Si algo ha hecho daño a la libertad creativa en el mundo de la letra y la filosofía es la búsqueda de la verdad absoluta, aventura emprendida por aquellos conquistadores de la razón, mejor conocidos como los positivistas lógicos. Ellos creían haber encontrado la piedra filosofal en las tierras del concepto descifrando la esencia de las palabras y reduciéndolas a fórmulas lógicas. Llevadas al extremo, estas ideas llevan al adoctrinamiento y a creencias fijas que limitan el pensamiento crítico y la capacidad de evolución de las ideas.
El mundo contemporáneo, sin embargo, ha transitado hacia un extremo opuesto igualmente problemático: la llamada posverdad. En este escenario, las nociones de autoridad y verdad se desmantelan hasta el punto en que cualquier afirmación es equiparada con otra, independientemente de su fundamento o autoridad. Así, nos enfrentamos a una paradoja: la rigidez de significado es una prisión, pero su disolución completa también nos deja sin herramientas para la comprensión y el debate. Hoy nos encontramos en un vacío de significado del que parece no haber salida. Confiar en la autoridad significa someterse; la seriedad del concepto conduce al fascismo. Sin embargo, su reducción al absurdo nos deja sin estructura ni sentido de comunidad.
Ludwig Wittgenstein, con su idea de los juegos de lenguaje, nos ofrece una clave para comprender este dilema. Para el filósofo austriaco, el lenguaje no es una estructura fija con significados inmutables, sino un conjunto de prácticas sociales en las que las palabras adquieren significado a través de su uso dentro de contextos específicos. La capacidad de "seguir una regla" dentro de un juego de lenguaje es lo que da coherencia a la comunicación y permite la construcción de significados compartidos. Sin estas reglas, el lenguaje se desmoronaría en una multiplicidad de enunciados incomprensibles. En este sentido, la verdad no puede ser entendida como una entidad absoluta, pero tampoco como una construcción arbitraria. Lo que encontramos es una serie de reglas compartidas dentro de una forma de vida que nos permite evaluar los enunciados y hechos en función de la regla que se está siguiendo. La negación radical de cualquier verdad, como ocurre en la posverdad, es una negación de nuestra capacidad de jugar juegos de lenguaje significativos.
Sería preciso regresar a la noción de juego. Un juego no establece verdades definitivas y últimas, pero tampoco se reduce al absurdo. No se trata de un sistema caótico donde cualquier movimiento es válido, ni de una estructura rígida que impone una verdad única e inamovible. Más bien, el juego es una dinámica que se sostiene en un equilibrio entre estructura y libertad, entre reglas y creatividad. Uno no puede jugar una partida de ajedrez moviendo las piezas de manera completamente arbitraria, reorganizándolas a capricho, porque en ese caso ya no estaríamos jugando ajedrez; el juego perdería su identidad y su sentido.
Jugar implica aceptar un conjunto de reglas que, lejos de ser una limitación absoluta, constituyen el marco dentro del cual la acción cobra significado. Son las reglas las que permiten que el juego tenga coherencia interna y pueda ser entendido y compartido. La trampa surge cuando intentamos absolutizar las reglas de un juego particular y extenderlas más allá de su propio espacio. Es como si pretendiéramos que las reglas del ajedrez rigieran todos los juegos posibles, desde el fútbol hasta el póker. En este punto comienza el adoctrinamiento: la imposición de un marco único que niega la posibilidad de otros modos de jugar, de pensar, de existir.
El problema opuesto es igualmente peligroso: si reducimos las reglas a nada, si eliminamos cualquier estructura, lo que nos queda no es la libertad absoluta, sino la imposibilidad misma del juego. Sin reglas no hay juego y sin juego no hay sentido. La clave, entonces, está en reconocer que los juegos operan en este espacio intermedio, donde las reglas establecen un orden, pero también permiten la posibilidad de variaciones, estrategias, creatividad y exploración. El desafío es evitar tanto la rigidez dogmática como la disolución en el vacío, comprendiendo que el juego es siempre un diálogo entre normas y posibilidad, entre límites y apertura.
El arte, pero sobre todo la poesía, son juegos que no sólo hacen explícitas sus reglas; nos enseñan también la fragilidad y maleabilidad del lenguaje. Nos muestran que ningún concepto es absoluto, que las palabras no tienen un significado único e inmutable, sino que están siempre atravesadas por el contexto y las reglas del juego en el que se inscriben. La poesía juega con el lenguaje para evidenciar tanto su arbitrariedad como su potencia, nos enseña el absurdo de aferrarnos a significados fijos y, al mismo tiempo, le devuelve al lenguaje su seriedad al reintroducirlo en nuevas configuraciones, en nuevos sistemas de sentido.
En este sentido, ninguna palabra ni acción puede servir como regla universal. Cada uso del concepto implica, como he dicho, una serie de normas y convenciones que le otorgan su significado en un contexto determinado. No es lo mismo hablar de una rosa en el ámbito de la botánica, donde su sentido remite a una especie vegetal con determinadas características biológicas, que mencionarla en un poema de amor, donde se convierte en símbolo de pasión, fragilidad o deseo. El significado de cada enunciación cambia según las reglas del juego del lenguaje en el que se despliega.
La poesía, al ser un espacio de experimentación y transgresión, hace una demostración constante de este principio: nos revela que conceptos que consideramos fijos pueden ser desplazados hacia nuevos territorios, hacia gramáticas inéditas y sentidos inesperados. Un verso puede desestabilizar lo que creíamos seguro, trastocar las reglas establecidas y ofrecernos una nueva manera de percibir y entender el mundo. Así, la poesía no sólo juega con el lenguaje, sino que nos muestra su plasticidad, su capacidad de transformación y su infinita apertura a nuevos significados. El camino por seguir no está entonces en la imposición de significados fijos ni en el vacío de sentido. Más bien, como diría Nietzsche, debemos aprender a jugar con la seriedad con la que juega un niño. De esta manera, podemos construir una sociedad en la que la creatividad y la autoridad coexistan sin caer en la trampa del adoctrinamiento o la posverdad.