo cuando Milman Parry y Albert Lord viajaron por los Balcanes en su busca— la memoria, digo, resulta siempre con cambios y variaciones. Cada rapsoda juraba que su versión era siempre exacta e igual a la del maestro de quien la aprendió. Lo creía cada uno y lo creía igual la gente de su pueblo. Las cintas de grabación demostraron que había variaciones, y no pocas, cada vez. El libro reinventa no sólo la cultura sino la conciencia de su pueblo. No es lo mismo buscar, consultar, verificar, que recordar. (Busque al menos este video: Walter Ong - Oral Cultures and Early Writing). Pero doy un paso lateral.
Así como el uso de los números arábigos recoge al mismo tiempo las dos partes de la operación mental, la representación visual y su modo de operación, también lo hace ese otro plagio extendido de la cultura occidental: la escritura fonética. Un trazo, un fonema. Una equivalencia entre vista, oído y operación mental coincide ahí, en ese signo y sus combinatorias. Y también, como con los números, sucede algo más allá, o más adentro, de las operaciones separadas. Una cualidad superviniente.
Unamuno la llama “pensar con la pluma”, y es exactamente eso: todo aquel que se haya internado en la escritura de algo más que una lista del súper, ha visto que suceden cosas distintas en el papel (o la pantalla) de las que uno creía tener claras. Primero, sucede lo mismo que con los números: uno comienza a operar y representar letras, palabras, frases bajo la misma certeza de saber y no saber: no sé qué va a resultar, pero sé que saldrá una idea correcta (repito: el error existe, sin duda, pero nadie se sienta a escribir errores: los comete, y son del sujeto, no de la lógica ni del lenguaje). Nadie se sienta a escribir como si recogiera un dictado. Quitemos los mahomas y demás alumbrados por fuerzas superiores a la naturaleza. Los mortales se sientan a escribir para averiguar lo que creían haber ya pensado. La capacidad operativa natural de la cabeza humana es muy poquita: da para refranes, memes, chistes y fábulas breves, pero basta poner a varias personas a leer un cuento, digamos, de Flaubert, y que después lo relaten de viva voz a otros, o lo glosen por escrito y las diferencias serán ostentosas. Y es que el resultado rara vez coincide con el impulso original. No es raro que en un manuscrito los verbos no coincidan en persona o tiempo, que el sujeto termine como objeto directo; o los asaltos fonéticos, que juegan su propio juego con la ortografía y la semántica, o imponen nombres, adjetivos, etc. La idea que parece sucinta y clara, de pronto tiene pies, o culebrea entre dudas (dudas acerca de la misma escritura o de lo escrito) o se lanza a perseguir una intuición… otras veces alguien dentro de uno mismo insiste en repetir un sonido, una sílaba, o una palabra y no se calla hasta que uno hace de escriba. No es raro tener una idea en la cabeza y, al escribirla, se convierta en otra idea, o en la contraria, y no queda sino seguirla a donde uno no sabía que se podía ir. En una de ésas, a la poesía. En todo caso, más allá del sí mismo que cada uno cree habitar.
Por supuesto que se debe corregir un texto, pero la escritura suele, a veces debe, comenzar como una exploración en la que la escritura misma va generando el orden y las ideas conforme escribe. Hay autores que llegan a la perfección formal: parece que solamente pusieran en el papel un resultado; en otros se percibe con claridad que van pensando mientras van escribiendo. Borges prefiere borrar sus rastros; a Octavio Paz lo acompañamos a pensar. Lo mismo con la prosa de Gibbon, que se presenta después de todas las correcciones, perfectamente aseada, en contraste con la de Pound, que es casi asistir al magma de sus impresiones mientras se transforman en idea. Cervantes no escribió el Quijote según un plan terminado. Shakespeare es un dramaturgo hecho en las tablas, que escucha, incorpora y borra, reescribe… Nada de esto se puede operar con jeroglíficos, ni símbolos o emblemas… Son los signos fonéticos, baratos, corrientes, meras herramientas y calderilla de pensar. Todo mundo puede usarlos. Y son obligatorios. Mil ventajas, mil desventajas.
La escritura crítica ha inventado de nuevo esa cosa griega y romana de extender la conversación. Cuando leo, “escucho con mis ojos a los muertos”. Pero no solamente los escucho: los interpelo, concuerdo y discrepo, los hago mis contemporáneos. Lo mismo que leer, escribir es una herramienta por la que mi inteligencia es superior a mi naturaleza. Y peor: mi naturaleza está poblada de ideas que no conocía, de ensamblajes falsos o puentes de una sencillez admirable. La escritura no sólo reestructura la conciencia: la disgrega, pone dentro de uno la certeza de que nadie podría dar cuenta de sí mismo.
Y la verdad es exterior. Como no hay verdades privadas (y debiéramos profesar desprecio a quien se refiere a “mi verdad”, que no es más que un pomposo modo de decir algo sensato, como “creo”, “juzgo”, o el peor de los pecados: la soberbia, que consiste en negar la evidencia). Y la verdad es verdad de suyo, no necesita autoridad que la avale; o como la realidad que existe igual conmigo que sin mí. Ni verdad, ni realidad requieren el acuerdo de consciencia alguna. Desde la escritura fonética (donde un dibujo es un sonido y un concepto, y además el sistema con que se operan), la verdad es recurrible: está en un libro, o en el Lógos (ya el de Heráclito, ya el del Evangelio) y toda mi inteligencia vale solamente por su acuerdo con esa verdad que no me pertenece. Lo único propio del sujeto es el error.
Signo contra símbolo
Occidente inventó esto de usar, como unidad básica, la morralla y las fracciones. No el símbolo en su grandeza, donde lo importante se reúne y desde donde el sentido irradia. Las nuevas tecnologías de comunicación no sustituyen a las anteriores. Multiplican sus capacidades. La escritura fonética se remonta 23 siglos; el libro es cosa ya conocida por Heráclito y el redactor del Pentateuco. La proporción de gente letrada era minoritaria. Hasta la imprenta de tipos móviles y, desde ahí, leer y escribir se han ido volviendo obligatorios para todos. No saber leer ya no es una ignorancia técnica: es una falla moral, del individuo o del Estado.
Harold Bloom hablaba del “Pueblo del libro” y se refería a los tres monoteísmos, judío, cristiano, musulmán. Pero la idea de que hay un libro y luego una sociedad que lo sigue y adopta para conformar su cultura es un poco ingenua y un mal modo de contar una historia para caber en ella. Libro y pueblo; libro y cultura son coetáneos y evolucionan ambos: asumimos que el libro es recibido, que se escribió allá, en otro lado que no es el mundo, y nos fue dado. El cuento es hermoso y hay que saberlo conservar, pero cada uno de los libros de El Libro ha sido un proceso de trabajo y corrección, de edición, de filología y gramática y ortografía. Y, junto con ese proceso, vino dándose una revelación desde el trabajo del texto y no desde la voz de Dios. La certeza de la vida eterna del alma individual no aparece en la Biblia sino hasta la 2ª de Macabeos (7,9), escrito en griego y dentro de una cultura ya habitada por los libros, y acaso deudora de la cultura helenística. Como decir que el alma eterna e individual de judíos y cristianos viene del invento de Platón. Y algo hay de eso, pero tenemos mucha filología y mucha arqueología por hacer, antes de asignar paternidades.
Occidente se cree autónomo, pero sigue pegado por el vientre a los musulmanes y a los judíos, y enlazado en su epidermis con cosas oscuras como el eurasianismo, los indios americanos o la India. A veces, tendrá la cabeza libre, pero no las tripas ni las ropas.
Como no hay trabajo sin gasto, una consecuencia de la particular facilidad de Occidente es el descuido del símbolo: la tendencia constante a desacralizar y profanar el símbolo y lo sagrado, y no es vandalismo sino resultado directo del pensamiento analítico.
El símbolo sagrado no debiera comportarse como los demás signos, que son intercambiables, definibles, sustituibles por sinónimos. Si llamamos profanación al proceso que desmonta al símbolo de su sacralidad, para atenderlo como signos, pensamiento (o sea: la filosofía), creamos un camino por el que no se debe creer sino entender, y el entendimiento es una mecánica de desarmar y volver a armar (ανά- λύω y σύνθεσις, que no forman una antonimia ni son simétricos). En rasgos muy toscos, desarmar es el oficio filosófico y, después, armar es la tarea científica. Gerardo Deniz tiene un libro de poemas: Amor y Oxidente. Una perfecta intuición: Occidente oxida y —ora et labora— es trabajo constante retirar el orín del símbolo. Una tarea constante: la restauración. Pero no funciona si sólo se intenta volver al pasado: nuestro tiempo es lineal y el pasado está todavía pendiente. Esa restauración es reinvención; al mismo tiempo homenaje y profanación.
Occidente sólo existe en su vulgaridad. Es cleptómano. Y más lo mueve el dinero que la virtud. Pero es la cultura más productiva en la historia, y la única habitable por todos. No puede prometer salvación, pero seduce con el diablo del progreso. Y ha contagiado al mundo entero con sus mecánicas populares —la letra, el número, la nota—, que han contagiado una idea básica, irrenunciable: ese sujeto despreciablemente individualista no tiene sentido, a menos de que se asuma que no hay ser humano que no sea mi semejante. Es metáfora, ecuación algebraica, gramática y comercio… ¿qué otra cosa puede decir quien dice yo o dice tú?
Y me quedo con la deuda de la música, esa música que ha sido el mayor regalo occidental al mundo y que surge también de la misma matriz: un dibujo, un sonido: una nota. Ya habrá tiempo…